COMPLETO. REFUGIADOS NO. No hay comida, ni agua, ni drogas, ni dinero. NO PASAR. NO PEDIR. Lo sentimos, ¡estamos cerrados! [Pintado en la entrada principal de un hipermercado DiscountDen en Springfield, MO, 11/04/05]
Mientras se arrastraba por un agujero en la valla de un campo de golf una afilada punta de acero se clavó en la espalda de Nilla. Notó cómo se rasgaba su camisa y luego su carne. Hizo una mueca de dolor, a pesar de que no le dolió mucho, pero sabía que la herida tendría un aspecto terrible y necesitaba parecer humana. Como mínimo le haría falta una camisa nueva.
No podía hacer más que seguir adelante. Se revolvió en el barro y gateó sobre el césped inmaculado. Continuó agachada y avanzó rápidamente por el green, consciente de que si la pillaban, la asesinarían en cuanto la vieran. Estaba a medio camino del local social cuando el ladrido de un perro la sobresaltó.
—¡Cállate! —gritó alguien—. ¡Cállate de una vez! ¿Qué demonios te pasa? —La voz procedía del otro lado de una suave pendiente del campo. Nilla se tiró al césped sobre su estómago y dejó de respirar. El perro apareció por encima del montículo, con las orejas echadas hacia delante y olisqueando el aire. Un pastor alemán tirando de su correa. Se calmó como Mael le había enseñado y cubrió la humeante oscuridad de su energía. Cada vez resultaba más fácil. Podía ocultar su oscuridad durante periodos más y más largos de tiempo. Listo. Era invisible. El perro escarbó la tierra y gimió durante un momento, luego siguió ladrando.
Maldita sea. La podía oler. Se imaginó hundiendo los dientes en el cuello del perro. Qué bien le sentaría. La vida dorada del animal resplandecía en la oscuridad y se preguntó si el perro estaría pensando en lo mismo.
—Aquí no hay nada, estúpido —dijo el que llevaba el perro. Un adolescente con una gorra de béisbol marrón y una cazadora del mismo color. Llevaba el cuello levantado para protegerse de la fresca brisa nocturna y jugueteaba con un cigarrillo encendido—. ¿Ves? Nada. ¡Ahora cierra la puta boca!
El chaval tiró de la correa del perro con crueldad. El perro aulló de dolor, pero al menos dejó de ladrar. El chico y el perro desaparecieron de nuevo por el montículo y Nilla liberó su energía, volviendo a hacerse visible.
Un minuto después estaba en la entrada principal del campo de golf, y cruzó la carretera con la insoportable sensación de que la observaban, de que en cualquier momento el chico miraría atrás y la vería corriendo por el asfalto desierto. Su suerte no la abandonó y llegó al lado umbrío de una casa.
Había entrado. Se estremeció de excitación, o quizá esa sensación sólo era miedo. Avanzó sigilosamente hasta el borde de la sombra y echó un vistazo a la carretera recta que llegaba a la famosa intersección de Las Vegas Strip. Las luces de neón todavía funcionaban. Llenaban el aire que las rodeaba de una bruma incandescente, convirtiendo la noche en, bueno, no el día, pero algo más parecido al día que a la noche.
No podía dejar de temblar, a pesar de que no tenía frío en absoluto. Se dio cuenta de que estaba aterrorizada.
Mael tenía una misión para Nilla y ella ya había aprendido que era mejor no oponerse. La muerte de Singletary le había enseñado cuál era el castigo por rechazarlo. Había sido enviada a infiltrarse en una ciudad muy vigilada, sola, y derrotarla. Circulaban rumores sobre que Las Vegas tenía una vacuna contra la epidemia. Sin duda la ciudad se las había arreglado mejor que Denver o Sacramento o Salt Lake City. Para empezar todavía estaba llena de vivos. La habían escogido a ella por un buen motivo. El hombre muerto sin brazos al que Mael llamaba Dick no podía llevar a cabo esta misión. Carecía del aspecto humano necesario. Mael no podía hacerlo en persona porque no era más que una proyección psíquica y no tenía forma física en Nevada. Nilla contaba con su aspecto físico y tenía brazos.
Miró calle abajo de nuevo, esta vez buscando sombras. Todos los lugares en los que pudiera esconderse a medianoche. Vio una puerta que tenía escrito su nombre y caminó bajo la luz de la luna, preparada para recorrer la calle tan rápido como pudiera. Había dado unos tres pasos cuando oyó al perro aullar de dolor otra vez. Captó un destello de energía dorada con su visión mental y se dio media vuelta para enfrentarse a lo que fuera que la seguía.
—Disculpe. ¡Disculpe, señorita!
El chaval estaba a tres metros escasos, sujetando a duras penas al perro para evitar que se abalanzara sobre Nilla y le arrancara la cara.
Nilla se quedó helada. Irregulares espinas de violencia atravesaron su cerebro. Sabía qué se suponía que debía hacer. Qué tenía que hacer. No sabía por qué estaba retrasando lo inevitable. Pero sus músculos no obedecían a su cerebro.
—Ha pasado el toque de queda, señorita. ¿Tiene su carné de identidad? ¿Un carné de conducir o algo?
Nilla se volvió lentamente, con una amplia y cálida sonrisa en el rostro.
—Supongo que me lo he dejado en el otro pantalón —dijo ella, encogiéndose de hombros. Si no iba a luchar, entonces tendría que salir de ésta con una treta. «Compórtate como una estúpida», pensó. No era demasiado difícil, bastaba con revelar su identidad—. Ahora voy a casa, lo prometo.
El chico avanzó hasta quedar a unos centímetros de distancia y arrugó la frente comprensivo.
—Mire, señorita, es evidente que no está muerta, me refiero a que ellos no hablan y todo eso. Sin embargo, sigue siendo necesario que vea su identificación. Eso o perderé este trabajo.
—Bueno, yo no quiero que eso suceda —dijo Nilla. Se acercó más a él.
Su cuerpo de llenó de hielo, los cubitos chapoteaban en su interior como en una cubitera al final de una fiesta en la playa. Sintió como si su piel estuviera a punto de desprenderse de lo mucho que temblaba. Miró intensamente al chaval a los ojos y se dio cuenta de que actuar en plan seductor no la sacaría de ésta.
Él tenía una pistola, y el perro, y la mataría en el momento en que se diera cuenta de su error. Vería su energía oscura y haría la conexión. Aun así no podía hacerlo. No podía atacar. Los muertos descerebrados lo hacían sin parar; ¿cuál era su problema?
Él estaba sólo a medio metro. Podía distinguir cada uno de sus granos, veía su pulso latiendo en la yugular. Se dio cuenta de que era exactamente de la misma altura que ella. Entonces ocurrió algo. Él se aproximó aún más y de repente ella ya no lo estaba mirando con sus ojos, sino con el vello de la parte posterior de sus brazos.
La energía del chico era tan brillante y tan dorada. La llamaba. Algo crujió en su interior. Quizá alguna parte de su corazón rompiéndose. Era más probable que fuera una neurona medio muerta activándose mucho más tarde de lo debido, estableciendo al fin una sinapsis.
Podía hacerlo. Oh, sí. Todo lo demás desapareció a medida que la energía del chico se acercaba más y más a ella. Su deliciosa energía.
Ella alargó una mano y le tiró la gorra al suelo.
—¿Por qué has hecho eso, zorra estúpida? —inquirió él mientras se agachaba para recogerla.
—No quería que se manchara de sangre —dijo ella, y lo cogió por el cuello.