Capítulo LXXIII
ÁNGELA se iba a quedar el resto del día con la enfermera, no parecía una paciente, la alemana se encargaba de ello. De hecho, le propuso traer un reproductor de DVD para ver una preciosa historia de amor durante la tarde y no pensar en nada. Sergio se encargó de suministrarles el necesario apoyo logístico antes de salir a trabajar. Había quedado con una compañera a las afueras y cogió un taxi. El conductor hablaba sólo árabe y no abrió la boca en todo el camino. Llegaron a las afueras de la ciudad, la parte donde nunca solían ir los turistas y donde había mayores focos de delincuencia y problemáticas sociales de todo tipo. Los problemas con el alcohol eran frecuentes, pero no el Gobierno marroquí se desentendía de la zona porque los turistas no lo veían. La imagen al llegar fue traumática. Chabolas sin agua corriente, electricidad prestada de los postes de luz circundantes y niños tan sucios que olían a varios metros a heces. Los chavales, de tez oscura, tenían barro y suciedad coloreando sus caras. Las mujeres y hombres mayores andaban lentamente, solos, haciéndose la misma pregunta de cómo sobrevivir. Quienes podían, rebuscaban en las basuras. Casi todos llevan ropas mugrientas. Los chicos de la ONG iban ayudando a quienes podían, borrachos orinados con un olor nauseabundo, se ponían máscaras o pañuelos para atenderlos. Cuando iban encontrando alguna persona con problemas, normalmente se había orinado encima, mezclando el olor insoportable, se ponían la camiseta en la cara para hablar con ellos. La mayoría los ignoraba, a la gente no le importaba tanto la cuestión religiosa sino comer todos los días y marcharse del lugar. Apenas llevaban el dinero del taxi para volverse, cuando iban a zonas por el estilo no llevaban nada por si les robaban. Era muy difícil ver a la policía, excepto a la corrupta porque estuviesen tratando algún asunto de su interés. Tal y como era habitual, se les acercaban para pedirles dinero, unas vez rodeados les robaban con más facilidad, al final del día tuvieron que volverse andando porque no llevaban ni los teléfonos para avisar.
En mitad de la calle, después de atracarles, Paco le preguntó a Sergio por la chica. El onubense explicó al cántabro, era una historia demasiado complicado para ser contada sin dar muchas explicaciones. Un hombre se unos 67 años dormía sobre un charco apestando a whisky. Al verlos gritó para que fuesen en su auxilio. Paco se acercó al hombre de azul, su jersey y gorro de lana eran azules. Paco estaba gordo, pero su metro ochenta y cinco le otorgaba la suficiente corpulencia como para levantarlo. Ya no tenían dinero para llevárselo, aunque Sergio sugirió coger un taxi y pagarlo en la sede. Los taxistas sabían lo que un par de extranjeros hacían por el barrio. Pararon un taxi y convencieron al conductor de si se producía una vomitona serían ellos quienes limpiarían el vehículo. Además, buscaron unos papeles de periódico para no manchar la tapicería. Toda la familia del conductor vivía del taxi y no podía permitirse manchar su coche. Por las mañanas se levantaba temprano, junto a su mujer e hijos, y limpiaba con esmero su herramienta de trabajo por fuera y por dentro.
—¿Por qué se dedican a llevarse borrachos? —les preguntó intrigado el taxista—.
—Intentamos protegerlos de ustedes, aquí está muy mal visto el alcohol y hacemos dos cosas: intentar sacarlos de la bebida y que no los mate ningún funamentalista —contestó Paco—.
Era de noche cuando llegaron a la sede. Sacaron al hombre del coche, para cuando Sergio volvió con el dinero Paco se había quedado solo. El alcohólico había decidido no necesitar más ayuda de nadie y se marchó. El taxista ratificó lo estúpidos que habían sido porque encima el hombre había sido un desagradecido.