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Castillo Lestrade, Monte Curitiba
Summer, Isla de Skye, Mancomunidad de Lira
23 de octubre de 3029
Clovis Holstein salió de las sombras que cubrían el rincón de la biblioteca de Aldo Lestrade cuando el duque se dirigía al aparador en el que guardaba la cristalería. Aunque Clovis no hizo ningún ruido, el duque, como si presintiera las emociones que ardían en el pecho del enano, se volvió. Clovis se detuvo en seco.
—He venido en tu busca, duque Aldo Lestrade —declaró.
Lestrade se llevó bruscamente los puños a las caderas e hizo una mueca que anunciaba el preludio de un ataque de ira. Entonces, sus cejas se arquearon en una expresión burlona. El bajo y rechoncho duque echó atrás la cabeza y lanzó una estridente carcajada.
—¿Tanto me desprecia Morgan Kell, que te envía a ti para matarme? Lárgate antes de que te corra a bastonazos como a cualquier otro bicho.
—Morgan ni siquiera sabe que estoy aquí —dijo Clovis—. Si realmente quisiera verte muerto, te habría aplastado con su Archer hace meses. Le encantaría presenciar tu fin, por los distintos atentados que has organizado contra la vida de la Arcontesa. Pero, una vez desaparecido el duque Frederick, Morgan piensa que ya no eres una amenaza para nadie.
La jovial expresión de Lestrade se ensombreció y Clovis sintió un callado placer al presenciar aquel cambio. Sí, duque Lestrade, estoy enterado de la muerte del duque Frederick. Tengo acceso a información clasificada como alto secreto. Esto me da un valor desconocido a tus ojos, ¿verdad? Soy un misterio que hay que desentrañar antes de que me destruyas.
Lestrade frunció el entrecejo y caminó hasta un voluminoso aparador de madera para servirse una copa de brandy.
—La perdida del duque Frederick es un revés para mis planes, pero tiene escasa importancia. Alessandro Steiner está agonizando y Ryan, su heredero, necesitará un mentor político para liberarse del control de Melissa. Tal vez necesite diez o veinte años, pero estaré en mi lugar para ver cómo se hacen realidad mis planes.
Clovis se bajó la cremallera de la cazadora de los Demonios de Kell que llevaba puesta.
—Todos tus planes serán estériles —dijo, y una cruel sonrisa asomó a sus labios—. La misma excursión que mató a tu padre, te amputó el brazo izquierdo y te destrozó la cadera, también te mutiló de otro modo. La cirugía de recomposición hace maravillas, pero ni siquiera el mejor especialista de los Estados Sucesores pudo devolverte la capacidad de engendrar una dinastía, ¿no?
Lestrade palideció. Agitó el ambarino brandy en la copa y se lo bebió de un trago. Devolvió el color sanguíneo a sus mejillas, pero en sus ojos castaños permaneció la expresión de espanto.
—¿Cómo lo sabes? ¿Quién eres tú?
La risa de Clovis irritaba al duque; por eso, el enano lo castigó con ella sin piedad.
—¿Que cómo sé que fuiste castrado en aquella incursión? Ya llevo dos días en tu castillo y he examinado todos los datos de tu sistema informático. ¿Qué otra conclusión podría extraer del hecho de que uno de los mayores donjuanes de la Mancomunidad de Lira recibe dosis de testosterona de una docena de fuentes distintas? No has tenido ningún heredero y nunca has estado envuelto en ningún juicio de paternidad. Como he dicho antes, la cirugía de recomposición hace maravillas, pero hay algunas cosas que no puede recomponer.
Lestrade, ligeramente asustado, se sentó en un sillón de cuero verde y miró a Clovis, casi hipnotizado.
—¿Has roto mis medidas de seguridad? ¿Y has penetrado en el sistema de seguridad informático que yo mismo creé?
Clovis asintió con aires de suficiencia.
—Siento debilidad por esas cosas. Algunos dicen que lo he heredado. —La sonrisa del enano creció mientras echaba un vistazo a la oscura y cavernosa biblioteca, llena desde el suelo hasta el techo de estanterías abarrotadas de valiosos libros de tapas de piel—. En cuanto a tu otra pregunta, me ofende que no me hayas reconocido. No creía que me pareciese tanto a mi madre.
Lestrade entornó los ojos para observar mejor al enano en la penumbra de la habitación. Se echó atrás por un segundo, para volver a escudriñarlo de nuevo. Por último, se arrellanó en el sillón mientras una sonrisa de asombro se extendía por su rostro.
—¡Dios mío! ¿Es posible? Creía que ella había muerto en la incursión. Alguien me contó luego que entonces estaba embarazada… Antes, no me habría importado… —contempló su zurda de plástico, que llevaba a consecuencia de la incursión kuritana producida veinticuatro años atrás—. Después, habría dado el brazo derecho por su hijo. ¿Cómo se llamaba?
Clovis se echó atrás sus largos cabellos negros con un orgulloso movimiento de cabeza.
—Danica. Se llama Danica Holstein. Yo soy Clovis.
Una suave risa nació en el grueso pecho de Lestrade y creció hasta inundar toda la sala.
—¡Clovis! Un buen nombre, un nombre fuerte… Es el nombre de Clodoveo, el rey de los francos. Es un nombre de guerreros ilustres. Sí, sí… Clovis Lestrade. —Los ojos del duque relucían de sincero regocijo—. Clovis Lestrade… ni yo mismo habría encontrado un nombre mejor para ti.
—He venido en tu busca —le recordó el enano, poniendo los brazos en jarras. Lestrade asintió con entusiasmo.
—¡Claro que sí, mi muchacho! Has venido a buscar lo que yo te pueda dar, lo que podamos compartir. La Mancomunidad de Lira es una fruta madura que solo espera a que alguien, con coraje y sabiduría suficientes, la arranque del árbol. —Se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en las rodillas—. Ahora entiendo por qué has quebrado mi sistema de seguridad informático… ¡Por los dioses!, tienes que ser un hombre brillante. Ahora, mi pueblo tendrá a alguien que los dirija cuando yo muera.
—Yo tengo mi propio pueblo, padre.
El duque lo oyó, pero atribuyó un significado distinto a su tono de voz.
—Padre… —murmuró, paladeando con placer el sonido de aquella palabra—. ¿Cuántas veces he envidiado a otros hombres porque tenían hijos? Yo, un estratega sin igual, un líder político que es un dios en su propio reino y que, sin embargo, no tenía ningún heredero, ningún futuro sobre el que construir. Cuando veía a un inculto campesino manejando una cosechadora y con una docena de críos que lloriqueaban a su alrededor como una manada de perros callejeros, no podía comprender mi destino, pues sabía que Dios me había escogido para la grandeza.
»Ahora veo que todo tiene sentido. No me sorprende que tengas tus propios seguidores. Es simplemente natural. Veo en ti el fuego de los Lestrade. Puedes hablar con pasión y hacer que la gente te escuche. Puedes inflamar sus corazones y dirigirlos. ¿Cuántos seguidores tienes? ¿Dónde está tu base?
—Era un pequeña comunidad de Lyons. Se llamaba Nueva Libertad, y pereció cuanto tú ordenaste a los Demonios de Kell que abandonaran el planeta.
El duque frunció el entrecejo por unos momentos. El dolido tono de Clovis lo había confundido, pero sus sueños de grandeza le dieron nuevos ánimos.
—Lo lamento. Pero lo importante es que tú hayas sobrevivido. —El horror de perder al hijo que no había conocido le produjo un escalofrío—. ¿Tienes algún hijo? ¿Me has hecho abuelo?
—No, todavía no.
El duque lanzó una carcajada.
—Pero lo tendrás, Clovis. Lo tendrás. Te prepararé una boda que fortalecerá nuestros lazos con el Pacto de Tamar. Cuando tu hijo suba al poder, gobernará un reino tan extenso como la tercera parte de la Mancomunidad de Lira.
Clovis meneó la cabeza.
—Me temo que no has comprendido la razón de que yo esté aquí. Del mismo modo que tú mataste a tu padre, yo te mataré a ti. Pero antes quería que supieras quién soy, y que tu linaje de dementes acaba contigo.
La alegría de Lestrade se transformó en ira, pero entonces volvió a cambiar a calculada compasión. Dio un suave tirón a su zurda artificial, doblándola sobre su antebrazo. Del interior de la muñeca surgió el cañón de una pistola láser que apuntaba a Clovis.
—No soy tan estúpido como mi padre. Jamás voy desarmado.
Clovis se echó a reír.
—Como ya te he dicho, llevo dos días en el castillo. Descubrí tu pequeño truco gracias al ordenador y anoche, cuando te quitaste el brazo para dormir, descargué la batería.
Lestrade disparó la pistola, pero ningún rayo láser atravesó a Clovis. El duque se levantó del sillón y alzó su miembro de plástico y acero.
—¡No importa! ¡Tú no eres nada! ¡Te aplastaré! —Dio un paso hacia el enano, pero se llevó la mano al corazón. Cayó pesadamente de rodillas y se desplomó de bruces en el suelo.
Clovis se acercó y vio satisfecho que el aliento de su padre humedecía el frío suelo de mármol.
—Yo soy un Lestrade, padre. Llevo aquí dos días sin que me hayas visto. Podría haber permanecido una semana, un mes, o un año de haber sido necesario.
Levantó la cabeza del duque lo suficiente para que pudiera ver el aparador de las bebidas.
—Si actuara en mi propio nombre, o en el de la gente que fue asesinada por orden tuya en Nueva Libertad, te habría dado una muerte rápida. Pero, en el atentado que organizaste contra la Arcontesa, murió la mujer que amaba mi mejor amigo. Causaste un dolor inenarrable a Daniel Allard, un dolor que no se merece. Por eso decidí destruirte. La única razón por la que me has visto esta noche, padre, es que ibas a beberte el brandy que envenené en cuanto llegué aquí. Sólo quería ver tu cara cuando comprendieras que tu muerte significaba tu fracaso total y absoluto.
Clovis volvió a dejar la cabeza del duque sobre el frío suelo y se fue para que Aldo Lestrade muriese muy, muy solo.