RYLIN

El sábado por la tarde, Rylin intentaba armarse de valor frente a la entrada de las instalaciones de mantenimiento de los ascensores, situadas en la planta 50. Podía hacerlo, se dijo. No tenía elección. Obligándose a sonreír, cruzó las puertas metálicas y le guiñó un ojo al curtido guardia de seguridad apostado tras el flexiglás de la ventanilla de recepción. El hombre respondió con un gruñido, levantando apenas la cabeza mientras ella se apresuraba a pasar ante él.

La conocía porque ya había estado allí muchas veces con Hiral. Solo los ascensoristas podían cruzar ese punto, en teoría, pero Rylin había visto a muchas de sus parejas en el vestuario, llevándoles cosas que se les hubieran olvidado o recogiendo su ropa sucia.

El mohoso vestuario olía a grasa y a sudor rancio. Rylin se dirigió al fondo con decisión y pasó junto a dos tipos sentados en un rincón, desnudos de cintura para arriba, que mataban el rato jugando a algo en sus respectivas tabletas. Constituían el equipo mínimo imprescindible para el fin de semana, disponibles en caso de que se produjera alguna emergencia. Sin perder tiempo, tecleó la contraseña de la taquilla de Hiral y abrió la puerta.

Hiral era escalador, es decir, su trabajo consistía en colgarse de un cable en el vacío mientras el resto de la cuadrilla dirigía la operación desde el túnel superior; un trabajo que requería valor, o quizá solamente soberbia y temeridad. Por eso disfrutaba de una taquilla de las grandes en un emplazamiento privilegiado, junto a la puerta de salida. Rylin apartó el traje de péndulo de color gris oscuro, confeccionado con una fina pero prácticamente impenetrable fibra de compuestos de carbono, y el casco de ultramolde reglamentario, el cual supuestamente era capaz de evitar cualquier lesión cerebral incluso tras sufrir una caída de hasta doscientos niveles. Tampoco es que resultara muy útil, puesto que la mayoría de las reparaciones se efectuaban en las plantas superiores, donde la altitud y la tensión de los cables a menudo bloqueaban los ascensores.

Rylin encontró lo que buscaba bajo las botas de escalada y los guantes de sujeción magnética de Hiral: el diminuto chip de identificación que se insertaba en el casco.

—No deberías estar aquí.

Giró sobre los talones y escondió el chip en el primer sitio que se le ocurrió: en el canalillo del sujetador.

—Lo siento —dijo, dirigiéndose al musculoso joven que se erguía ante ella con los brazos cruzados—. He venido para recoger unas cosas de Hiral Karadjan.

—¿El chaval al que trincaron por pasar droga? —gruñó el desconocido.

¿Chaval? Aquel tío no debía de ser más que un par de años mayor que Hiral. Pero Rylin se limitó a asentir con la cabeza mientras decía:

—El mismo. Soy su novia.

—La he visto por aquí antes —exclamó el otro ascensorista desde su rincón—. No te metas con ella, Nuru.

Nuru, sin embargo, se quedó mirando mientras Rylin cogía lo primero que se le ocurrió —el silbato silencioso de alta frecuencia de Hiral, como si eso fuese a servirle de algo en la cárcel— y cerraba la taquilla dando un portazo.

—Lo siento —murmuró—. Ya me iba.

Mientras se escabullía, los oyó hablando en voz baja a su espalda. No pudo escuchar todo lo que decían, pero distinguió las frases «puta vergüenza» y «no debería hacerle eso a ella», y le pareció que mencionaban el nombre de V. Se planteó la posibilidad de que su actuación no los hubiera engañado ni por un segundo.

Llegó corriendo a la parada de la línea C y se bajó en la 17, arrugando la nariz cuando la asaltó el olor a maquinaria engrasada. Hacía tiempo que Rylin no descendía por debajo de la 32. Ya casi se le había olvidado lo deprimente que era todo en esos niveles. Las primeras veinte plantas contenían la mayoría de las instalaciones de refrigeración de la Torre, con lóbregas salas como madrigueras encajonadas en los espacios intermedios. Los muros eran más gruesos aquí, y más bajos los techos, revestidos de acero triplemente reforzado para sostener el inimaginable peso de la Torre sobre sus cabezas.

El ascensor estaba prácticamente vacío. Pese a todo, Rylin esperó a que todo el mundo acabara de apearse, camino de las salas de máquinas o de sus desoladores apartamentos. En cuanto se hubo quedado a solas, se sacó el chip de identificación de Hiral del escote y lo usó para abrir una puerta diminuta, casi invisible, situada en el corredor. En ella podía leerse SOLO PERSONAL DE MANTENIMIENTO.

En el interior reinaba una negrura absoluta; la oscuridad la envolvió como un manto físico, asfixiante. A tientas, buscó el interruptor de la luz. Cuando lo encontró, sin embargo, la asaltaron las dudas. Quizá alguien, en alguna parte, pudiera ver qué luces estaban encendidas en las zonas de mantenimiento y se diese cuenta de que el túnel de los ascensoristas de la 17 estaba ocupado cuando no debería estarlo.

Mascullando una maldición, sacó su tableta y activó el modo linterna. Un fino rayo de luz cobró vida con un parpadeo. Rylin lo agitó frente a ella mientras sorteaba con cuidado las cajas que había en el suelo, hasta encontrar el cuadro de mandos situado a su izquierda. Sosteniendo la tableta con los dientes para enfocar la luz, tiró del panel hasta abrirlo.

Allí estaban: decenas de bolsitas de plástico llenas de polvos multicolores, botes de pastillas cuyo contenido ni siquiera reconoció y, al fondo, los sobres oscuros con las Trabas de Cord. Rylin se quedó paralizada un momento, mareada. Empezó a temblar de la cabeza a los pies, provocando que la luz de la tableta danzara desenfrenadamente por todo el panel. Se sintió como si fuese la versión desquiciada de una exploradora que se acabara de tropezar con una montaña de tesoros enterrados. Había consumido drogas con Hiral en multitud de ocasiones; ver todo aquello, sin embargo, le dio qué pensar. El muchacho se había convertido en un auténtico desconocido para ella. ¿Cuánto tiempo llevaba guardando drogas allí?

Se descolgó la mochila vacía del hombro y empezó a llenarla, arrojando a su interior un puñado de sustancias tras otro, tan deprisa como podía. Pero se quedó paralizada al ver el nombre de Cord en los envoltorios de las Trabas, en diminutas mayúsculas en lo alto de cada receta individual. DRA. VERONICA FISS, FARMACOGENÓMICA COLUMBIA HILL; PACIENTE: CORD HAYES ANDERTON JR.; DOSIS: SEGÚN SE ESTIME NECESARIO (MÁX. UNA PASTILLA AL DÍA).

Sin pensárselo dos veces, arrancó el nombre de Cord de las etiquetas y se metió los papeles adhesivos en el bolsillo, donde formó una pelotita con ellos. A continuación, cerró la cremallera de la mochila y la puerta del cuadro de mandos —con cuidado, utilizando el dobladillo de la camisa para no dejar huellas— antes de regresar al pasillo. Una vez en el ascensor que conducía a la Cima de la Torre, sacó la tableta y respondió al mensaje que había recibido antes, esa misma semana. «Listo».

«Excelente. Nos encontraremos aquí». El mensaje incluía una marca de localización.

Rylin se recogió el pelo en una coleta, esforzándose por adoptar el aspecto de una estudiante de instituto cualquiera que estuviese dedicando el sábado a pasear por ahí con una mochila cargada de deberes. Siguiendo las instrucciones del mensaje, se apeó en la planta 233. Una señora mayor tropezó con ella cuando salió del ascensor, y Rylin instintivamente se ajustó las correas de la mochila sobre los hombros. Las luces del techo se atenuaban conforme pasaban las horas del día; ya debían de ser alrededor de las seis, por lo menos. Camino de High Street, Rylin se cruzó con unas cuantas lavanderías automáticas y puestos de fideos para llevar.

La marca de localización conducía a la Escuela de Primaria Fisher. ¿En serio?

Aminoró el ritmo al pasar por delante del edificio, un poquito intimidada por el modo en que las ventanas, vacías y oscuras, parecían seguir con suspicacia todos sus movimientos.

—Me alegra que hayas podido venir —oyó que decía V desde el patio de recreo.

Rylin miró a un lado y a otro antes de encaramarse a la rudimentaria valla metálica. Se le habían puesto blancas las manos para cuando consiguió saltar al otro lado.

—Aquí estoy —dijo, observando de reojo las barras de monos, donde, durante los recreos, se proyectaban primates holográficos que correteaban junto a los niños.

El frondoso dosel que formaban las copas de los árboles se elevaba sobre sus cabezas, salpicado de casitas de juegos con formas caprichosas, como la concha de una tortuga o una nube gigante. Aquel sitio era mucho más agradable que su antigua escuela, tan solo setenta plantas más abajo.

Los zapatos de Rylin se hundieron en el caucho reciclado que recubría el suelo. V dio un paso al frente para salir de las sombras, con una sonrisa traviesa en los labios.

—¿Por qué no podíamos quedar en el bosque de acero? —preguntó Rylin, pero V negó con la cabeza.

—Demasiada gente. Bueno, veamos. ¿Qué me has traído?

Rylin se descolgó la mochila de los hombros, pero la abrazó con fuerza. Todo aquello le daba muy mala espina. Su arraigado instinto de supervivencia se había activado y la advertía de que algo iba mal.

—Necesito que me pagues primero.

—A ver lo que tienes.

Con una carcajada, V le arrebató la mochila de entre las manos. Rylin apretó los dientes, furiosa, mientras el muchacho volcaba el contenido de la mochila en el suelo y empezaba a examinarlo.

—Has retirado el nombre de estas Trabas —dijo, enarcando una ceja.

Rylin procuró mantenerse impasible.

—Sabes que eso da igual. A nadie le importa una mierda quién fuese su destinatario original.

—¿Intentas proteger a alguien?

Rylin contuvo la respiración. Abrió la boca para decir algo, para negar lo que sentía por Cord…

—Déjalo. Tienes razón, en realidad no supone ninguna diferencia. Pero no sabrás de dónde las ha sacado Hiral, ¿verdad? —preguntó V, con una miradita de soslayo—. A mí no quiso decírmelo.

Rylin sacudió la cabeza, desconcertada. ¿Hiral le había contado a V que había sido él mismo quien había robado las Trabas? Debía de haberlo hecho para protegerla. V barrió el suelo con la mano para guardar todas las drogas en la mochila y exhaló un suspiro melodramático.

—Lo siento, pero esto no es suficiente.

—¿A qué te refieres con que «no es suficiente»?

V meneó la cabeza.

—No puedo darte quince mil a cambio de esto. Apenas si llega a los diez.

—Embustero asque… —Rylin se lanzó hacia delante, pero V extendió las manos y las apoyó en sus hombros, apretando con tanta ferocidad que la muchacha sintió como si acabara de estamparse contra una pared. V le dio un empellón y Rylin trastabilló de espaldas, con la respiración entrecortada.

—Venga ya, Rylin —musitó V, sacudiendo la cabeza. Los tintuajes que le rodeaban el cuello parecieron oscurecerse en sintonía con su enfado—. Pórtate bien.

Rylin se obstinó en un silencio rebelde.

—En fin, a propósito de esos cinco mil que faltan. —A la muchacha no le hizo gracia el modo en que V deslizaba la mirada por todo su cuerpo—. Siempre podríamos emprender nuestro propio negocio, tú y yo.

—Vete a la mierda, V.

—Sospechaba que te pondrías así. Pero, por alguna razón, me caes bien, así que voy a darte una última oportunidad. Dile a Hiral que necesita más Trabas —exigió V, inflexible—. Por lo menos cinco más. Como él está en la trena, las tendrás que conseguir tú.

—¡No! —exclamó Rylin, apretando los puños, con una sensación de vacío en la boca del estómago—. No pienso hacerlo, ¿te enteras?

V se encogió de hombros.

—Como prefieras, a mí me trae sin cuidado. Pero esa es mi última oferta, Myers, así que, o lo tomas o lo dejas. Y ahora, largo de aquí, cagando leches.

Musitó algo que Rylin no pudo escuchar y la alarma de seguridad de la escuela se disparó.

Rylin se quedó petrificada por la sorpresa, pero V ya había salido corriendo y no tardó en desaparecer por una puerta que ella no había visto hasta ahora, al fondo del parque infantil. Los reflejos de Rylin entraron en acción un instante después; se escabulló por la puerta y cruzó a toda velocidad Maple Street, desierta a esas horas. No vio ni rastro de V por ninguna parte. Rylin prosiguió su huida sin detenerse, tan deprisa que tropezó con sus propios pies, voló por los aires y aterrizó con un violento impacto en el pavimento, lacerándose la piel en la caída. Se levantó, sin embargo, y reanudó la marcha, amortiguado por la adrenalina el dolor que sentía en las manos y las rodillas. No se atrevió a detenerse hasta que se hubo internado en la avenida principal.

Una vez allí, Rylin se agachó y se examinó las rodillas. Estaban cubiertas de feos rasguños y también tenía las palmas de las manos manchadas de sangre. Tras aspirar una honda bocanada de aire, con el aliento entrecortado, se dispuso a emprender el largo camino de regreso a su casa.