ERIS |
«Me voy a casa», informó Eris a Cord con un parpadeo, sin molestarse en aguardar su respuesta. El apartamento ya había empezado a vaciarse, ahora que la fiesta se iba disolviendo de forma paulatina; los invitados, en solitario o por parejas, regresaban a sus casas haciendo eses. Allí donde miraba, Eris veía los restos de una noche épica: copas desperdigadas, complementos de disfraces perdidos y alucindedores rotos.
No entraba en sus planes quedarse hasta tan tarde, pero, revoloteando de grupo en grupo, había perdido por completo la noción del tiempo. Ignoraba dónde se encontraba Cord y, de repente, se sentía demasiado agotada como para ponerse a buscarlo. Lo único que le apetecía era una ducha de vapor higienizante y sus sábanas de mil hilos.
Mientras se encaminaba a la puerta, Eris consultó distraídamente sus mensajes y descubrió, sorprendida, que se había perdido varios toques de casa. Según la marca de tiempo, los había recibido un par de horas antes (cuando estaba en la pista de baile; recordaba haber movido la cabeza de un lado a otro, ignorándolos), pero en aquel momento no se había dado cuenta de que las llamadas eran de sus padres. Se preguntó qué habría ocurrido.
Cuando llegó a su apartamento, en la 985, abrió la puerta tan despacio como le fue posible, con los zapatos negros en una mano y el bolso en la otra. Supo que algo andaba mal nada más poner un pie dentro. Las luces estaban al máximo, y de la sala de estar procedía un espantoso sonido estrangulado. «Ay, Dios». Era su madre, que estaba llorando.
Los zapatos produjeron un estrépito atronador cuando Eris los soltó de golpe y los dejó caer al suelo.
—¿Eris? —Caroline, hecha un ovillo en el diván, levantó la cabeza.
Vestida aún con el traje de noche, su figura parecía un estilizado signo escarlata de interrogación sobre el fondo blanco de los cojines.
Eris corrió hasta donde se encontraba su madre y la estrechó con fuerza entre sus brazos. Pensó de repente en cuando era pequeña y sus padres volvían a casa de alguna fiesta. Eris oía el golpeteo de los tacones de su madre en el pasillo, un sonido que siempre le había resultado curiosamente reconfortante, y, sin importar lo tarde que fuese, Caroline siempre se acercaba a acariciarle el pelo y a contarle todas las cosas de adultos, tan mágicas y maravillosas, que había visto esa noche. ¿Cuántas veces se habría quedado dormida así, arrullada por la voz de su madre?
—No pasa nada —dijo Eris en voz baja, aunque saltaba a la vista que eso no era cierto.
Nerviosa, su mirada revoloteó de un rincón a otro del apartamento. ¿Dónde se había metido su padre?
—Sí, sí que pasa. —Caroline respiró hondo y se echó hacia atrás para mirar a Eris directamente a los ojos. Sus lágrimas, teñidas de rímel, eran como negros arroyuelos que descendían por sus mejillas—. Lo siento muchísimo.
—¿Qué ha pasado? —Con un movimiento más brusco de lo que pretendía, Eris se apartó de su madre para sentarse con los hombros erguidos—. ¿Dónde está papá?
—Se ha… ido. —Caroline agachó la cabeza y clavó la mirada en las manos, crispadas sobre el regazo, entre los arrugados pliegues de su espléndido vestido carmesí.
—¿Cómo que se ha ido?
—¿Recuerdas la prueba de ADN que te han hecho hoy?
Eris asintió con la cabeza, impaciente. Por supuesto que se acordaba; la habían sometido a un montón de pruebas: le habían tomado muestras de saliva, había tenido que orinar en un tubo y había firmado tantos documentos de papel anticuado con un bolígrafo de tinta de verdad que, por la falta de costumbre, se le habían terminado agarrotando los dedos.
Sin decir nada, la madre de Eris dio unos golpecitos en la mesa de centro que, como todas las demás superficies del apartamento, poseía las propiedades de una pantalla táctil. Le bastaron unos rápidos movimientos para seleccionar un archivo adjunto de su lista de mensajes. Eris se inclinó hacia delante para verlo mejor.
Allí estaba su ADN, en todo su esplendor, con sus cadenas pintadas de un rosa chicle poco realista, pero Eris no tardó en desentenderse de todo aquello para concentrar la mirada en el batiburrillo de tecnicismos y diagramas de columnas que aparecían al pie de la imagen. Aunque sabía que habían comparado su ADN con el de su padre, el cual constaba ya en los archivos, le costaba procesar lo que estaba viendo ahora. ¿Qué tenía que ver todo aquello con ella?
Le llamó la atención una línea solitaria, abajo del todo (índice de coincidencia: 0,00%), y extendió una mano para no caerse. Un feo y persistente presentimiento comenzaba a formarle un nudo en la garganta.
—No me lo creo. —Se sentó aún más recta, elevando la voz—. Los del laboratorio han debido de equivocarse con la secuencia. Tendremos que enviarles un mensaje y pedirles que repitan los análisis.
—Ya lo han hecho. No se han equivocado.
Era como si su madre estuviera dirigiéndose a ella desde muy lejos. Como si Eris se encontrase sumergida en el agua, o enterrada bajo una montaña de arena.
—No —repitió obstinadamente la muchacha.
—Es verdad, Eris.
El tono de voz de Caroline era tan decidido que Eris notó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Entonces comprendió por qué los ADN no coincidían, por qué su madre no se mostraba más sorprendida. Porque el padre de Eris, después de todo, no era su padre.
Su madre le había sido infiel y había conseguido guardar el secreto durante los últimos dieciocho años.
Eris apretó con fuerza los párpados. Esto no estaba pasando. Era imposible. Si dejaba los ojos cerrados, se desvanecería, como un sueño desagradable.
Cuando su madre extendió una mano hacia ella, Eris se levantó de golpe y, al hacerlo, volcó la mesa de centro. Ninguna de las dos le prestó la menor atención, sino que se quedaron mirándose sin pestañear, madre e hija, tan dolorosamente parecidas… y, sin embargo, a Eris le dio la impresión en ese momento de que eran dos perfectas desconocidas.
—¿Por qué? —pronunció, pues aquella era la única pregunta que su mente consiguió procesar—. ¿Por qué me has engañado durante todo este tiempo?
—Ay, Eris. No pretendía… tú no tenías nada que ver en…
—¿Lo dices en serio? ¡Pues claro que tengo algo que ver!
Caroline hizo una mueca.
—No me he expresado bien. Es que… pase lo que pase entre Everett y yo… tú no tienes la culpa de nada.
—¡Eso ya lo sé, porque la culpa es toda tuya!
Ninguna de las dos dijo nada durante un rato. El silencio posterior le martilleó los tímpanos a Eris.
—¿Adónde ha ido papá? —preguntó al fin Eris—. ¿Cuándo piensa volver?
—No estoy segura. —Su madre suspiró—. Lo siento, Eris.
—¡Deja de repetir siempre lo mismo! —replicó Eris, a voz en cuello.
No podía evitarlo; no quería escuchar más disculpas de labios de su madre. Cuando descubres que la persona en la que más confiabas del mundo se ha pasado toda la vida mintiéndote, las excusas no significan nada.
Su madre se quedó tan inmóvil como una estatua.
—Sé que esto es muy duro para ti y que debes de tener un montón de preguntas. Estoy aquí para responder a…
—Que te den por culo, a ti y a tus explicaciones de mierda —la interrumpió Eris, pronunciando muy despacio cada palabra.
Su madre se inclinó hacia atrás, consternada y dolida, pero a Eris no le importó. Estaba barajando mentalmente todos los recuerdos que conservaba de ella: de cuando Caroline iba a despertarla antes de salir para la escuela elemental, pero acababa acurrucándose con ella en su cama y quedándose dormida otra vez, hasta que el padre de Eris las despertaba a ambas y decía, en broma, que sus chicas estaban hechas dos bellas durmientes. De todas las Navidades en las que habían preparado galletas para Papá Noel, que dejaban al pie del árbol aunque por dentro estaban prácticamente crudas. Su padre había seguido zampándoselas de madrugada incluso mucho después de que Eris se enterase de que Papá Noel no existía. De todas las vísperas de su cumpleaños, cuando Caroline se inventaba una inexistente cita con el médico para que Eris no fuese a la escuela: se la llevaba de compras, le dejaba elegir sus regalos y luego se iban a tomar el té a la tienda de Bergdorf. «Tu madre sí que es guay», le decían siempre las demás niñas, porque a ellas nunca les permitían saltarse las clases solo por diversión, a lo que Eris respondía, entre risas: «Sí, ya lo sé, es la mejor».
Ahora todo le parecía una farsa. Cada gesto, cada «te quiero»; todo quedaba teñido por la inmensa y espantosa mentira sobre la que se sustentaba su vida. Eris pestañeó, confundida, con la mirada puesta en el familiar semblante de su madre.
—Así que lo sabes desde que nací —dijo con amargura.
—No. No estaba segura. —Su madre tenía los ojos anegados en lágrimas, pero consiguió contenerlas—. Siempre pensé… esperaba… que fueses de Everett. Pero nunca lo supe a ciencia cierta, hasta ahora.
—Entonces, ¿por qué narices dejaste que me hicieran esa prueba de ADN?
—¿Crees que te habría dejado ir si hubiera sabido que iban a hacerte esa prueba? —replicó su madre, gritando.
Eris no sabía qué decir. No entendía cómo su madre podía haberle hecho algo así a ella, a su padre, a su familia.
—Por favor, Eris. Me gustaría arreglarlo —empezó Caroline, pero Eris negó con la cabeza.
—No me dirijas la palabra —dijo, despacio, y le volvió la espalda.
Trastabillando, Eris se las apañó para llegar a su cama redonda, ubicada a un lado de su enorme habitación circular. Notaba en el pecho una peligrosa mezcla de miedo y consternación. Le costaba respirar. Sujetó repentinamente con los dedos el cuello de su camisa, húmeda todavía por las lágrimas de su madre, y se la quitó por la cabeza a tirones, con brutalidad, antes de aspirar una entrecortada bocanada de aire. Estaba segura de haber oído cómo se desgarraba una de las costuras.
«¿Te puedo ayudar?», preguntaron sus lentes de contacto, presintiendo que se encontraba al borde del llanto.
—¡Silencio! —musitó.
Las lentes, obedientes, se desactivaron.
Everett Radson no era su padre. Aquella verdad no dejaba de rebotar dolorosamente contra las paredes de su cráneo, como una bala perdida. Pobre papá… Se preguntó qué habría dicho al recibir los resultados del laboratorio. ¿Dónde estaría ahora? ¿En un hotel, en el hospital? Nada le gustaría más que ir a hablar con él, pero, al mismo tiempo, no estaba lista para enfrentarse a él cara a cara. Sabía que, cuando lo viera —cuando realmente le plantase cara a todo aquello— todo sería distinto, para siempre.
Eris cerró los ojos, pero el mundo no dejaba de dar vueltas a su alrededor. Esa noche ni siquiera estaba borracha. Debía de ser eso lo que se sentía, pensó con amargura, cuando a una le hacían la vida pedazos.
Se sentó y contempló la habitación con una extraña sensación de desapego. Posara donde posara la mirada, veía cosas muy caras: el jarrón de cristal, con sus rosas imperecederas; el armario, repleto de delicados vestidos de vivos colores; el tocador hecho a medida, atestado de relucientes piezas de tecnología. Todo cuanto constituía su vida. Todo cuanto convertía a Eris Dodd-Radson en lo que era.
Empezó a reclinarse sobre las almohadas y se le escapó una maldición cuando algo afilado se le clavó en la oreja. Los pendientes de su madre. Se había olvidado por completo de ellos.
Desenroscó el cierre del pendiente derecho y lo sostuvo en la palma de la mano. Qué hermoso era; una esfera de cristal con un resplandeciente vórtice de color, como el ojo de una tormenta a punto de estallar. Un bello, raro y costoso regalo que su padre le había hecho a su madre. De repente, aquel pendiente y todo cuanto representaba se le antojaron a Eris insoportablemente falsos.
Echó el brazo hacia atrás y, con todas sus fuerzas, lanzó el pendiente contra la pared. La esfera estalló en un millón de esquirlas que se desperdigaron por el suelo como rutilantes lágrimas fragmentadas.