Energías sutiles, comunicación discreta. Se han ido tantos meses con esta estupidez. ¿Sólo estoy buscando una manera de mantener mi mente ocupada? La neoplasia es un huevo de avestruz, vemos a través de su piel, y aquí estoy yo, cultivando césped en vasos de papel. El proyecto de ciencias para la escuela más caro del mundo, yo… necesito descansar un poco. [Notas de laboratorio, 01/01/04]
Salió caminando con dificultad de la cueva y se encontró la furgoneta del espacio ronroneando suavemente bajo la luz de las estrellas. Había unas sillas plegables de exterior colocadas alrededor de las puertas de atrás abiertas y un pequeño brasero japonés desprendía un destello rojizo. Mike Morfina estaba bebiendo una cerveza, con la espalda apoyada contra el polvoriento metal de la furgoneta.
La energía de Mellowman estallaba y crujía en su interior. Se sentía como una patata demasiado hecha en el interior de un microondas. No se había sentido tan fuerte desde el día que se comió a la osa.
Los tensos músculos que cruzaban el abdomen de Nilla hicieron ruido durante un momento y algo pequeño y metálico se abrió camino a través de su piel. La herida que le había abierto la puerta al escapar se cerró y curó ante sus ojos. Se agachó y recogió un trozo de proyectil de escopeta. Todavía estaba llena de ellos y su cuerpo los iba rechazando uno a uno. Probablemente los estaría expulsando durante una semana.
No importaba. Mellowman estaba muerto y ella… no.
Mike estaba alterado. Quería subirse a la furgoneta y marcharse a toda velocidad, salir de allí y regresar a Las Vegas. Ella lo notaba por la manera en que miraba sin cesar la carretera. Debía de haber oído los gritos, por supuesto. Debía de saber qué estaba pasando.
Ella se acercó más a él. Entró en la luz roja del brasero. Dejó que la energía fluyera en su interior, que se esparciera por sus extremidades como un hormigueante calor. Mike dio un breve grito cuando ella apareció ante él sin previo aviso.
—Estás… estás muerta —dijo él. Podría haber sonado como una quimera, pero no lo era. Tan sólo estaba completando un razonamiento. Uno que Mellowman había resuelto en un abrir y cerrar de ojos. Mike Morfina, con su licenciatura en química medioambiental, lo estaba deduciendo ahora. No todas las personas muertas son iguales.
—Sí —dijo ella. La oscuridad de su interior se enroscó y descendió. Se estaba riendo, se estaba riendo de él. Se estaba riendo de los vivos.
Ahora tenía a tanta gente en su interior…, literal y figuradamente. Jason Singletary estaba allí. Como Mael Mag Och. Era como si al haberse perdido a sí misma, su memoria, se hubiera convertido en un recipiente para llenar de otros. Quizá era como estar poseída, o sufrir un desorden de personalidad múltiple. Ahora había muchas ella. Esta Nilla, la que se acercó a Mike y se inclinó sobre él, forzando la protección de su espacio personal, no era la más oscura del grupo. Pero estaba cerca.
Él tragó un sorbo de cerveza. Tiró la lata al suelo arenoso, donde burbujeó durante un momento como una llama extinguiéndose.
—¿Mellowman? ¿El Termita?
Ella sonrió, mostrándole los dientes. ¿Tenía trozos de piel y carne entre los incisivos? No le importaba. Barajó la posibilidad de decirle que fuera a comprobarlo él mismo. Engañarlo y encerrarlo con el Termita en la cueva. Dejarlos morir de hambre y ver cuál de los dos se comía al otro primero.
Pero los muertos no conducen. Necesitaba un chofer.
—Ya no serán un problema para nosotros. ¿Podemos irnos o necesitas despejarte primero? —preguntó ella. Le puso un dedo bajo la barbilla. Sabía que era imprescindible establecer la jerarquía. Él tenía que saber quién estaba al mando. Localizó el latido en el cuello y lo tocó con el dedo rápidamente. Al ritmo de su pulso.
Se sentía tan bien, tan fuerte. Cuando él le preguntó adónde se dirigían, se abrochó el cinturón de seguridad y le dijo que fuera al este.
Habían recorrido veinticinco kilómetros, de camino a Salt Lake City, cuando un helicóptero sobrevoló tan bajo por encima de ellos que la furgoneta se sacudió sobre las ruedas.
—¡Mierda! —chilló Mike, la palabrota salió de sus labios a la vez que intentaba controlar el volante. Pisó el freno y se detuvo en el arcén.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió Nilla—. Vuelve a la carretera.
—¡Nos han visto! —Mike se mordió el labio—. Tal vez deberíamos abandonar la furgoneta. Quizá podemos ir por el desierto a pie, aunque por la noche hace frío y apareceremos en los infrarrojos. ¡Mierda!
—¿De qué estás hablando? No era más que un helicóptero. Probablemente tienen cosas más importantes de las que preocuparse que nosotros.
Mike negó con la cabeza.
—Mira, tienes que entender lo que está pasando. Éste era el plan de Mellowman. El ejército ha ofrecido una recompensa por capturarte. Cincuenta de los grandes, pero sólo si estás viva. Ésa es la única razón por la que no te mató cuando tuvo la oportunidad. Tenía que reunirse con un tipo del Pentágono en la cueva y cobrar la recompensa. No sé si están aquí por la cita y han encontrado el cadáver o tal vez ya están vigilando la zona. En cualquier caso no nos dejarán marcharnos sin más.
El ejército había puesto precio a su cabeza. Si la atrapaban, no tendría ninguna oportunidad. Nilla recordaba al hombre de uniforme militar, el que había estado cerca para supervisar su ejecución. Ella sólo tenía un buen truco y él ya lo había visto; estarían preparados cuando la señorita desapareciera.
—Vuelve a la carretera —dijo ella—. Apaga las luces. No habrá tráfico.
—¡De ninguna manera! Ya nos han pillado. Lo único que podemos hacer es rendirnos y esperar que no nos disparen a la primera oportunidad.
Ella cogió su antebrazo y se metió la muñeca en la boca. Mordió, fuerte, pero no lo bastante para atravesar la piel.
Mike captó el mensaje.
Fundieron la carretera acelerando todo lo que podía la furgoneta del espacio, virando de un lado al otro como un barco. Sin los faros, parecía que la furgoneta podía caer en picado en el espacio interestelar. Nilla cogió un mapa de la guantera y lo estudió a la luz de un encendedor Zippo que había encontrado debajo.
—Vale —dijo ella—. Vale, podemos hacerlo. Ya los he despistado antes. Al norte de aquí está la autopista Bonneville. Claro, las Salt Flats, ¿verdad? —Recordaba aquello. Recordaba los coches propulsados por cohetes haciendo récords de velocidad en tierra, pero no podía recordar su nombre. Tendría que pensarlo con más detenimiento en otro momento, decidió—. Tiene que haber algunos edificios por allí. Algo cubierto. Gira a la izquierda más adelante.
—¿Dónde? No veo nada.
—¡A la izquierda! —gritó ella cuando él comenzó a invadir el carril derecho.
Giró con brusquedad, tal vez pensando que ella había visto una salida que él había pasado por alto. La furgoneta del espacio salió de la carretera dando un bandazo tremendo. El Zippo rozó el mapa y el mapa ardió en llamas. La furgoneta perdió tracción y se inclinó a un lado. Iban a cien kilómetros por hora, probablemente más.
La furgoneta dio al menos una vuelta de campana mientras él era presa del pánico y ella gritaba, pero Nilla no habría podido decir cuánto tiempo tardó el vehículo en derrapar, deslizarse y sacudirse hasta detenerse. Sintió que el alma abandonaba su cuerpo, de manera parecida a como lo había hecho cuando estaba inmovilizada en el hospital, en la época en que creía que todavía estaba viva. Notó su alma inclinarse adelante y atrás en el interior de la furgoneta, como una semilla en una maraca, uno de los dos dados en el interior de la mano de un jugador. Vio fragmentos del mapa en llamas bailotear en la cabina giratoria, vio la cara de Mike volviéndose para mirarla, moviendo la boca, formando palabras, pero ella no las oía.
«Relájate —se dijo. Sus extremidades se aflojaron como si fueran de goma mientras rebotaba de un lado al otro en el interior de la furgoneta. Su cuerpo se agitaba como si fuera una muñeca—. Relájate».
Luego la furgoneta golpeó el suelo con fuerza y derrapó unos treinta metros sobre el lado, con unas lluvias de chispas volando por los aires cada vez que topaban con una roca. Finalmente se detuvo. Nilla rebotó un poco dentro del abrazo protector de su cinturón de seguridad, pero estaba bien.
Miró al desierto iluminado por las estrellas que estaba al otro lado del parabrisas destrozado. Todo se había detenido. Miró hacia abajo, al lugar en que Mike estaba sentado en el asiento del conductor. No estaba allí. Rebuscó en su memoria, tratando de comprender qué podía haber pasado. Se acordó de que él no llevaba el cinturón de seguridad. Había un agujero en el parabrisas, una abertura irregular oscurecida por la sangre que chorreaba.
Con cuidado, intentando evitar las montañas de cristal que parecía haber por todas partes, Nilla se soltó y salió del lugar del siniestro. Un helicóptero pasó por encima de su cabeza a gran velocidad mientras ella estaba allí, mirando a un lado y a otro, buscando a Mike. Se internó en la oscuridad y la sal crujió bajo sus pies.
Antes o después acabaría por encontrarlo.
Había salido despedido por el parabrisas en el impacto y su cuerpo se había deslizado sobre la crujiente y suave escarcha de sal unos cien metros. A juzgar por las hendiduras del terreno tenía que haber rebotado como una piedra sobre la superficie de un lago.
No regresaría. Los fragmentos de cristal roto se habían clavado en su cabeza como una corona sangrienta. Nilla notó cómo le bajaban los hombros, una cierta tensión la abandonaba.
A su espalda oyó el sonido de camiones grandes rugiendo en su dirección. Más adelante, otros dos helicópteros se acercaban lentamente y volaban en círculo alrededor de ella, sus luces apuñalaban el desierto sin encontrarla.
Nilla todavía estaba cargada de energía. Se volvió invisible.