Capítulo XLV
—NO, no y no. Dile que tiene que tomarse estas pastillas y que se deje de hojitas del bosque que lo que tiene no se le va a curar con métodos naturales sino con medicamentos, además también dile que le estoy dando las últimas pastillas que me quedan —le pide Zaida, bastante sulfurada que haga su trabajo al traductor—.
Zaida mira de nuevo al traductor.
—¡Joder, voy a tener que pedir un cargamento de pastillas y ahora que se ha ido Olivié a ver quién me autoriza el gasto! Ya no me queda ningún antigripal y esta es la peor época, ahora es cuando muchos ancianos que no se medican mueren.
Le responde Mohamed.
—No te preocupes, yo te firmo lo que quieras porque me han autorizado para hacerlo, mientras sean cosas urgentes Y como ahora tenemos dinero te lo daré para eso antes de que me lo pidan los maestros para comprar más tizas —con una mueca cómplice—.
—Realmente lo necesito, la mitad de la gente que viene aquí es por medicamentos que no pueden pagarse, estaría muy bien. El otro día apareció un hombre con una hongo en la piel enorme que simplemente se curaría aplicándole una crema durante un par de semanas, pero como no la tengo no se la comprará porque no tiene dinero y al final se quedará con la mancha hasta que se muera e incluso es capaz de extendérsele mucho más o incluso dentro de unos años provocarle a través de ella una infección tan grave que lo mate. Imagínate si es importante tener los medicamentos a los que ellos no tienen acceso, por muy absurdos que parezcan. Igual que el otro día cuando vino otro señor que padecía acidez de estómago de forma continuada, no resiste el picante del que aquí se abusa con normalidad y como no se toma protectores de estómago, pastillas para crear una película en su estómago y lo proteja de las comidas e ingredientes fuertes, le derivará en una úlcera de estómago que probablemente lo desangre hasta que no pueda más. También con un final previsible antes de su supuesta muerte por causas naturales.
Al finalizar su segunda visita al hospital por la tarde, decidió pasarse por la habitación de Ángela para ver cómo estaba, pensó que tal vez no querría ver a nadie y también que una distracción le vendría bien. Tan sólo pretendía saludarla y asegurarse de que estaba bien. Al llegar a la habitación de Olivié vio que no había nadie y cuando se fue la vio en su antigua habitación ordenando libros.
—¿Qué tal?
—Mal, ya se me pasará ¿Y tú con la consulta?
—Sin problemas, no te preocupes. Ahora me voy a dar una vuelta que todavía se pueden hacer muchas cosas en esta ciudad. ¿Te apetece venirte? —deseando ir a buscar al padre pero anteponiendo que su amiga se airease un poco—.
—No tengo ganas de salir, prefiero seguir instalándome en tu antiguo cuarto, espero que no te importe. No tengo ganas de quedarme en la habitación donde estuvimos. Además, cuando llegue el nuevo jefe se la quedará, así empiezo ya a hacerme a la idea de que ya no estamos juntos ni lo estaremos.
—Pues no le des muchas vueltas al coco, por favor.
—Vale, no te preocupes, de verdad.
Zaida fue a su cuarto a cambiarse y coger una chaqueta por si luego refrescaba. Al salir pensó en llamar a Kamîl, sabía que un guía en la ciudad tenía vital importancia. Sin el árabe era complicado moverse, con el francés tendría más problemas y mas dificultades sobre el terreno, pero sabía que tenía que hacerlo sola. Tenía miedo de encontrar algo a lo que no fuese capaz de enfrentarse.
Salió a la calle y buscó un taxi. Le dio la dirección diciendo hola y dándole el papel, temiéndo que el hombre que conducía el vehículo le diese tres vueltas por la ciudad antes de llegar y utilizó un pequeño truco con una frase en árabe que había aprendido para tener más facilidades en algunos momentos: “ana tubib” (soy médico). El taxi era crema, el taxista un marroquí de ancho bigote y tez oscura, poco hablador, sabía que iba a ganar una buena carrera de una extranjera al tiempo que llevaba una mujer con la que en el fondo pensaba en hacer otras cosas. Los sillones del coche eran de cuero, parecía que un ejército hubiese pasado por allí aunque dentro de todo era pulcro. Las manecillas estaban desgastadas y cuando intentó bajar la ventana no pudo porque estaba rota. El hombre aseguró que no tenía ni idea. El calor latente dentro del vehículo era importante. Después de una media hora llegaron a un barrio en el centro de la ciudad al que nunca hubiese ido sin ayuda. Varias patrullas de la policía pasaron mientras iban llegando. La calle estaba tranquila. Había pocas tiendas, parecía un barrio de gente adinerada: “Demasiado bueno para tratarse de la casa de un sastre”, pensó.
Zaida se bajó del taxi y fue directa hacia la vivienda frente a la que el taxi se ha parado. Se dirigió hacia el portal y llamar al portero electrónico de la casa. Una vez, otra, nadie respondía, esperó y volvió a intentarlo. Alguien salió del portal, decide introducirse y subir hasta la vivienda, el 3ª C. Llama al ascensor, el portal es de mármol, reafirma que aquella vivienda es de gente con dinero. Al llegar el ascensor espera por si viene alguien, nadie. Abre la puerta y se mira en el espejo. Marca el número de la planta y espera. El ascensor se pone en movimiento mientras mira su cara en el espejo pensando en las pregunta que va a hacerle cuando vea al sastre.