Capítulo XI

MIENTRAS las dos españolas hablan en la barra, un árabe con aspecto de pobre tomaba té en el bar de enfrente, descuelga su teléfono móvil y llama a otro hombre.

 

—Ya está aquí, hace unos días que llegó a la ONG, si la otra chica le hubiese dicho algo no habría venido a Marrakech. Ahora está en el bar Cervantes, el de Inés Olmo, ya sabe, el de los extranjeros que hay en la Medina.

 

—Síguela de cerca y no la pierdas de vista.

 

—Como usted desee.

 

 

 

El hombre al otro lado del teléfono estaba sentado en un apacible café de uno de los mejores hoteles de Marruecos junto a otro árabe de mediana edad, vestidos con buenos trajes y varios guardaespaldas que vigilan si alguien se les acerca.

 

—El ojeador cree que no sabe nada, ahora está en el bar Cervantes.

 

—El de la catalana… tal vez ella sepa algo —responde el hombre trajeado que acompaña al otro. Están sentados con rosto apacible, su té está servido en buenas tazas. Ambos tienen un tupido bigote y sus trajes son grises, pero en distintas tonalidades—.

 

—Sí, pero no creo. Habrá escuchado rumores, como en toda la Medina, pero nadie sabe nada, descuida.

 

—Eso espero, no estamos hablando de cualquier cosa. Si el bebé y la madre hubiesen muerto no estaríamos hablando de esto.

 

—El problema es el de siempre, nadie debe contar nada ni a sus mujeres ni a nadie. Tampoco buscamos que muera nadie por guardar nuestro secreto.

 

—No estoy de acuerdo contigo, una vez que alguien se mete en los Náufragos del Mundo es hasta el final.

 

—Los Náufragos del Mundo tienen que seguir siendo anónimos, ni podemos ni debemos revelar nuestra identidad, ni mucho menos permitir que ninguna furcia chantajee a ninguno de nosotros. Menuda zorra, mira que follarse a otro y quedarse embarazada de él, yo le habría pegado un tiro y me la habría cargado.

 

—No te alteres, ya sabes que las mujeres ahora no se ven como antes, acuérdate de quiénes somos.

 

—Ya lo sé, pero ya no se trata de nosotros, sino de los demás. ¿Qué se sabe del bastardo?

 

—Ya está de vuelta, nuestros hombres harán que el niño sea adoptado por alguna familia extranjera y se pierda su rastro.

 

—¿Y la madre?

 

—La hemos internado en un psiquiátrico y empieza a creer que todo es producto de su imaginación.

 

—Cuando lo crea del todo, soltadla. Tampoco nos interesa que siga contando su historia a nadie.

 

—El psiquiatra que la atiende es de los nuestros, no hay problema.

 

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