¡No aceptaré esto! Dicen que no hay esperanza. Me dicen que la mantenga cómoda. Disfruta del tiempo que te queda. ¡No! Soy científica y creo que todos los problemas se pueden resolver dedicándoles el tiempo y la atención adecuados. Soy científica y me niego a aceptar lo inevitable. [Notas de laboratorio, 20/09/02]
Fuera, más allá de la alambrada, los equipos de construcción trabajaban sin descanso en las instalaciones de agua y luz en el barrio de chabolas. Bannerman Clark estuvo observando durante un rato cómo una excavadora hundía los dientes de su pala en la tierra de cultivo y luego regresó al espejo unidireccional que tenía tras él para escuchar otra historia.
—Teníamos barricadas en las carreteras, pero llegaron por las alcantarillas. Salieron de los conductos cubiertos de mierda, disculpe mi lenguaje. Cubiertos de aguas residuales, y no les importaba. Les veías los ojos, pero era como… Dios, ¿sabe a qué me refiero? Eso ya no son ojos. No son personas.
Ya que no podía permitir que los supervivientes entraran en la prisión, Clark se había propuesto hacer todo lo que pudiera por ellos. Les podía proveer de un entorno saludable, a Vikram le había encantado la idea de construir las infraestructuras, daba algo que hacer a los soldados aparte de pensar en su mortalidad. Ingeniero hasta la médula, el comandante sij se había metido en el duro y demoledor trabajo como si estuviera haciendo hoyos en un campo de golf.
—Mi cuñada nos dijo que mantuviéramos el coche en marcha, que saldría tan pronto como encontrara su pasaporte. Esperamos y esperamos y esperamos… consumimos la cuarta parte del depósito antes de que Chuck decidiera que teníamos que irnos. Lloré y lloré, pero no intenté detenerlo.
Dentro de la prisión, Clark supervisaba otro programa. Todos los supervivientes debían acudir para ser registrados. Se introducían el nombre y la información en una base de datos, se grababa el número del lote del barrio de chabolas y se llevaba a cabo una revisión médica rápida. Aquellos que lo deseaban podían quedarse y contar sus historias, que se grababan en cintas de audio. Parecía que todos querían.
—Seis días en mi oficina, y después se cortó el agua corriente. Tenía hambre y sabía que no podía pasar sin agua. Tenían tomado el aparcamiento, tocaban los coches, tocándolos sin más, como si estuvieran tratando de recordar para qué servían. Sabía que tenía que intentarlo.
Una hilera de estrechas salas de interrogatorio ocupaba el espacio al otro lado del espejo unidireccional. En cada sala había un superviviente sentado con un entrevistador uniformado y hablaba a un micrófono. Las sillas eran incómodas, las salas muy pequeñas y deprimentes, diseñadas para los presos comunes. No parecía que le importara a ninguno de los supervivientes. Las experiencias que habían vivido eran tan traumáticas y colosales comparadas con la banal rutina de sus vidas anteriores que necesitaban sacarlas, necesitaban purgarse de lo que habían visto y ninguno se quejaba o daba por acabada la entrevista antes de tiempo.
—Estaba en una cabaña de pesca en el lago Mojave, yo y otros tres tipos… Ellos querían marcharse, ir a casa con sus familias. No podía negarme, aun cuando sabía que estábamos más seguros allí. Cargamos la camioneta, teníamos unos treinta kilos de pescado en el maletero embalado en hielo, supusimos que podríamos comérnoslos si no encontrábamos otra cosa. Dio igual. Estuve en el desierto dos días antes de que ese camión del Servicio de Inmigración me recogiera.
Querían que alguien los escuchara. Clark estaba contento de hacerles ese favor. Cuanta más información del mundo exterior pudiera reunir, mejor, por supuesto. Y al principio ése era su propósito: reunir información, datos en su forma más primitiva. Sin embargo, mientras escuchaba las entrevistas desde su refugio oculto en el edificio administrativo, descubrió que no podía huir. Necesitaba escuchar esas historias tanto como ellos necesitaban contarlas.
Necesitaba saber que sobrevivir era posible. Necesitaba saber que las personas que no eran soldados todavía tenían una oportunidad.
—Así que llegamos a esta ciudad, y Charles estaba bastante mal, paré y aparecieron perros por todas partes. Me refiero a manadas enteras, mmm, grupos, ¿sabe? Supongo que cuando la gente se marchó no podían llevarse a sus perros. Estaban por todas partes, sonriendo y meneando la cola, al principio estaba preocupada, pero eran tan monos… Aunque estaban hambrientos, se notaba. Intenté darles de comer, pero había demasiados. Encontré comida de perro en la tienda de comestibles. Dentro estaba totalmente a oscuras, pero supuse que era seguro. Si los perros estaban bien, corriendo por ahí, no podía haber gente muerta. Encontré la comida de perro, y estaba buscando un abrelatas cuando oí ese ruido. No era un grito, y tampoco eran ladridos. Vale, bueno, todos los perros estaban ladrando, siempre lo hacen. Pero el suyo era un sonido agradable, parecían contentos. Sin embargo ése era diferente. Los perros se estaban volviendo locos. Alguien estaba en peligro de verdad.
Clark acercó una silla y apoyó los codos en la barandilla que había delante del espejo. La chica que había en la sala tenía el cabello oscuro, largo y manchado de sangre. ¿Cómo demonios había sucedido eso, y por qué nadie la había llevado a la sala de duchas? Quizá había rechazado el ofrecimiento. Había visto comportamientos extraños en los supervivientes. Muchos dormían sentados en sillas, o en sus coches, demasiado acostumbrados a trasladarse continuamente como para volver a tumbarse otra vez. Algunos no usaban las instalaciones a menos que hubiera alguien vigilando la puerta. El infierno había descendido sobre ellos, y ellos habían aprendido a vivir en el infierno.
—Di la vuelta a la esquina y los perros estaban por todas partes, saltaban sin parar, mordiendo el aire, realmente alterados. Traté de calmarlos, pero había tantos. Después miré y vi que estaban alrededor de nuestro coche. La puerta de atrás estaba abierta y Charles… No sé en qué estaba pensando. Supongo que ellos, ya sabe, no piensan mucho. Tan sólo están hambrientos y merodean. Charles había intentado bajar del coche, pero se había enredado en el cinturón de seguridad. Los perros. —La chica se quedó callada durante un rato—. Los perros.
—Prosiga —le dijo la entrevistadora a la chica. Una soldado, quizá cinco años mayor que la chica que estaba al otro lado de la mesa. Sirvió un vaso de agua y se lo dio a su entrevistada.
La chica tenía los brazos fuertemente cruzados sobre el estómago, como si tuviera nauseas. Ni siquiera miró el agua.
—Los perros hicieron pedazos a Charles, supongo. Los desgarraron en trozos. Intenté enfrentarme a ellos, pero no me hacían caso, me ignoraban. De algún modo lo notaban. Sabían que Charles estaba muerto y lo odiaban. A mí me gustaban los perros, ¿sabe? De verdad.
La chica no estaba llorando, pero se enjugó la cara. Tal vez hacía calor en la sala y estaba sudando.
—Ojalá no hubiera echado a Nilla del coche —dijo la chica—. Quizá ella podría haberme ayudado.
—¿Nilla? —preguntó la entrevistadora—. ¿Quién es Nilla?
La cara de la chica se endureció como el hormigón y fulminó con la mirada a la entrevistadora.
Por algún motivo, tal vez un pálpito o una punzada de intuición, Clark se acercó más al cristal.