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Elgin
República Ubre de Tikonov
21 de julio de 3029
El coronel Pavel Ridzik, Señor Supremo de la República Libre de Tikonov, se mesaba su rojiza barba mientras pugnaba por controlarse. Lanzó una mirada asesina al hombre alto, atractivo y de cabellos oscuros que, últimamente, consideraba como su «guardián».
—Pero, general Sortek —dijo, esforzándose por hablar en un tono distendido—, me es contraproducente mover mis naves de sus posiciones de custodia de los puntos de salto de Acamar, Terra Firma, Carver y Pólux. Me parece especialmente arriesgado trasladar la de este último punto, a causa de la amenaza de un contraataque de Marik.
Ardan Sortek sonrió de un modo que a Ridzik le pareció decididamente paternalista.
—Comprendo sus recelos, coronel, pero tal vez no he sido lo bastante claro. Yo le formulo unas peticiones. El príncipe Hanse Davion imparte órdenes. Y sus órdenes son, en pocas palabras, que deje sin tropas esos puntos de salto. No ha dado ninguna razón y sólo espera que se le obedezca.
Ridzik se arrellanó en su sillón de cuero rojo y juntó las yemas de los dedos. No soy tan estúpido como para creerme eso, Sortek. He visto su cambio de actitud desde que recibió aquel mensaje de la Federación de Soles. Ha estado nervioso y preocupado desde entonces. Sé lo que está pasándole por la cabeza, y lo utilizaré en nuestro pequeño juego.
—Su Príncipe exigió que yo atacara la Liga de Mundos Libres y lo he hecho. Mis tropas se han comportado de manera excelente, pero porque luchan por mí y por una Tikonov libre. Su Príncipe prometió que las zonas ocupadas de la Comunidad de Tikonov volverían a quedar bajo mi mando si yo cumplía sus órdenes. Y, aunque así lo he hecho, siguen sometidas a la ley marcial y están en manos de usted.
Ardan se echó a reír y meneó la cabeza con gesto burlón e incrédulo.
—Vuelve a tratar de relacionar dos temas distintos. Ya dispone de control administrativo sobre la mitad de los planetas que hemos conquistado. Mantenemos guarniciones en aquellos mundos en los que usted no querría desperdiciar sus preciosas tropas con ridículas rebeliones. Nuestra presencia hace que su gobierno sea aceptado de mejor grado, y lo sabe. —El delegado de Hanse Davion señaló el enorme mapa que colgaba de la pared de Ridzik—. Además, mi querido coronel, no hemos exigido nada ni reclamado los mundos que ha conquistado en su campaña. Creo que hemos cumplido de sobra nuestra parte del trato.
Ridzik dio un puñetazo sobre su pesado escritorio de madera.
—¡Sabe tan bien como yo que no estamos discutiendo sobre el control de una docena de planetas irrelevantes! Estamos hablando sobre el planeta. ¿Cómo puede tener alguna credibilidad la República Libre de Tikonov, si ustedes todavía tienen en su poder la joya de mi reino? Tikonov ha sido siempre el núcleo de la Comunidad, pero ustedes me lo niegan. ¡Si Hanse Davion quiere tener esos mundos libres de tropas, yo quiero Tikonov!
—No está en posición de plantear exigencias, coronel —replicó Ardan, con el rostro enrojecido de furia—. Mi Príncipe le niega Tikonov, pero también podría negarle otras cosas que le dolerían aún más. —Con un amplio gesto, abarcó todo el suntuoso despacho y los marcos dorados que rodeaban las escenas míticas pintadas en paredes y techo—. Mi Príncipe podría cortar el chorro de miles de millones de billetes C que suministra semanalmente a sus arcas. ¿O prefiere tal vez que cesen nuestros envíos de municiones?
Ridzik sintió un fuerte dolor en el pecho al oír que Sortek lo amenazaba con poner fin a la ayuda económica y militar que le prestaba la Federación de Soles. Levantó las manos y se esforzó por sonreír.
—¡Vamos, vamos, general Sortek! No es necesario que…
—Sí lo es, coronel Ridzik —lo interrumpió Sortek con un enérgico ademán—. Ya dije a Hanse que algún día llegaríamos a este extremo. Yo no soy ningún diplomático, que pueda acariciarlo a usted con una mano mientras lo empujo con la otra. Yo hablo en serio y no soporto dar vueltas alrededor de matices y sensibilidades. Usted y yo somos militares. No necesitamos los engaños y las falsas cortesías que emplean los diplomáticos.
—En efecto, coronel —susurró Ridzik en tono gélido e hinchando las aletas de la nariz. Luego abrió los brazos cordialmente—. Por favor, sea sincero. Estoy seguro de que la opinión que tenga de mí me será esclarecedora.
—Más le vale, coronel. Ha estado comportándose como un dictador engreído que se cree el socio indispensable de esta pequeña alianza. Pues bien: lamento tener que reventar la burbuja que ha hinchado, pero eso no es cierto. No le negaré (¡diablos!, soy el primero en admitirlo) que es un estratega bueno, incluso grande. Sin embargo, y ahí tiene el ejemplo de Frederick Steiner de la Mancomunidad de Lira, eso no significa que sea un genio de la política.
Ardan sonrió al ver que Ridzik apretaba los puños.
—¡Adelante, enfádese! —prosiguió—. Pero comprenda antes unos datos básicos. Usted sabe que sus planetas no pueden resistírsenos si nos decidimos a conquistarlos. Sabe que no tiene ninguna base para presentar exigencias a Hanse Davion, ni auténticos motivos para esperar que él baile a la música que usted toque. Y lo que es más importante de todo: sabe que es una marioneta y ya es hora de que recuerde quién mueve los hilos.
¿Cómo se atreve? Los oscuros ojos de Ridzik centellearon con una furia desbocada. ¿Se cree que su status como perro guardián de Davion lo protegerá, estando tan lejos de su amo? Esto es territorio hostil, Sortek. Aquí pueden suceder cosas extrañas.
—Muy bien, general Sortek —repuso Ridzik, controlando su ira—. Ya ha dicho lo que tenía que decir. Acataré la orden del príncipe Hanse Davion y abandonaré esos mundos. —Titubeó mientras buscaba las palabras adecuadas—. También le agradezco su franqueza. Ahora sé cuál es exactamente mi posición y tomaré medidas para no intentar actuar por mi cuenta nunca más.
Ardan Sortek inclinó la cabeza, dio media vuelta y salió de la habitación. Ridzik acariciaba un pisapapeles de cristal mientras Sortek cruzaba la puerta, pero resistió la tentación de arrojárselo. Lo dejó en la mesa con todo cuidado, se levantó de la silla y empezó a pasearse.
Sí, general, me ha dicho exactamente cuál es mi posición. Y, al hacerlo, ha estrechado mi abanico de opciones, hasta que sólo quedara una. Se detuvo ante el mapa clavado en la pared y examinó los cuatro planetas que, según las órdenes de Hanse Davion, debían quedar libres de naves defensoras en sus puntos de salto. Dibujan una línea nítida a través de mi territorio y forman un camino desde Tharkad a Nueva Avalon. ¿Quién podría recorrer esa ruta?
Ridzik lanzó una carcajada.
—¿Eres un loco sentimental hasta tal punto, Hanse Davion? ¿Tanto deseas tener a tu esposa a tu lado en vuestro primer aniversario que no te importa poner en peligro mis sistemas estelares? La gente hace muchas tonterías cuando está enamorada. Por eso he evitado yo esa clase de enredos.
Ridzik dio un golpecito sobre el punto del mapa que representaba Terra Firma. La emboscada habrá de tenderse aquí. Nos aseguraremos de que haya un escape de helio en la Nave de Salto que estará esperando a Melissa para llevarla a su amado. Desviaremos la nave hacia el planeta… No, sería mejor trasladarla a una de mis naves en el punto de salto. Los diplomáticos que viajen con ella no querrán arriesgarse a causar una afrenta a mi dignidad rechazando mi propuesta de ayuda. Entonces la tendré en mi poder y la trataré con todo miramiento. En cuanto Hanse me haya dado todo lo que quiero, en cuanto me haya devuelto lo que es mío por derecho, le devolveré su mujer.
Ridzik se revolvió al oír que alguien llamaba con suavidad a la puerta.
—Sí, ¿qué pasa?
Un cabo abrió la puerta y entregó al coronel una caja estrecha, atada con una cuerda.
—La hemos examinado, señor —le informó—. No contiene nada peligroso. Va dirigida a usted con la indicación: «personal».
Ridzik sonrió y leyó rápidamente la insignia del uniforme en la que constaba el nombre del cabo.
—Gracias, Borosky —respondió. Recogió el paquete, pero esperó a que se cerrara la puerta antes de dirigirse al escritorio y tomar asiento.
Sonrió para sus adentros y sintió que una aguda excitación bullía en su espíritu. Siempre le habían gustado las sorpresas. En aquellos momentos, se sentía como un niño en el día de Reyes. Quitó la cuerda y abrió la caja.
El corazón le dio un brinco en el pecho. ¡Oh, debo de haber sido un niño muy bueno este año! Sobre un lecho de algodón había una hoja de papel de color verde claro, que reflejaba los tonos del arco iris en su reluciente superficie. La cogió por las esquinas y la sacó de la caja. Reconoció de inmediato la caligrafía y la impresión que sintió hizo que fuera insignificante la presencia en la caja de la llave magnética de una habitación de hotel.
La nota verígrafiada temblaba entre sus manos. Apenas podía creer lo que leía: «He huido de su lado. Ahora estaré contigo para siempre». Aunque no necesitaba verificarla, miró al trasluz los sellos holográficos marcados e imbricados en el papel. Vio el hermoso rostro de una joven mujer, de largos cabellos negros, que lo miraba sonriente.
Ridzik se arrellanó en el sillón. ¡Increíble! ¡Es perfecto! Sonrió como un gato con la panza llena de leche. Elizabeth Jordan Liao abandona a su marido y se une a mí. Esto me dará una fuerza política aún mayor en las áreas ocupadas por Davion. Podría obligarlo fácilmente a dar más concesiones, porque la influencia de Elizabeth podría convertirse en una pesadilla que siguiera rigiendo esos mundos.
Una sospecha abrió una herida en su felicidad, pero la desdeñó. El verígrafo demuestra que escribió la nota. La imagen holográfica está grabada en la capa del papel al procesarlo. Si se separan las capas para cambiar el mensaje, se destruye el original. No puede falsificarse un mensaje como éste. Volvió a contemplar la imagen. No importa lo bueno que fuera un muñeco o un doble; el verígrafo demostraría su falsedad. Conozco demasiado bien esos labios y esa garganta para que puedan engañarme. Ella está aquí. La haré mi consorte y, de un único y hábil golpe, daré una puñalada en el corazón a Maximilian y causaré una tremenda consternación al príncipe Hanse Davion. Luego mataré al amigo de Davion y raptaré a su mujer.
Ridzik recogió la llave magnética y reconoció de inmediato el emblema del hotel. Elizabeth, siempre has tenido unos gustos muy extravagantes. Sonrió y guardó la tarjeta en el bolsillo interior de la chaqueta. Primero una conquista, luego otra. Es una pena, Ardan Sortek, pero no estarás aquí para presenciar el final de la venganza de esta marioneta.
Tras haber cambiado su uniforme por un traje civil, Ridzik se dirigió al hotel Percheron. Ni siquiera la llovizna podía apagar el fuego de su entusiasmo. Recordó la última vez que habían estado juntos, en la Tierra, durante los festejos de boda de Hanse y Melissa, y su sonrisa se ensanchó. Si esta noche somos la mitad de apasionados, la bienvenida será realmente apoteósica.
Siempre preocupado por la seguridad, Ridzik había logrado averiguar que la llave magnética pertenecía a la habitación 1145. La persona registrada era una tal Beth Geordana. No sólo era un nombre muy similar al que ella había tenido de soltera, sino que Ridzik recordó que ella había mencionado en una ocasión, durante un cariñoso interludio, que había escrito algunos poemas con aquel pseudónimo.
Ridzik avanzó hacia la entrada lateral del hotel, evitando las brillantes luces de la puerta principal. Ella le había dicho que la Revista Nacional de Poesía había rechazado los poemas porque eran demasiado forzados y comerciales. Cuando los editores le sugirieron que redactara textos para tarjetas de felicitaciones, Elizabeth los envió a Corazón Desnudo. «Mi querido Pavel, fue lo mejor que pude haber hecho por ellos», le había comentado. Ridzik recordó cómo la luz del hogar le acariciaba la garganta mientras explicaba su razonamiento: «¿cómo podrían haber liberado todo el potencial de su arte, sin haber sufrido en carne propia?».
Ridzik era consciente de que no podía amarse a una mujer como aquella, pues un vínculo emocional limitaría su libertad de acción. No rechazaba la atracción sexual, y quizás existiese un cierto afecto entre ambos, pero era su ansia de poder lo que los atraía mutuamente. Ella me dejará de lado en cuanto tenga lo que quiere de mí, o yo de ella. Sólo he de asegurarme que sea yo quien lo consiga antes.
El botones no necesitó ninguna explicación para acordarse de la señorita Geordana. La describió como una mujer alta y delgada, con un rostro arrebatadoramente hermoso y unos largos y sedosos cabellos pelirrojos. Ridzik sonrió, pues sabía que se había teñido el pelo del mismo color que el suyo, como una señal de identificación.
Entró en el hotel, pasando inadvertido entre un grupo de clientes, y pasó con ellos al ascensor. No prestó atención a su charla y dio gracias a que llegara el piso undécimo antes de que perdiera el control y pegara un tiro a uno de ellos por ser tan aburrido. No dejes que un idiota te estropee la noche. Búscalo mañana y ordena que lo maten, pero esta noche es para ti y Elizabeth.
Llamó suavemente a la puerta y deslizó la llave magnética en la ranura. Mientras esperaba a que se abriese la puerta, recordó su primera visita a un burdel, cuando no era más que un recluta de la Academia. Entonces era un chico torpe y nervioso, y temía más a la mujer que al ridículo que haría ante mis compañeros si no me atrevía a pasar por todo aquello. Se esforzó por sonreír con confianza. Aquello pasó hace mucho tiempo y fue el fin de una etapa de mi vida.
El cerrojo se descorrió y Ridzik entró en la habitación a oscuras. Tres velas en cada una de las dos mesitas de noche, iluminaban con su mortecina luz el amplio lecho doselado. Ella se encontraba más lejos, de pie; su silueta era delineada por el claro de luna que penetraba por la ventana. La blanca luz atravesaba su diáfano camisón y excitaba a Ridzik dejando entrever eróticamente su esbelto cuerpo. Sus cabellos, rojos sólo allí donde los alcanzaba el resplandor de la luna, formaban un negro velo que le cubría la espalda.
Ridzik tragó saliva. Sintió que crecía su deseo de poseerla y, por un fugaz momento, se preguntó si una mujer de tanta categoría no sería una consorte apropiada. Cerró la puerta, se quitó el abrigo y lo dejó sobre una silla.
—He venido, Elizabeth.
La mujer se apartó de la ventana y en su diestra apareció la pistola de dardos que tenía oculta en el alféizar. Antes de que Ridzik pudiese reaccionar, la levantó y disparó. Ridzik oyó un silbido y notó una fuerte punzada. Miró hacia abajo y vio una fina jeringuilla plateada, clavada en la porción superior izquierda de su tórax.
Antes de que pudiese concebir una pregunta y formularla a viva voz, sus piernas cedieron bajo el peso de su cuerpo. Se desplomó con un ruido sordo, arrastrando en su caída la silla sobre la que había dejado el abrigo. Intentó ponerse en pie, pero su cuerpo se negó a obedecer sus órdenes. ¿Qué es lo que me está pasando?
La mujer lo agarró por los cabellos y le tiró de la cabeza hacia atrás. Estaba tumbada en la cama y sobresalía del borde lo suficiente para alcanzar la cabeza de Ridzik y permitirle ver su generoso escote. Sus cabellos pelirrojos caían hacia el alfombrado suelo y mantenían su rostro sumido en sombras.
—¡Vaya, si es mi viejo amigo, Pavel Ridzik! —exclamó.
Se llevó la zurda a la cabeza y se quitó la peluca de un tirón. Las velas proporcionaron a Ridzik la luz suficiente para poder reconocerla. Su mandíbula tembló cuando intentó hablar, pero la feroz sonrisa de la mujer le quitó todos sus deseos de decir nada.
—Sí, Pavel. Soy la que enviaron hace seis meses para matarte. Lograste escapar de la bomba que había dejado para ti, lo cual me dejó en una situación bastante poco airosa. Tuve que abandonar el servicio y comenzar a trabajar por libre. —Se humedeció los labios y meneó la cabeza—. Una vida demasiado desagradable para una chica tan buena como yo, ¿no crees?
Movió la cabeza de Ridzik arriba y abajo, simulando que asentía a sus palabras.
—Por fortuna —continuó—, la mujer que me ha contratado tiene un gusto exquisito y una poco usual capacidad de saber lo que quiere y cómo obtenerlo. En este caso, quiere verte muerto.
»La droga que te he inyectado —añadió con frialdad científica— ha dejado inertes todos tus músculos voluntarios. Es un producto excelente, pues desaparece sin dejar rastro al cabo de unas doce horas… Claro que a ti te es igual. De todos modos, aliviará un poco el dolor.
Soltó la cabeza de Ridzik, saltó de la cama y lo incorporó. Lo tumbó sobre el lecho, lo giró boca arriba y le cruzó los brazos sobre el corazón.
—Veamos, ¿qué más deseaba dama Romano que te dijera? —Miró al techo y sonrió—. Dijo que quería que supieras que es cierto que Elizabeth fue la autora del verígrafo. Ya sabes que nadie puede falsificar uno. Al menos, no en la Confederación de Capela, aunque hay rumores de que están haciéndose experimentos en la Federación de Soles. Pero esta noticia no te afecta. En cualquier caso, Romano dijo que Elizabeth creó el verígrafo después de que Romano le prometiese que le permitiría acudir a tu lado si renunciaba a toda pretensión al trono. Luego, por supuesto, Romano ordenó que la mataran.
Ridzik sintió un nudo en la garganta. ¡No! ¡Es imposible! No puede estar sucediendo esto. ¡Yo soy Pavel Ridzik!
La asesina le sonreía mientras llenaba una jeringuilla con un líquido de color claro.
—Quiero que sepas que, en circunstancias normales, no utilizaría esto con una persona de tu categoría en los Estados Sucesores, pero dama Romano fue bastante meticulosa. De hecho, se sentiría molesta si supiera que voy a inocularte una dosis tan alta, pues te dejará un poco insensible.
»Esta sustancia ha sido elaborada en el Condominio Draconis —explicó mientras le buscaba la arteria carótida— y es utilizada con los traidores al Estado. Al parecer, ataca sólo las neuronas y las corroe como si las hundieras en un baño de ácido lento.
Ridzik apenas sintió el pinchazo de la aguja en el cuello.
—Dicen que te matará en sólo cinco horas, coronel —prosiguió la mujer—, pero la agonía hará que te parezcan cinco siglos.
Sonrió dulcemente, se inclinó sobre él y le dio un apasionado beso en la boca. Luego le acarició la mejilla de un modo que Ridzik sintió que le ardían todos los nervios.
—Lamento dejarte de este modo, coronel, pero tengo que mantener mi reputación, y has estado viviendo con tiempo prestado desde que escapaste a mi bomba. —Se irguió y le guiñó el ojo—. Dicen que, con suerte, podrás tragarte la lengua antes de que el dolor sea demasiado intenso.
Su risa burlona y el chasquido de la puerta al cerrarse detrás de ella, fueron los últimos ruidos que oyó Pavel Ridzik… a excepción de sus propios gemidos.