LEDA |
Leda paseaba entre los invitados en compañía de Atlas, prodigando sonrisas a diestro y siniestro, embargada por una emoción exultante y arrolladora. La noche estaba saliendo mejor incluso de lo que esperaba.
Técnicamente esta era su primera cita a solas con Atlas. Pero parecía algo más: una declaración de intenciones, casi. Todos los presentes aquí, desde sus amistades hasta el fotógrafo, los trataban como si formasen una pareja oficial. Sus padres, que ya compartían la misma mesa, no paraban de sonreír y lanzarles elocuentes miraditas de reojo. Leda nunca se había sentido tan bella como al entrar en la sala del brazo de Atlas, con una sonrisa de oreja a oreja. Fue como si todos los ojos se posaran en ella. «Así es como debe de sentirse Avery todos los días», pensó, maravillada.
Era perfecto; todo cuanto había soñado desde que se había mudado allí, hacía cuatro años.
Y lo mejor de todo era que no se insinuaba el menor rastro de la misteriosa chica con el maquillaje fluorescente; si es que alguna vez había existido, cosa que Leda comenzaba a dudar. Nadia aún no había encontrado dato alguno que sugiriese que Atlas se había visto con ninguna otra chica aparte de Leda, ni aquella noche ni ninguna otra. Quizá se le hubiera manchado la camisa de maquillaje por cualquier otro motivo. Quizá fuese cierto que no se había besado con otra.
Además, a tenor de cómo estaba evolucionando la velada, Leda empezaba a abrigar la esperanza de que esta noche, por fin, Atlas y ella pudiesen volver juntos a casa.
No había podido pensar en otra cosa a bordo del deslizador que los había llevado hasta allí. Era consciente de que Atlas le hablaba y, de alguna manera, se las había arreglado incluso para responder a sus preguntas, pero no dejaba de trazar mentalmente el perfil de su cuerpo, pegado al suyo en los cojines del deslizador. Cada vez que el muchacho cambiaba de postura, Leda sentía cómo el movimiento reverberaba por todo su ser. Tenerlo tan angustiosamente cerca era una tortura.
Ahora, en la pista de baile, aprovechaba cualquier excusa para tocarlo. Lo estrechó contra ella y dejó que su mano dibujara pequeños círculos sobre su espalda a través de la chaqueta del esmoquin. No veía la hora de quitársela más tarde.
—¿Qué pasa entre Avery y tú?
—¿Cómo? —Leda debía de haberlo entendido mal, distraída como estaba por los derroteros que habían tomado sus pensamientos.
—Te preguntaba que qué pasa entre Avery y tú —repitió Atlas, que se había sentado en una silla junto a la pista de baile. En silencio, Leda se dejó caer a su lado.
—Nada —repuso maquinalmente. La enfurecía, sin embargo, que todo girase inevitablemente en torno a Avery, incluso cuando no estaba presente—. ¿Qué iba a pasar?
—Perdona. No pretendía tocar un tema tan delicado. Es solo que me he percatado de que últimamente ya no pasáis tanto tiempo juntas y quería asegurarme… —Atlas suspiró—. Se lo habría preguntado antes a Avery, en condiciones normales, pero no atravesamos nuestro mejor momento ahora mismo.
Aquello hizo que Leda irguiera la espalda en su asiento. ¿Se habrían peleado por ella Avery y Atlas? Quizá Avery le hubiera dicho algo a Atlas, que Leda no era lo bastante buena para él, por ejemplo, y él hubiese salido en su defensa. A Leda no le gustaba pensar que su mejor amiga pudiera hacer algo así, pero ¿realmente seguía siendo Avery su mejor amiga?
—Te agradezco el interés, pero no me apetece mucho hablar de eso ahora.
—Disculpa. Haz como si no hubiera abierto la boca. —El arrepentimiento de Atlas parecía sincero—. ¿Quieres bailar?
Leda asintió, agradecida, y el muchacho la llevó de nuevo a la pista.
—¿Es raro, haber vuelto? —preguntó después de un momento.
—Un poco —admitió Atlas—. Es solo que la Torre es tan distinta a cualquier otro sitio, ¿sabes?
—Bueno, es muy distinta al Amazonas, desde luego —replicó sin pensar Leda.
Los pies de Atlas parecieron echar raíces de repente en el sitio.
—¿Cómo sabes lo del Amazonas? —preguntó, muy despacio.
«Mierda».
—Te oí mencionarlo de pasada, creo —dijo ella, deseando poder borrar sus palabras.
—Seguro que no —la corrigió Atlas.
—Bueno, pues sería Avery, entonces, o tus padres, qué sé yo. En alguna parte lo he oído —insistió Leda, intentando restarle importancia.
Pero Atlas no era tan ingenuo.
—Leda. ¿A ti qué te pasa? —preguntó, entornando los ojos castaños.
—Nada, te lo aseguro. Perdona.
Atlas asintió, aparentemente dejando correr el tema, y continuaron bailando. Pero Leda se fijó en su barbilla tensa, en la tirantez que emanaba todo su cuerpo. La notaba vibrando en el aire que mediaba entre ambos.
Al finalizar otro tema, el muchacho dio un paso atrás.
—¿Te apetece una copa?
—Sí —aceptó Leda, con excesiva vehemencia. Empezó a seguirlo, pero Atlas sacudió la cabeza.
—Hay demasiada gente en la barra. Ya te la traigo yo. Champán ¿verdad?
—Gracias —dijo Leda, con impotencia, a pesar de que el champán no era en absoluto su bebida favorita, sino la de Avery.
Encaminó sus pasos hacia las enormes salas laterales que rodeaban la pista de baile, preguntándose dónde estarían sus amigos. Pero antes de verlos, fijó la mirada en su padre, que estaba solo en un rincón. Se hallaba encorvado, como si no quisiera atraer la atención, y hablaba en voz baja, visiblemente enfrascado en una llamada.
La mente de Leda viajó de inmediato al fin de semana anterior, cuando su padre había mentido acerca del golf. Sin pensárselo dos veces, activó el LabioLector y concentró toda su atención en los labios de su padre, a decenas de metros de distancia. El LabioLector era una herramienta diseñada para las personas con problemas auditivos, pero Leda había descubierto que funcionaba de maravilla para espiar cuando se combinaba con el nuevo superzoom de las lentes de contacto.
«Todavía no puedo contárselo a mi familia». Una voz robótica tradujo en sus oídos las palabras de su padre, imprimiéndoles un rechinante timbre monocorde. Qué sería lo que no podía contarles, se preguntó Leda, extrañada. Instantes después: «Vale. Hablaré con ella este fin de semana».
Leda, desconcertada por lo que acababa de escuchar, vio cómo su padre cortaba la conexión y se alejaba. En ese preciso momento, su madre apareció junto a ella.
—¡Leda! ¡Estás estupenda! —exclamó Ilara, como si no hubiera visto a su hija mientras se arreglaba—. ¿Dónde está Atlas?
—Ha ido a buscar algo de beber —se limitó a responder Leda.
—Leda…
—Me portaré bien, prometido —añadió, pensando aún en la conducta de su padre. Tras echar un vistazo de reojo al vestido carmesí y las elegantes joyas de su madre, se le ocurrió que no le sonaba el brazalete que lucía en la muñeca—. ¿Es nuevo? —preguntó, distraída por un momento.
—Me lo acaba de regalar tu padre, por nuestro aniversario.
Ilara le enseñó el brazalete, una intrincada red de oro forjado, tachonada de diminutos diamantes, para que Leda lo inspeccionara.
—¿Además del pañuelo de Calvadour? Guau. —Leda nunca había visto a su padre tan generoso.
—No he recibido ningún Calvadour —dijo Ilara, desconcertada—. ¿A qué te refieres, cariño?
—¡Ahí están mis dos chicas!
El padre de Leda se abrió paso entre la multitud hasta coger a su madre del brazo. Formaban una pareja chocante, él tan pálido y ella tan morena; el pañuelo rojo del bolsillo del esmoquin de Matt reflejaba el color del vestido de Ilara. Leda se preguntó a qué habría venido el misterioso toque de hacía un momento, y qué habría pasado con el pañuelo. ¿Se lo habría pensado mejor y lo habría devuelto? Tenía sentido, pero, aun así, no conseguía librarse del presentimiento de que allí había algo más.
—Tengo que buscar a Atlas.
Leda dio un paso atrás. De repente se sentía inquieta, casi aterrada. Necesitaba un trago. Ya.
—Leda…
—Nos veremos en casa —se despidió la muchacha, hablando por encima del hombro.
Cuando llegó a la barra, se abrió paso a empellones hasta el fondo, sin ningún pudor, en busca de Atlas.
—Perdona. Lo siento —musitó, sin importarle realmente a quién estuviera apartando de su camino.
La necesidad que la poseía era como un picor que hormigueaba desesperadamente por toda su piel. En alguna parte de su mente reconoció en estos síntomas una señal de advertencia, pero ya se ocuparía de eso más tarde, cuando la opresión que notaba en el pecho se hubiera aliviado.
Frente a la barra estaba la cita de Avery. Watt, si no le fallaba la memoria. Nadie los había presentado en la fiesta de Eris, pero lo había visto por allí, correteando tras los pasos de Avery como un cachorrito perdido. ¿Y ahora acompañaba a Avery a la gala del Club Universitario? Parecía imposible que se hubiera materializado en sus vidas así como así, como por arte de magia, sin explicación alguna y sin que nadie supiera nada de él.
—Watt, ¿no? —preguntó, situándose junto a él—. Has venido con Avery.
—No sé si te has dado cuenta, pero acabas de saltarte toda la cola para llegar a la barra.
—No pasa nada, estamos entre amigos —dijo Leda, con un ademán despreocupado. En fin, era más o menos verdad.
—Quién soy yo para rebatir semejante argumento —replicó Watt, mientras en sus labios se insinuaba una sonrisita mal disimulada. ¿Se estaría burlando de ella?—. Puesto que salta a la vista que te mueres de sed, permite que te invite a una copa.
—Es barra libre —le espetó Leda, irritada, mientras el camarero uniformado se volvía hacia Watt. Empezó a decirle que quería un…
—Whisky con soda para la señorita —se le adelantó Watt—. Cerveza para mí. Y champán.
Cuando el camarero les hubo servido las bebidas, Watt y Leda se retiraron a una mesa alta, lejos de la asfixiante aglomeración de gente.
—¿Cómo sabías lo que iba a pedir? —quiso saber Leda, intrigada.
El whisky con soda no era la bebida más popular entre las chicas, precisamente, aunque le calmaba los nervios cuando se sentía verdaderamente alterada.
—Un golpe de suerte —repuso Watt, restándole importancia—. Pero ándate con cuidado, ya sabes. Basta con una copa.
Leda le lanzó una mirada de reojo, sobresaltada. ¿A qué narices se refería con eso? «Basta con una copa» era lo que decían siempre en Silver Cove. Watt, sin embargo, se limitó a probar su cerveza con expresión angelical.
—Disculpa —dijo Leda, en el tono más agradable que fue capaz de imprimirle a su voz—. Ni siquiera me he presentado. Soy Leda Cole.
Le tendió una mano a Watt, que se la estrechó sin que aquella sonrisita desquiciante se borrase de sus facciones.
—Ya lo sé —fue su respuesta.
—Vaya, pues no me parece justo —continuó ella, más agitada de lo que le habría gustado reconocer—. ¡Yo no sé nada de ti! Cuéntame algo.
—Bah, soy muy aburrido —dijo Watt con naturalidad.
—¿Dónde estudias?
—En el Instituto Jefferson.
Leda frunció el ceño, lamentando no poder consultar este tipo de información en sus lentes sin que se notara.
—No lo conozco. ¿Eres…?
—Está en la planta 240 —la interrumpió él, apoyándose en la mesa. Observándola. No era alto, pero había algo intimidante en su pose. Leda se descubrió deseando que estuvieran sentados.
—Ya veo. —Ignoraba cuál debería ser su reacción. Desde que se había convertido en una encumbrada, no había vuelto a hablar con nadie que viviese tan abajo—. ¿Y cómo has dicho que conociste a Avery?
—No lo he dicho. —Watt le guiñó un ojo—. Parece que sientes una curiosidad insaciable por mí. Será porque Avery es tu mejor amiga, ¿verdad?
Lo dijo con retintín, y Leda se ruborizó, enfadada. ¿Le habría contado Avery a este tío lo del deterioro de su relación?
—Sí que lo es —replicó la muchacha, poniéndose a la defensiva.
Avery surgió de la nada en ese preciso momento, como si aquella fuese la señal que estaba esperando. Llevaba el cabello recogido en un peinado alto del que escapaban unos cuantos mechones que enmarcaban su rostro, con una incandescencia sujeta detrás de una oreja, como hacían todas cuando todavía iban al instituto. Pese a lo burdo del complemento, Avery, por supuesto, conseguía salir airosa sin esfuerzo. Dios, seguro que en menos de una semana todas volverían a pasearse por ahí con incandescencias en el pelo. A cada paso que daba, una oleada de reflejos se deslizaba por su vestido, de cuello alto y recubierto de diminutas teselas de espejo. «Qué otra cosa podrías haber elegido —pensó Leda, con sorprendente amargura—. Ese modelo te refleja literalmente hasta el infinito».
—Hola. —Avery se acercó a Watt, pero se puso tensa al reparar en la presencia de Leda—. Oh. Hola, Leda. ¿Cómo está yendo la noche?
«Bueno, acabo de meter la pata con el chico que me gusta, mi padre no deja de comportarse de forma muy rara y echo muchísimo de menos a mi mejor amiga. Aparte de eso, está yendo…».
—Fenomenal —respondió Leda, enmascarando sus sentimientos tras una falsa sonrisa.
Avery asintió.
—Antes he visto a tu madre. Me ha contado que es posible que paséis las navidades en Grecia. No tenía ni idea —añadió con torpeza.
«Pues claro que no tenías ni idea. Si ya no hablamos».
—Sí —dijo Leda, dominada por la melancolía—. ¿Recuerdas aquella vez que nos tocó hacer de Grecia para el modelo de la ONU? —preguntó de improviso, sin entender muy bien por qué sacaba ahora ese tema.
—¿Y conseguimos provocarles retortijones a todos con nuestro baklava casero? —se sumó Avery.
—Es una forma de alzarse con la victoria. Hacer que todo el mundo tenga que irse a casa corriendo —dijo Leda, con gesto serio, y las dos se echaron a reír.
Por un instante fugaz, fue como si el mundo hubiera vuelto a la normalidad. Hasta que se apagaron las risas y se miraron la una a la otra, cada una desde su lado de la mesa. Fue entonces cuando las dos parecieron darse cuenta de que las cosas no marchaban nada bien entre ellas.
Avery fue la primera en buscar una salida.
—¿Vamos a bailar? —preguntó, volviéndose hacia Watt y dejando su copa de champán intacta encima de la mesa.
—Tus deseos son órdenes para mí. —Watt la tomó de la mano—. Encantado de conocerte, Leda.
—Adiós, Leda —se despidió Avery, mirando hacia atrás por encima del hombro, mientras tiraba de Watt en dirección al gentío.
—Vale, hasta luego —musitó Leda, pero la pareja ya se había ido.
Se quedó junto a la mesa un momento, acabándose el whisky con soda, primero, y después el champán que Avery se había dejado. Qué raro era ese tal Watt. No le inspiraba la menor confianza. Ojalá pudiera preguntarle a Avery por él… pero, por otra parte, había tantas cosas sobre las que necesitaba hablar con Avery, y ya no sabía cómo hacerlo.
A Leda le pareció ver a Atlas junto a la pista de baile, donde poco antes la había dejado. Debería reunirse con él.
En vez de eso, se giró hacia la barra e irguió sus hombros menudos. Antes de nada, necesitaba otro trago.