Capítulo XLVII

—HOLA señora —en francés—, busco a su vecino el sastre.

 

Le responde la mujer sin mirarla a la cara.

 

—No hay ningún sastre aquí.

 

—¿Está segura?

 

—Que no —yéndose a toda prisa—.

 

Por la escalera se escuchan pasos acercándose a la planta, es la policía, los mismos agentes que estuvieron en la ONG.

 

—Hola señora, fuimos a decirle que los archivos estaban mal cuando nos dimos cuenta, pero la vimos cogiendo un taxi y la venimos siguiendo hasta aquí. Ese hombre hace tiempo que no tiene dirección, su última casa fue esta durante un mes hace siete años, por eso nos salía pero al ver que hacía tanto tiempo y sólo un mes pensamos que usted perdería el tiempo.

 

Zaida no termina de creerse a la policía y que vengan a avisarla, decide creer, por el momento, estar en un país extranjero en el que tal vez suceden esas cosas.

 

—Vaya, pues menuda decepción. Pues nada, me iré. —sin haber tocado ni siquiera a la puerta—.

 

Al otro lado de la puerta está el sastre, escucha toda la conversación sin atreverse a mirar por la mirilla y aguantando, prácticamente, la respiración.

 

—¿Y ahora quién vive ahí?

 

—Una familia de funcionarios.

 

El sastre no ha apagado el móvil porque una vibración en su muslo llama su atención de inmediato, el sonido tarda escasos segundos en precederla hasta que el hombre, mientras se aleja en silencio de la puerta, se apresura a apagar el aparato.

 

—Hay alguien dentro, ha sonado el teléfono —les dice la chica a los policías—.

 

—Sí, tal vez, se habrán dejado el teléfono en casa. Pero no parece que haya nadie —responde uno de los agentes—.

 

Bajan juntos en el ascensor y le preguntan si quiere un taxi, responde que prefiere irse caminando. En cuanto desaparece el coche vuelve de inmediato a pensar que todo ha sido demasiado raro como para ser cierto. “¿En qué país te sigue la policía para…”. Hay una tienda de comestibles cerca y compra una botella de agua.

 

—Con el calor que tengo, estoy mareada —habló en voz baja a la tendera, le busca una botella de agua fría en la nevera—. ¿Y ahora cómo voy a encontrar a mi sastre? Mira que me habían dicho que era urgente lo del trabajo.

 

La mujer de la tienda ha visto a la policía y sabe que aquella chica está metida en algo y que lo mejor sería dejarla ir sin inmiscuirse con ella, el sastre baja a menudo, igual que muchos vecinos, a comprar allí. Pero sobre todo se acuerda de su mujer embarazada con la que hablaba muy a menudo hasta que la tiró por la ventana. Entre el miedo y la venganza saca fuerzas para hacerle un gesto de silencio poniéndose el dedo índice en la boca y la mira a los ojos.

 

—Allí —indicando que el sastre vivía donde Zaida pensaba aunque todos estuviesen intentando hacerle creer lo contrario—.

 

Zaida deja de hacer teatro porque sabe que se ha dado cuenta de todo y está tratando de ayudarla. Le cambia el rostro y se torna cómplice respondiendo con una mirada agradecida.

 

—Gracias. “Shokran” —gracias en árabe—.

 

Ahora está segura de que está pasando algo a su alrededor que ni sabe ni puede controlar. Tiene miedo, decide cruzar la calle y volver a subir hasta la planta para llamar a la puerta. El sastre observa por la mirilla y ve a una mujer con una pañuelo que le envuelve la cabeza y la cara. Zaida sabe que nunca le abrirían la puerta viéndole la cara.

 

El hombre empieza hablando en árabe al abrir la puerta hasta que una vez abierta comprueba que no es una mujer árabe. Zaida se quita el pañuelo.

 

—¿Sabe dónde está su hijo? Soy médico, estoy aquí por él, probablemente lo tenga algún indeseable. ¿Le da igual?

 

Intenta cerra la puerta rápidamente, el pie de la muchacha se lo impide y al no ser muy corpulento no hace gran fuerza.

 

—Déjame, no quiero hablar contigo ni con nadie. No es hijo mío, ni ella mi mujer, es una zorra. Y si no te vas voy a llamar a la policía.

 

Quita el pie y en su cabeza visualiza cómo el hombre se enteró de que ella lo engañaba con otro y cuándo le dice que no será hijo suyo. Acto seguido se imagina también cómo la mujer volaba por la ventana.

 

—¡Asesino! —grita en la puerta del hombre.

 

Se marcha sin entender cómo alguien puede intentar matar a nadie por algo así por mucho que le doliese.

 

 

 

Al llegar a la puerta de la calle anda un poco hasta que decide parar un taxi que desde el final de calle se dirigía hacia ella lentamente.

 

—¿Me puede llevar…?

 

El taxista le interrumpe el final de la pregunta.

 

—Un hombre de bigote la espera al final de la calle, me ha dicho que la recoja y que la lleve hasta allí, está en la esquina, me dijo que tenía algo que contarle sobre un bebé y el sastre.

 

El taxista continúa unos metros hasta la esquina y para el vehículo señalando a un hombre de gabardina, a Zaida le recuerda la imagen del famoso protagonista de Casablanca. Lleva sombrero, bigote y sombrero, no es muy alto. Parece tranquilo. Se siente como una especie de espía y su corazón empieza a latir más rápido de lo que puede controlar, pero como una droga inyectada en vena, ese nerviosismo y emoción la arrastra a salir del taxi y dirigirse hacia él.

 

—La están siguiendo, ahora mismo ya están viniendo hacia nosotros —la voz le es familiar, el falsete del tono no le permite saber quién es porque además va demasiado disfrazado. De cerca, aprecia que el bigote es falso—.

 

—¿Qué está pasando y quién eres?

 

—Soy una amiga —siguiendo con la voz cambiada—. Te estás metiendo con quien no debes. El bebé no es de ese hombre, por eso intentó matar a la mujer. Ella le dijo que si le hacía algo, tras contarle que no era suyo, contaría todo lo que sabía sobre él, así que decidió que si los mataba a ambos nadie tendría porqué saber lo que había sucedido ni ella podría hablar nunca —Zaida se da cuenta que es la bibliotecaria de la librería Rayuela de la Medina—.

 

—¿Marta? ¿Marta Molina?

 

—Pues claro, mira. Mejor nos vemos en mi librería y te cuento, pásate como por casualidad, pero dentro de varios días para que no te relacionen conmigo. Mira, ahí vienen —observando como se aproximaban dos hombre hacia ellas—, tengo que irme, te espero. Y no le cuentes a nadie, ni a tu padre, esto. A nadie, estarías poniendo en riesgo tu vida y la mía.

 

Un hombre mayor pasa con una motocicleta muy despacio, Marta le da un tremendo golpe en el cuello y lo derriba. Toma la motocicleta y se da a la fuga ante la cara de estupefacción de Zaida. Los hombres vuelven hacia atrás corriendo y se meten en su coche, le ponen la sirena y salen tras de ella. Varias calles más abajo la chica se quita el sobrero y la gabardina, se pone un pañuelo de mujer negro que le cubre la cara, debajo llevaba unas ropas de mujer también negras. Deja la moto y se adentra en una tienda, todavía hay gente que la ha visto tirar la gabardina así que le dicen a los policías por dónde se ha ido la ahora mujer de la moto. Marta se mete vestida de mujer en una casa que tiene la puerta abierta, en su interior se despoja de la ropa negra ante la mirada de una familia que está comiendo en el salón de su casa y sin mediar palabra se va hacia una ventana que da al otro lado de la calle. Antes de irse vuelve a tirar la ropa negra y se coloca una chilaba a rayas con una capucha y una barba blanca. Salta y encara el callejón hasta llegar al final dejando de correr, da la vuelta a la esquina y encamina la calle andando como si fuese un anciano. Los policías pasan a su lado corriendo en dirección hacia el callejón de la casa en la que entró. La chica siguen andando y para el primer taxi que pasa, le pide que la deje varias calles más lejos, sin levantarse la capucha. Por último entra en un hostal en el que ni siquiera llega a hablar con el recepcionista. En cuanto el taxista se marcha se quita la chilaba y sale andando con su apariencia normal, coge otro taxi y desaparece.

 

 

 

Un coche de policía se para junto a Zaida y le pide que suba al coche.

 

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —pregunta asustada la chica—.

 

—Tenemos que hacerle unas preguntas sobre el hombre con el que estaba hablando usted, tiene que acompañarnos a comisaría.

 

La montaron en el coche y al doblar la esquina se encontró a Marta en otro taxi, la miró y se puso el dedo frente a la boca sugiriéndole permanecer en silencio. Tenía bastante miedo porque la policía marroquí no se andaba con tonterías e incluso creyó que iban a pegarle. Tardaron poco en llegar al cuartel, durante todo el camino iba mirando a la gente que a su vez se la devolvían. Zaida veía en su ojos la pena, seguro que creerían que era una extranjera que se había metido en problemas de drogas como era lo habitual cuando querían comprar hachís y los pillaban. Por unos minutos imaginó ser una convicta y como la gente, sin conocerla en absoluto, podía cambiar su forma de mirarla por el simple hecho de creer que estaba detenida, situación enormemente chocante porque su condición de médico le había hecho siempre recibir un buen número de miradas de admiración y agradecimiento. Era curioso, incluso los árabes en peores condiciones la miraban mal, creyó ella que pensando en que incluso a lo mejor se conocían. Por un momento se retiró de la ventana por miedo a que uno de sus tantos pacientes admiradores de su trabajo y bondad pudiesen verla en el coche y perder el respeto que se había ganado en el barrio.

 

Al llegar a la comisaría fue incluso peor, la gente miraba sin reparo cómo la sacaban del coche de policía, eso sí, sin brusquedad. Cuando entró en el interior empezó a ver gente muy pobre, con las ropas raídas, ningún extranjero a excepción de un hombre rubio que decía en inglés que era inaudito que le hubiesen robado su cámara con todas las fotos de sus vacaciones. Lo demás, todo árabes. Mujeres llorando, otros tantos hombres cabizbajos, aunque ninguno de ellos con buen aspecto, los más normales eran los que estaban poniendo denuncias en la ventanilla y que no venían detenidos, momento en el que se miró de arriba a bajo para ver cómo estaba vestida y la pinta que tenía porque tal vez, aunque no lo supiese, también tenía el mismo aspecto de criminal que ella veía en los demás. Se echó un vistazo y no creyó que unos vaqueros y una camisa blanca remangada fuesen tan mal atuendo, pero ella no estaba en los ojos de los demás.

 

—Venga conmigo, —le pidió un agente muy educado—.

 

Fue cuando volvió a recordar por lo que estaba allí y el último gesto de Marta, además de las palabras que hacían mención a salvaguardar sus vidas, dato importante. En cualquiera de los casos no pensaba decir nada. Se metió en el papel de un mafioso que no canta ni cuando la policía lo tortura en las películas, luego lo desestimó porque recordó que su umbral de dolor dejaba mucho que desear y con nada se ponía a gritar, difícil de entender en una médico, lo que por otro lado la hacía tener una delicadeza muy especial con sus pacientes.

 

Zaida pasó por distintos pasillos dentro de las instalaciones, esperando a entrar al típico cuarto con un cristal y un poli duro dentro. Abrieron la puerta de un cuarto mugriento y entró junto a seis policía que contó tras unos segundos, extrañada por tanta expectación y decepcionada por no ver ningún doble cristal tras el que imaginar a alguien. Ya no tenía tanto miedo porque creyó que con tantos policías era imposible que fueran a pegarle o a hacerle algo fuera de la ley.

 

—Siéntese ahí. —le sugirió un enorme policía gordo con cara de bonachón—. ¿De qué conoce al hombre del bigote con el que hablaba?

 

—De nada, es la primera vez que lo he visto.

 

—¿Podría reconocerlo de nuevo en una foto?

 

—Supongo.

 

Sacaron una foto suya del momento en el que hablaba con Marta, sintió que había algo que se le escapaba de las manos.

 

—Sí, es él. ¿Pero por qué quieren que les hable de él?

 

—Limítese a contestar, por favor. —la cortó otro que estaba en el grupo—.

 

—¿Tengo derecho a saber por qué me han detenido no? —y aprovechando su condición de médico y la situación, con intención de llevarse bien— Debería mirarse esa mancha de la piel. —a otro de ellos—.

 

—¿Perdón?

 

—Soy médico. Eso parece un hongo, seguro que tiene un gato en su casa o alguno le ha chupado una herida.

 

—Pues… mi madre tiene un gato y… Gracias doctora.

 

Otro de ellos se acerca con intención de enseñarle que tiene una mancha en el ojo pero el jefe les dice a todos que no se trata de un consultorio médico sino de un interrogatorio.

 

—¿Y de qué hablaron? —le pregunta el jefe, un hombre calvo y bajito—.

 

—Pues me estuvo preguntando si conocía la ciudad porque quería llegar hasta el Ayuntamiento. —respuesta que ya había ensayado en el momento que decidió mentir—.

 

—Nos quiere decir que un posible terrorista europeo que está en contacto con Al Kaheda —grupo terrorista islámico— ¿le ha pedido que el indique dónde está el Ayuntamiento?

 

—Sí —pensando en aquello de relacionarse con terroristas islámicos y dudando ahora de qué quería Marta —aunque en realidad se lo estaban inventando porque querían presionarla para que hablase, lo que estaban consiguiendo—.

 

Zaida estaba tensa, demasiado como para pensar claramente, el miedo la paralizaba y decidió que debía seguir con su plan inicial hasta el final de sus consecuencias.

 

—Únicamente le dije dónde estaba el Ayuntamiento y no sé quién era. Sólo puedo decir eso. No lo había visto en mi vida ni me ha dicho nada raro, de verdad.

 

—Señorita Zaida —dirigiéndose a ella el jefe—. Espero que esté diciendo la verdad porque sería una pena que tuviésemos que meterla en la cárcel. Aquí las cosas no son como en su país y las chicas tan guapas como usted suelen ser muy bien recibidas por el resto de las presas y los guardias, ya me entiende. Por esta vez la vamos a creer, pero acaba de gastar usted su única oportunidad con nosotros. Aquí no hay dos oportunidades con el terrorismo, pero dado que usted está realizando una labor importante para el pueblo marroquí la vamos a dejar libre, no se le olvide. Aunque ya sabe, si volvemos a tener sospechas sobre usted va a pasar una buena temporada aquí hasta que nos aseguremos realmente de todo.

 

—Le puedo asegurar que yo no tengo nada que ver ni con terrorismo ni con nada. Yo he venido aquí a trabajar en una ONG, como veo que saben y ya está.

 

—Que sepa… que también tienen que ver unos amigos suyos en esto de que se vaya, son varias cosas por las que la dejamos libre.

 

—¿Qué amigos? ¿Los de la ONG?

 

—¿No sabe ni los amigos que tiene? Pues señorita, lo primero que tiene que hacer uno es asegurarse de quienes son o no amigos nuestros. Puede marcharse, si sale del país debe informarnos, aquí tiene mi tarjeta. Por ahora la tenemos en nuestro banco de datos para que no la dejen salir por la frontera, salvo que avise y le quitemos la limitación.

 

—¿Me está diciendo que no puedo salir del país?

 

—Pues claro que sí, pero nos tiene que avisar para que la dejemos nosotros por si tuviésemos que ponernos otra vez en contacto con usted para cualquier asunto. Tenga en cuenta que ahora mismo es sospechosa de colaboración con banda terrorista y en nuestro país podríamos condenarla a cadena perpetua sólo por eso. —acentuado sus últimas palabras bajando la velocidad de su discurso—.

 

A la médico se le cambió la cara porque aquello eran palabras mayores. Sabía que si querían podían acusarla de lo que les diese la gana, con o sin pruebas, aquello no era España y desconocía si les hacía falta tener algo contra ella para detenerla el tiempo que quisiesen y en el peor de los casos siempre quedaba la posibilidad de que se inventasen o malinterpretasen pruebas como una simple foto. Se dirigió a la salida de la comisaría y mientras iba viendo a los detenidos que llegaban allí pensó que por ahora ya estaba bien de hacer la detective privado porque podía meterse en un lío del que no pudiese salir fácilmente. Marta le había dicho que se pasase en un par de días, ahora se planteaba si tenía la necesidad de exponerse tanto. Al salir por la puerta dos hombres se le acercaron.

 

—Somos del servicio secreto, venimos a decirle que si hoy está fuera es gracias a unos amigos comunes y su reciente y próspera amistad.

 

Con cara de estupefacción.

 

—¿Cómo? ¿A quiénes se refiere?

 

—A los Náufragos. Me han pedido que le dé un mensaje, los amigos se tienen que ayudar.

 

—¿Ahora tendré que devolverles el favor? ¿Es eso?

 

—No, únicamente se le pide que mantenga los lazos de unión que podrían unirla todavía más a al organización. Es decir, mantenga nuestra amistad. —mientras decían esto se daban la vuelta y se marchaban—.

 

La médica tenía más claro que se estaba metiendo en algo muy gordo sin tener ni idea. De camino a casa, de nuevo en taxi, reflexionó sobre si le merecía la pena meterse en más líos de los que podía manejar cuando ni tan siquiera sabía por qué se estaba armando tanto revuelo. Nunca en su vida pensó que se vería interrogada e incluso acusada de colaborar con una banda terrorista. Ahora dudaba de quién era Marta, de los supuestos agentes, tampoco podía asegurar que lo fuesen, incluso de si la policía estaba al corriente también de sus amistades, le habían dicho que era amiga de los Náufragos del Mundo de los que le había hablado Marta. Era extraño, los que supuestamente le habían ayudado a salir de la cárcel, los Náufragos en los que había entrado por Marta, también la estaban persiguiendo sin saber que era ella. No entendía nada, estaba claro que la bibliotecaria no estaba del todo con ellos porque quería ocultarles que quería hablar con ella. Al mismo tiempo pensó que la estaban vigilando y como Marta era uno de ellos y lo sabía, por eso había tenido que disfrazarse. Y lo peor es que lo mismo se había metido en un lío muy gordo porque pretendía avisarla. Ella sólo estaba buscando un bebé, detrás había algo muy gordo para estar montándose tal película de espías.

 

Se dijo a si mismo que se pensaría si le merecía la pena seguir metiéndose en todo este follón y le dio de margen el par de días que Marta le sugirió que esperase para pasarse por la librería. Llamó a otro taxi, con miedo a que se tratase de otra cita inesperada, le dio la dirección de la ONG y se relajó durante el camino de vuelta reclinada en el respaldo sin hablar y mostrando con su actitud al taxista que no tenía ganas de hablar. Al pasar por una calle atestada de gente se asomó por la ventanilla y se fijó en que la miraba bien, nada que ver como cuando iba presa, ahora era una señorita capaz de pagarse un taxi y dejar dinero en Marruecos, merecía el estatus de mujer respetable y bien aceptada, alguien a quien mirar dentro de un taxi para recordar bien, pensó al instante.