AVERY |
Avery nunca había visto la iglesia de San Martín, en la planta 947, tan abarrotada como la mañana del funeral de Eris. El funeral de Eris… Era casi imposible de creer, incluso para Avery, que la había visto morir.
La iglesia estaba poco iluminada y teñida de negro, llena de dolientes con sombrías vestimentas. El único punto de color era el derroche de flores blancas que rodeaba el féretro de madera pulida que estaba frente al altar y la pantalla colocada a su lado, en la que se veían fotografías de Eris. Se trataba de estirados retratos de estudio que su madre debía de haberla obligado a hacerse, no de los selfis espontáneos con los que Eris llenaba sus agregadores.
«Eris habría odiado todo esto», pensó Avery, entre el llanto y la risa. Era lúgubre y demasiado tradicional, todo lo contrario que ella, siempre efusiva y vital.
Tenía tantos recuerdos de Eris… Jugando a disfrazarse cuando eran pequeñas; peleándose por el vestido de princesa que cambiaba de color cuando se agitaba la varita mágica. Aquella vez que, en séptimo curso, estaban las dos horrendas después de cortarse el pelo estilo casco; la noche que habían bebido cerveza por primera vez y Eris había colado a Avery en su casa para después sujetarle la cabeza con aquel mismo corte de pelo mientras se pasaba la noche vomitando. Riéndose por lo bajo en clase de latín porque todas las palabras de sus traducciones sonaban obscenas. Aquella vez que habían huido juntas a Londres para pasar el fin de semana, solo porque Eris afirmó estar «aburrida de Nueva York».
Sin embargo, los últimos tiempos habían sido difíciles para Eris y, de repente, Avery deseó haberla apoyado más. Eris la necesitaba de verdad, pero Avery había estado demasiado sumida en su propio drama con Atlas, Leda y Watt como para hacer algo más que montarle una fiesta de cumpleaños. E incluso aquello había acabado siendo un desastre.
Al menos, Eris había sido feliz las últimas dos semanas con aquella chica de los niveles inferiores con la que se veía. Avery se preguntó dónde estaría la chica, si se encontraría allí aquella tarde. Ojalá la hubiera conocido. Eris ni siquiera había llegado a decirle su nombre.
Avery miró a su alrededor desde su privilegiada posición al frente de la iglesia. Daba la impresión de que habían acudido todas las personas que conocían a Eris, todos sus compañeros de clase y sus profesores, los padres de sus amigos y los amigos de sus padres. Había visto a Watt en la parte del fondo, con la mirada tan esquiva como ella, aunque no habían hablado desde la noche de la tragedia. Los demás amigos de Eris estaban sentados en el banco que tenía detrás: Jess, Risha, e incluso Ming… Y Leda, por supuesto, cuya mirada no dejó de atravesar la espalda de Avery en ningún momento. La familia de Eris estaba sentada en el primer banco: su madre, que llevaba un vestido negro de crepé que no era del todo adecuado para un funeral, aunque nadie se atrevería a decírselo; su tía Layne, que había volado desde California; y, para sorpresa de Avery, Everett Radson y su anciana madre. La abuela Radson miraba al frente con una expresión indescifrable. Llevaba encima más diamantes de los que Avery había visto jamás en una sola persona, como si pudiera compensar con quilates lo que le faltaba de juventud. A su lado, el señor Radson sollozaba en un pañuelo bordado con sus iniciales.
Avery quería estar enfadada en nombre de Eris. No le parecía bien que aquel hombre la hubiera abandonado en vida para después parecer apesadumbrado ante su muerte. Sin embargo, no lograba enfurecerse con un hombre tan destrozado por la pena.
Avery y su familia estaban en el segundo banco, detrás de los Dodd-Radson, un lugar de honor sorprendente teniendo en cuenta que Eris había muerto en la fiesta de Avery. Pero los padres de Eris no la culpaban por lo sucedido; no podía decir lo mismo de sus propios padres, que apenas si eran capaces de mirarla. Sus rostros seguían pálidos por la conmoción. Al lado de Avery estaba sentado Atlas, tan guapo como siempre a pesar del traje oscuro. No dejaba de intentar mirarla a los ojos, pero ella estaba decidida a no apartar la vista de la pantalla, que seguía mostrando los estirados retratos de su amiga muerta.
—Porque nada hemos traído al mundo, así que nada podemos llevarnos de él…
«Nada, nada, nada…». La palabra le retumbaba en la cabeza con un sordo eco. Avery sabía mucho sobre esa palabra, puesto que justamente eso, nada, era lo que había hecho por Eris. No le había contado a nadie la verdad sobre la muerte de su amiga, ni siquiera a Atlas.
La verdad no cambiaría las cosas, así era como lo racionalizaba. No le devolvería la vida a Eris. Sin embargo, Avery era consciente de que esos pensamientos eran cobardes e interesados, y se odiaba por albergarlos.
Tras la caída de Eris —hacía tan solo tres noches, aunque parecía que hubiese transcurrido toda una vida—, Avery había interrumpido bruscamente la fiesta y había llamado a la policía, que había llegado a la escena casi al instante. Había conducido a los agentes a la azotea y les había explicado, con voz temblorosa, que había descubierto aquel lugar y que había llevado allí a unos cuantos amigos para enseñarles las vistas. Los cuatro habían pasado por un interrogatorio y, como habían acordado, todos se habían ceñido a la historia de Leda: Eris estaba borracha y había resbalado.
A Avery le sorprendía un poco lo fácilmente que habían aceptado su mentira. Nadie pidió ninguna prueba ni presentó cargos. Aunque consideraba que lo justo habría sido que ella tuviera que rendir cuentas por abrir la azotea, la única consecuencia era que el personal de mantenimiento la había sellado para siempre; eso, y todas las miradas, que eran ahora incluso peores que antes: «Es increíble que Avery Fuller fuese tan imprudente como para permitir que sus amigos borrachos subieran a la azotea —susurraban—. Qué tragedia».
El enorme órgano de la iglesia empezó a tocar, y todos se levantaron para cantar un himno fúnebre. Avery cogió el anticuado libro de himnos —no era de esas iglesias que proyectaban las palabras en las lentes, como la suya— e intentó seguir la canción a pesar de la ronquera. Sostenía el libro con la mano derecha, pero la izquierda, la que estaba al lado de Atlas, la dejó suelta junto al costado. Él le rozó el meñique con el suyo con mucho cuidado, en un gesto de apoyo silencioso.
Avery no le prestó atención. Notaba que Leda la observaba desde la fila de atrás, como si quisiera desafiarla a poner a prueba sus límites.
No sabía qué hacer con Atlas. Lo quería tanto que le dolía; sentía por él un amor que saturaba todas las fibras de su ser, pero su historia se había complicado bajo el peso de la tragedia y la pena.
No podían huir, no mientras Leda supiera la verdad. Antes no habría pasado nada, ya que sus padres se habrían inventado alguna historia, una forma de darle la vuelta a todo, como habían hecho el año anterior, tras la desaparición de Atlas. Sin embargo, si se iban ahora, Avery sabía que Leda sacaría su secreto a la luz en cuanto se largaran. Y no iba a permitir que sus padres pasaran por eso. Atlas y ella debían quedarse, al menos hasta que encontraran la forma de averiguar cómo controlar a Leda.
«Un secreto a cambio de otro», pensó con sarcasmo. Sí, conocía un secreto de Leda para contrarrestar el hecho de que Leda supiera lo de Atlas y ella, pero ¿cuánto tiempo duraría aquel endeble equilibrio?
Todo había cambiado. La época anterior a la muerte de Eris era como otra vida, otro mundo. Aquella Avery había desaparecido, aquella Avery estaba rota, y una nueva Avery más dura y crispada había surgido de sus fragmentos.
Allí de pie, incapaz siquiera de llorar la pérdida de su amiga, supo que jamás volvería a sentirse segura mientras Leda siguiera cerca.