Capítulo VIII

OLIVIÉ la recibió encantado, aquella mañana ya había gente haciendo cola desde las nueve. El hospital funcionaba de nueve a una y de cuatro a seis. Su novia era la enfermera, una chica alemana de cuarenta años a la que presentó a Zaida. Fueron muy simpáticos con ella y la figura de Ángela apoyándola la tranquilizó, le contó que había trabajado toda su vida en un hospital hasta apuntarse al proyecto que estaba llevando a cabo la ONG en Marrakech, donde conoció a Olivié y decidió quedarse. No tenía que preocuparse de nada, si un paciente presentaba un problema al que no podían ni sabían atender no lo hacían, su misión era ayudar y no complicar más la situación a nadie. El pequeño hospital tenía ocho camas, siempre estaban llenas de convalecientes, sobre todo sin familia, estaba situada junto a la sede, al igual que la escuela que estaban construyendo, en el antiguo barrio judío llamado Mellah que daba a la muralla exterior del palacio Badi, en la zona sur de la Medina. Le explicaron que el nombre del barrio significaba “lugar de sal”, en una época anterior los judíos habían sido grandes mercaderes que poseían el monopolio del negocio de la sal extraída de las montañas del Atlas y que se utilizaba para conservar los alimentos. A principio del siglo XX contaba con 40.000 judíos, pero después de la Segunda Guerra mundial el rey Mohamed V tuvo que aplicar las leyes antisemitas a las que siempre se había opuesto, por el gobierno francés colaboracionista de Vichy, y los judíos emigraron a Casablanca, Francia, Estados Unidos o Israel. En el barrio apenas quedaban ahora unos centenares que se dejaban ver por la sinagoga, el gran cementerio o el mercado cubierto.

 

Desde 1956 y la independencia de Marruecos, Marrakech se había convertido en una metrópolis de los más animada y ruidosa, con poco más de un millón de habitantes censados, muchos más si todos lo estuviesen. Le advirtieron contra la noche, los suburbios y en general ir de día a todas partes, a poder ser acompañada porque podían llegar a ser muy pesados con una chica tan guapa como ella. Le enseñaron la habitación y le presentaron durante la cena a toda la gente que había allí, conoció a la chica que iba a llevar la escuela para niños sordos y a su marido, tenían una niña pequeña y le contaron que se habían quedado sin trabajo en Suiza, de momento les iba muy bien allí. Estaban aprendiendo árabe y esperaban volver dentro de un tiempo, su marido no era maestro en realidad, había sido traductor, por eso estaban aprendiendo árabe, esperaba volver con una lengua a la que pocos suizos conocían. Ellos dos iban a llevar la escuela para niños sordos porque hablaban el lenguaje de signos. Rémy parecía simpático y muy agradable, fue sincero al decir que perdió su trabajo porque el mercado actual de traductores era cada vez más competitivo y ya no estaba preparado, la escuela donde trabajaba su mujer Marianne había cerrado y de la noche a la mañana se quedaron con una niña y sin trabajo. La única suerte era haber estudiado en la universidad el lenguaje de signos, fue donde se conocieron. Nunca hubiesen imaginado que además de unirse les iba a servir, doce años después, para buscarse un trabajo. Fue Marianne quien lo encontró navegando por Internet, su intención vital nunca había sido hacerse ricos, así que cuando descubrieron la oferta de irse a Marrakech y dejar de pagar un alquiler, comida y demás gastos e impuestos no se lo pensaron. Ellos habían llegado hacía varias semanas, como la escuela todavía no estaba lista se estaban dedicando a localizar niños con problemas auditivos para llenarla, abriría por las tardes. Por suerte para ellos, el Liceo Francés es gratuito en el extranjero para los franceses y los suizos, por un acuerdo entre ambos gobiernos, y su pequeña Rosalie de cuatro años podría ir al colegio francés. De todos modos, la escuela para niños sordos abriría por las tardes y pensaban tenerla allí también.

 

Otro de los miembros era Mohamed, un árabe que hablaba varias lenguas con soltura, hacía las veces de traductor en la enfermería o los obreros e incluso arreglaba papeles e iba a los distintos estamentos gubernamentales cuando Olivié lo necesitaba. Era un árabe muy atractivo de 35 años, con gafas, hijo de una familia rica de Marrakech y peleado con sus padres, sus hermanos se estaban encargando del negocio familiar. También estaba Husein, un cocinero árabe también, de 25 años, poco hablador y que por lo visto, al igual que Mohamed, no vivía allí.

 

—Este es todo el equipo, bueno, a Patrique, Ángela y a mi, ya nos conoces —explicaba Olivié—. Empezamos con el proyecto del hospital hace dos años, con Judit, la anterior médica. Se nos ocurrió que podíamos hacer algo más y empezamos a mover lo de la escuela y ya están aquí nuestro maestros y la escuela está casi terminada, aquí todo es muy difícil y lento. También tenemos un taller de ebanistería, empezó al mismo tiempo que el hospital: salud y trabajo era nuestro lema. Lo lleva el más gamberro de todos, Robert Durant. Es un chico parisino de 23 años que rescataron en un proyecto allí para sacar a los jóvenes de la calle y la delincuencia. Estará por ahí, ahora su afición son las chicas. Pero es muy buen chaval, trabaja todas las mañanas con grupos de distintas edades para hacerlos carpinteros.

 

—!Qué joven¡Yo con 23 años no sabía ni quién era, además llegó aquí con 21 —dijo atónita Zaida a Olivié—.

 

—Sí, es muy espabilado, sólo tuvo mala suerte con su familia, vivían en un barrio muy malo de París e hizo amistades que no le convenían.

 

—Es increíble todo lo que estáis haciendo aquí —hablando entre español e inglés, pronto se dio cuenta de que la mayoría de las veces se hablaban entre ellos en inglés, aunque todos sabían francés, inglés e incluso como el caso de Patrique y Olivié español. Pensó que sería una extraña y divertida forma de actualizar su inglés, excepto con Mohamed que hablaba casi perfectamente el castellano porque había estudiado empresariales en España—.

 

—Seguro que mañana ya no me acuerdo de vuestros nombres —riéndose—. Qué ganas tengo de empezar, pero estoy un poco nerviosa con tantas cosas.

 

—No te preocupes, si tienes cualquier problema cuenta con todos. No dudes en pedirnos ayuda para lo que sea. Y por el pequeño hospital no te preocupes, Ángela tiene muchos años de experiencia y es una gran profesional, te ayudará en todo lo que pueda.

 

Zaida estaba muy cansada por el viaje y no tardó mucho en irse a dormir, se acostó y se quedó profundamente dormida, ni se inmutó cuando Patrique llamó a su puerta para inaugurar su nueva cama.

 

 

 

La nueva médico del pequeño hospital se despertó cuando Ángela tocó en su puerta avisándola de que ya estaba el desayuno. Había una especie de bufé en la cocina con pan y embutidos, mermelada, pasteles, zumos y café, que había preparado Husein. Se encontró de pasada con alguno de los demás y la enfermera le explicó que de lunes a sábado el desayuno era de ocho a diez de la mañana, el almuerzo sobre las dos y la cena a las ocho.

 

—Por cierto, ¿trabajaremos todos los días? No se lo pregunté ayer a Olivié —preguntó Zaida a Ángela—.

 

—Pregunta lo que quieras cariño. No, los sábados trabajamos sólo de mañana y los domingos no estamos abiertos. Las personas que están ingresadas reciben los cuidados de varias chicas árabes y nosotras siempre tenemos que estar localizables por si ocurre algo, aunque no siempre tenemos que estar allí. Ten en cuenta que la mayoría lo que necesita es reposo, sólo en algunos casos que los veamos a cada rato, lo que ya nos turnaríamos para no estar todo el día aquí. El problema es que muchos domingos también viene gente a que los atendamos, al principio nos daba pena y les abríamos, pero llegó un momento que llamaban por cualquier cosa. Así que ahora sólo atendemos fuera del horario los casos de extrema gravedad.

 

Desayunaron y bajaron hasta el pequeño hospital. La ONG estaba en un edificio rojo de tres plantas: en la segunda y la tercera estaban las habitaciones y cuartos de baño para el personal, en la segunda estaba la cocina también y en la primera estaba la oficina y el lugar donde se impartían los talleres de ebanistería por las mañanas. En el edificio de al lado, también de tres plantas, y rojo, había una pequeña consulta en la primera planta y las ocho camas en otra habitación. La escuela para niños sordos iría en la segunda planta, que cuando la ONG alquiló, estaba muy deteriorada, estaban teniendo que arreglarla a toda prisa ya que en la planta de abajo había enfermos que necesitaban silencio para reposar. En distintos momentos, primero tiraron las paredes para hacer dos clases enormes, pero ahora tenía que terminar de arreglar el sistema eléctrico, el agua, las paredes y el techo, además de finalmente amueblarlas. Patrique había estado muy ocupado, porque entre otras cosas, también ayudaba a quien venía para hacerse un cobertizo, una granja de pollos, una estantería o incluso tapizar un sofá. Aunque la tarea como ingeniero en Marrakech que a Patrique le gustaba contar era la de asesino y desplumador de pollos, había una mujer que vivía un poco más abajo en la calle y un día llegó diciendo que como tenía 80 años y problemas de espalda ya no podía matar a sus gallinas y desplumarlas, siendo parte fundamental de su dieta, no tenía dinero para comprar comida. Nadie se ofreció a realizar la matanza, Olivié convenció al chico rogándole que fuese a ayudar a la anciana a montar un armario, una vez allí y viendo la pobreza que acompañaba a la mujer, como su patio interior le servía de huerta y granja avícola, terminó por hacer todo lo que la octogenaria demandaba. A partir de entonces, cada dos meses iba y repetía el sacrificio, cada vez con mayor maestría. La primera vez cogió un cuchillo y con lágrimas en los ojos asestó el golpe final en el cuello a una gallina, esta echó a andar y Patrique a gritar. Ahora las degollaba con sus propias manos mientras la vieja lo felicitaba por el buen trabajo. Los cinco hijos se marcharon siendo muy jóvenes y nunca más volvió a verlos, su marido había muerto hacía diez años sin dejarle nada, excepto los animales y un poco de tierra en la que comenzó a plantar. Durante un tiempo, mientras la vista le acompañó, tejió telas que luego vendía en el mercado, pero ya ni veía ni tenía el pulso necesario.

 

 

 

—Vamos a ver nuestro primer paciente, luego, a la una, iremos a ver a los que están encamados —explicó Ángela a Zaida, Mohamed estaba con ellos para traducirles, aunque Ángela empezaba ya a chapurrear el árabe—.

 

El primer paciente entró, era una mujer de mediana edad. No parecía enferma. La enfermera tomó sus datos y Mohamed se colocó junto a la camilla en la que iba a sentarse la paciente, cuando tenían que desnudarse un biombo los separaba visualmente del traductor.

 

—¿Qué le pasa señora?—le preguntó nerviosa, mientras esperaba las intervenciones del traductor.

 

—Estoy embarazada de una niña y no la quiero, tengo que abortar.

 

—¿Cómo? Mire no puedo hacer eso aquí, díselo Ángela, aquí curamos a los enfermos no practicamos abortos.

 

—Usted es médica, quíteme esta niña que no quiero, ya tengo dos niñas y por una médico del hospital me ha dicho que será también niña. Somos pobres y tiene que ser un niño para que ayude a su padre con la chatarra. Si no me ayudan lo haré yo misma, pero una vecina se murió hace unos meses tomándose ese jabón y tengo miedo.

 

Ángela intervino.

 

—Señora, váyase, no podemos ayudarla, aquí no hacemos esas cosas. Pero no haga tonterías, esos remedios para abortar son muy peligrosos.

 

—Si no me ayudan ya me ayudarán otros.

 

La señora se fue muy enfadada y Zaida se quedó anonadada. La enfermera le explicó que aquí podían encontrarse con toda clase de problemas. Lo mejor era no juzgar a nadie y ayudarles si se podía. El segundo paciente entró, la cola daba la vuelta a la esquina, desde agujas rotas en dedos hasta niños con heridas infectadas, manos aplastadas, tobillos torcidos. El hospital de la zona no recibía ni hacía caso a tanta gente y ya se había corrido el rumor, había llegado una nueva médica porque la anterior había robado a un niño, confesó una mamá con un bebé muy enfermo, temía dejar a su hijo allí hasta que los fármacos le bajasen la temperatura. Casi todo el trabajo lo hizo la enfermera, ya que la médica sólo había visto las afecciones en los libros y en apenas un centenar de enfermos.

 

Al finalizar la primera e incesante tanda de pacientes, visitaron a los pacientes que estaban en las camas. Unas chicas árabes los vigilaban día y noche, avisaban cuando había algún problema. Si se trataba de limpiarlos, etc., lo hacían ellas bajo prescripción de la enfermera o la médica. En las escasas ocho camas había ocho trágica historias: la chica violada vaginal y analmente, por tres hombres, con múltiples desgarros, una mujer con un brazo y una mano abrasados por un cazo de agua caliente, un huérfano con una pierna rota, un viejo con neumonía, un muchacho que había perdido un ojo y corría un grave riesgo de infección porque vivía en la calle, una chica de unos cuarenta años intoxicada por un alimento o agente sin identificar, una abuela con claros síntomas de estar muriéndose de simple vejez y una niña que se había comido varios clavos. Cuando terminó de verlos se fue a su habitación sin comer y se tumbó exhausta. Por primera vez en su vida se estaba planteando si de verdad estaba preparada para tanta responsabilidad.

 

—Ángeles, ¿y la sevillana?

 

—En su cuarto, creo que no va a comer, está muerta de miedo. Ha sido demasiado para el primer día. Deberíamos ir buscando a alguien, ya sé que es su primer día, pero en este sitio se necesita alguien con experiencia.

 

—Ya lo sé, pero ya sabes cómo es Patrique, dice que se ha enamorado y que la chica estaba muy interesada, la verdad es que hubiese sido difícil buscar a alguien con tan poco tiempo.

 

Zaida llegó al comedor, cogió un trozo de pan, fiambre y se fue tras saludar tímidamente. Su turno volvía a empezar sobre las seis.

 

—Uf, la verdad es que está fatal, será mejor que llame a París para que vayan echando un vistazo a los posibles candidatos por si acaso, aunque es su primer día y habrá que darle una oportunidad ¿no?

 

—Tienes razón —contestó Ángela—, pero yo creo que a pesar de todo esta chica no va a aguantar, aunque se termine acostumbrando al ritmo y lo que venga. Sabes que hay que estar muy motivado aquí para soportar lo que vemos.

 

Zaida se fue de nuevo al hospital, todavía no eran las cuatro y decidió volver a visitar a los pacientes, aunque no tuviese traductor. Para su sorpresa, al llegar dos hombres blancos ingleses se estaban llevando al niño huérfano de la pierna rota. Le preguntó a una de las cuidadoras, Ángela les había autorizado a llevárselo. Cuando dieron las cuatro y la enfermera llegó le preguntó por aquellos hombres y le explicó que habían hecho una demanda de adopción y se la habían concedido a través de la ONG, también llevaba temas de adopción muy lentamente por la cantidad de papeles que requería, los continuos viajes y llamadas de teléfono al Gobierno marroquí.

 

La tarde transcurrió igual de ajetreada que la mañana, pero las dos horas se pasaron más rápido, como había quedado una cama libre ingresaron a un chico al que tuvieron que amputarle un par de dedos del pie porque se le había caído una caja descargando un camión. Muchas veces, el principal riesgo y decisión para ingresarlos no era tanto la gravedad de sus síntomas, sino el constante peligro de graves infecciones. La enfermera anestesió la pierna del muchacho, cuando Zaida vio los dos dedos aplastados se mareo y tuvo que sentarse, fue la alemana la que primero cortó la carne con un bisturí contorneando lo poco que quedaba de cada falange y más tarde con un serrucho eléctrico cortó el hueso, produciendo un ruido terrible y un olor indescriptible que terminó por hundir en la silla a la aprendiz de médica. Había puesto una sábana entre el muchacho y su pie para que no viese nada, sabía lo que iba a pasar y era preferible que no lo presenciase. Cuando tuvo los dos miembros en una bandeja de metal, la sangre corría a borbotones. Zaida seguía sentada en una silla aterrorizada, lijó las astillas que habían quedado con otro instrumento eléctrico y cosió los agujeros con una enorme aguja mientras la sangre iba haciendo un charco cada vez más espectacular. Cuando terminó la operación, Zaida ya se había recuperado y cogió una gasa con unas pinzas para limpiar la zona.

 

—No puedo creerme lo que acabas de hacer —se sinceró la médica—.

 

—No es mi trabajo, pero aquí hay que hacer de todo, no pasa nada mi niña, ya sé que es la primera vez que ves algo así —mientras terminaban de limpiar la herida del chico intentó tranquilizarla—. La primera vez que atendí a un paciente en el quirófano, asistiendo a uno de los mejores médicos de un hospital del Berlín, me desmallé. Fue un ridículo espantoso, pero me sirvió para saber que somos humanos además de profesionales.

 

—Gracias, no me siento mejor, pero me ayudará a pensar en otra cosa. Mañana será otro día, espero estar más centrada.

 

Zaida regresó a su cuarto completamente destrozada por el estrepitoso fracaso, Patrique se enteró durante la cena y fue a buscarla a su habitación, esta vez se hizo la dormida. Pretendía pasar la noche sin cenar, pero el hambre hizo que sobre las ocho y media tuviese que bajar a comer algo. Todos la animaron y conoció por fin al famoso carpintero parisino de 23 años, Robert Durant.

 

—Preciosa, sencillamente preciosa. Me pongo a tu entera disposición para enseñarte Marrakech, lavarte la ropa o incluso tallarte desnuda en madera.—le espetó el único chico de color de los miembros de la ONG.

 

—No hará falta, muchas gracias —contestó sonriendo Zaida—.

 

—Así me gusta, me dijeron que tu primer día fue difícil, no te preocupes, a las dos semanas de estar aquí tuvimos que coserle de nuevo el dedo a un chico que se lo cortó en mi clase con una segueta, casi me quedo sin alumnos. Conocerte es un placer bella princesa española, y no es broma, necesito que me curen mi joven corazón, cuando quieras dímelo y me pondré en tus manos.

 

—Muchas gracias por el ofrecimiento, tal vez te pide que me enseñes las calles de Marrakech, me han dicho que conoces bien la zona.

 

—Ya sabes nena, este joven soñador necesita aventuras para seguir vivo, soy el terror de los papás —hablando con ella en francés—.

 

Zaida se lanzó sobre la comida en cuanto se deshizo del chico. Tras comerse un plato de cous cous se fue al cuarto a dormir. Al poco volvieron a pegar en su puerta, Patrique la estaba buscando de nuevo, pero nadie abría la puerta, intentó girar el pomo arrepintiéndose en el último instante. Volvió a su cuarto y se encontró en la cama a Zaida.

 

—¿Sabes por qué te la chupé en el tren aún sabiendo que tú no respetas a las chicas que hacen eso? Porque mi ex novio decía que nuestro sexo era una mierda y tal vez tuviese razón, así que ahora me voy a desquitar. Vente a la cama, necesito follar y olvidarme del día de hoy.

 

—Lo que tú digas preciosa, y no te preocupes, si quieres que te trate como a un puta lo haré.

 

—No te confundas, no soy ninguna puta, no pienses que esto será una relación, no quiero gustarte, quiero utilizarte para satisfacer mis deseos.

 

—Pues a lo mejor me gusta este tipo de acuerdo.

 

—Mientras no te enamores de mi.

 

Sobre las once de la noche Zaida volvió a su cuarto sigilosamente y se tropezó con el carpintero al doblar el pasillo, el joven negro.

 

—Ya hablaremos tú y yo. Tengo que contarte un par de cosas, pero en otro lugar. Mañana vente conmigo a la Medina.

 

—¿Pero de qué?

 

—¿Has visto con quién se ha ido el chico de la pierna rota? ¿Tú viste al bebé en Sevilla? Ya te contaré, fue una movida.—poniéndose el dedo en la boca indicando silencio.

 

Zaida se metió en su cuarto bastante extrañada y volvió a recordar todo lo que Patrique le había contado sobre el niño.

 

Imagen