ERIS |
Eris Dodd-Radson enterró aún más la cabeza bajo su mullida almohada de seda, furiosa por los pitidos que no dejaban de atronar en sus audiorreceptores.
—Cinco minutos más —murmuró. Los pitidos continuaron—. ¡He dicho que cinco minutos más! —saltó, antes de darse cuenta de que no era su alarma. Se trataba del tono de llamada de Avery, que Eris había programado al máximo hacía tiempo para que la despertara aunque estuviese profundamente dormida—. Aceptar —dijo, a regañadientes.
—¿Estás de camino? —resonó en su oído la voz de Avery, más alta de lo habitual para imponerse al clamor de la fiesta.
Eris consultó de reojo la hora, iluminada en chillones números rosa en la esquina inferior izquierda de su campo visual. La fiesta de Cord había empezado hacía media hora y ella todavía estaba tirada en la cama, sin tener ni la menor idea de qué se iba a poner.
Evidentemente. —Ya había cubierto la mitad de la distancia que la separaba del armario, desembarazándose de su camiseta holgada mientras se abría paso entre montones de prendas de vestir esparcidas de cualquier manera y cojines desperdigados—. Si es que me a… ¡ay! —exclamó, apretándose el dedo del pie que se acababa de golpear.
—Ay, por favor. Pero si todavía no has salido de casa —la regañó Avery, aunque se estaba riendo—. ¿Qué ha pasado? ¿Otro sueñecito reparador que se te vuelve a ir de las manos?
—Es solo que me gusta hacer esperar a la gente —replicó Eris—, así todos se alegrarán más de verme.
—Y por «todos» te refieres a Cord.
—No, me refiero a todos. Especialmente a ti, Avery —dijo Eris—. No te diviertas demasiado sin mí, ¿vale?
—Prometido. Mándame un parpadeo cuando estés en camino —dijo Avery, antes de interrumpir la llamada.
Esta vez Eris le echaba la culpa a su padre. Faltaban pocas semanas para que cumpliera los dieciocho y hoy había tenido que visitar al abogado de la familia para empezar con el papeleo del fondo fiduciario. El proceso, aburrido en grado superlativo, consistía en firmar una interminable sucesión de documentos en presencia de un testigo oficial y en someterse a pruebas de detección de drogas y de ADN. Ni siquiera se había enterado muy bien de qué iba todo aquello; lo único que sabía era que, si lo firmaba todo, algún día estaría forrada.
La fortuna del padre de Eris era muy antigua; su familia había inventado la tecnología de repulsión magnética que mantenía los aerodeslizadores en el aire, y Everett había contribuido a aumentar su ya de por sí considerable capital convirtiéndose en el plasticirujano más destacado del mundo. Los únicos errores que había cometido en su vida eran dos caros divorcios antes de conocer a la madre de Eris, cuando él contaba ya cuarenta años de edad y ella era una modelo de veinticinco. Ni siquiera hablaba nunca de aquellos matrimonios fallidos y, puesto que de ellos no había salido ningún descendiente, Eris tampoco le preguntaba nunca al respecto. Ni siquiera le gustaba pensar en ello, la verdad.
Entró en el armario y usó un dedo para dibujar un círculo en la pared de espejo, que se convirtió en una pantalla táctil que se iluminó con el inventario completo de su ropa. Todos los años Cord celebraba la misma fiesta de máscaras con motivo del inicio de las clases, y todos los años se desataba una encarnizada pero secreta competición por ver quién llevaba el mejor disfraz. Con un suspiro, Eris empezó a repasar sus distintas opciones: el vestido dorado de época, la capucha de piel sintética que le había regalado su madre, el sensual camisón rosa con lentejuelas del último Halloween. Nada terminaba de convencerla.
Al diablo, concluyó. ¿Para qué se molestaba en buscar un disfraz? ¿No destacaría más si iba sin él?
—El top negro con espalda de nadador —ordenó al armario, que lanzó la prenda por la rampa de salida situada en la parte inferior.
Eris se puso el top por encima del sujetador de encaje que llevaba y se embutió en sus pantalones de ante preferidos, que le hacían un culo sensacional. Se puso un par de brazaletes de plata por encima de los codos y estiró los brazos para deshacerse la coleta, dejando que la indomable melena rubio rojizo le cayera sobre los hombros.
Mordiéndose el labio, se sentó de golpe delante del tocador y apoyó las manos en los electropulsadores del estilista artificial.
—Liso —anunció, al tiempo que cerraba los ojos y se preparaba.
Un cosquilleo se le extendió por las palmas de las manos, le ascendió por los brazos y se propagó por todo su cuero cabelludo cuando la máquina le aplicó una pequeña descarga eléctrica. Las demás chicas del instituto siempre se quejaban del estilista, pero Eris disfrutaba en secreto de la sensación, del modo tan limpio y abrasador, casi doloroso, en que le ponía al rojo vivo todas las terminaciones nerviosas. Cuando levantó la cabeza, el pelo le caía en capas rectas alrededor del rostro. Dio un golpecito en la pantalla del tocador y cerró los ojos mientras la envolvía una fina nube de spray cosmético. Cuando volvió a mirar, el rímel resaltaba ahora las extrañas y arrebatadoras motas ambarinas de sus iris y un delicado rubor le suavizaba los pómulos, realzando las pecas dispersas del puente de su nariz. Pero seguía faltando algo.
Sin darse tiempo a cambiar de opinión, Eris atravesó la oscuridad del dormitorio de sus padres hasta llegar al armario de su madre. Tanteó en busca de la caja fuerte donde guardaba las joyas y tecleó la clave, que ya había descifrado a los diez años. Allí estaban los pendientes de cristal policromado de su madre, junto a un colorido despliegue de gemas y una sarta de gruesas perlas negras. Los pendientes no eran de flexiglás, sino de auténtico cristal antiguo, tan escaso hoy en día; del que realmente se podía romper.
Eran exorbitantemente caros, fabricados a mano con los restos de las cristaleras de una vieja iglesia. El padre de Eris los había adquirido en una subasta y se los había comprado a su esposa por su vigésimo aniversario de bodas. Eris ignoró el incipiente sentimiento de culpa que la mortificaba, extendió la mano y se puso en los lóbulos de las orejas aquellas frágiles lágrimas cristalinas.
Ya casi había llegado a la puerta principal cuando su padre la llamó desde la sala de estar.
—¿Eris? ¿Adónde vas?
—Hola, papá.
Eris se giró en redondo, pero dejó en el pasillo un pie enfundado en un botín, a fin de largarse lo antes posible.
Su padre estaba sentado en su rincón favorito del diván de cuero marrón, leyendo algo en su tableta, seguramente una revista de medicina o el historial de un paciente. Tenía el pelo tupido pero casi enteramente gris, y los ojos ribeteados de arrugas cinceladas por la preocupación que se negaba a eliminar por medios quirúrgicos, como hacían la mayoría de los padres de los amigos de Eris. Según él, a los pacientes sus arrugas les parecían tranquilizadoras. En secreto, Eris opinaba que lo de insistir en envejecer de forma natural era un gesto guay por parte de su padre.
—Voy a la fiesta de un amigo —explicó.
Su padre echó un rápido vistazo a su atuendo, y Eris comprendió un segundo demasiado tarde que no había ocultado los pendientes. Intentó echarse discretamente el pelo hacia delante para esconderlos, pero Everett ya había empezado a menear la cabeza.
—Eris, no te los puedes poner —dijo, en un tono ligeramente risueño—. Son lo más caro que hay en todo el apartamento.
—Eso es una exageración y lo sabes. —La madre de Eris apareció de repente, procedente de la cocina, vestida con un traje de noche. El pelo, recogido en lo alto de la cabeza, formaba una cascada de rizos—. Hola, cariño —dijo Caroline Dodd, volviéndose hacia su hija—. ¿Te apetecen unas burbujitas antes de salir? Iba a abrir una botella de ese Montès rosado que tanto te gusta.
—¿El del viñedo donde nadamos en la piscina?
—El del cartel donde ponía «piscina cerrada», sí.
Su padre curvó las comisuras de los labios en una sonrisita. Aquel había sido un viaje familiar especialmente absurdo. Los padres de Eris le habían dejado beberse los maridajes de vino durante el almuerzo, y fuera hacía tanto calor que Eris y su madre se habían pasado toda la comida intentando abanicarse la una a la otra con las servilletas para después terminar colándose, sin parar de reírse como niñas pequeñas, en la piscina vallada del hotel y tirándose al agua completamente vestidas.
—¡No vimos el cartel! —protestó Caroline, entre risas, y descorchó la botella. El sonido reverberó por todo el apartamento. Encogiéndose de hombros, Eris aceptó la copa que le ofrecía su madre. Después de todo, era su favorito—. Bueno, ¿y quién da esa fiesta?
—Cord. Ya llego tarde…
Eris todavía no le había contado nada a su madre acerca de Cord y de ella. Aunque lo compartían prácticamente todo, nunca hablaban de líos sentimentales.
—Eso se llama llegar tarde con elegancia, creo —añadió su padre—. Además, solo acumularás otro minuto de retraso y seguirás estando igual de elegante cuando hayas dejado los pendientes en su sitio.
—Ay, Everett, venga ya. ¿Qué hay de malo en ello?
El padre de Eris sacudió la cabeza, claudicando, tal y como Eris ya esperaba.
—De acuerdo, Caroline. Si a ti no te molesta, entonces Eris se los puede poner.
—Otra vez en minoría —lo pinchó Eris, e intercambió una sonrisita de complicidad con su padre.
Siempre estaba diciendo, medio en broma, que era la persona menos poderosa del apartamento, en franca desventaja frente a dos mujeres extraordinariamente obstinadas.
—Para variar —se carcajeó Everett.
—¿Cómo podría decirte que no, con lo bien que te quedan? —dijo Caroline. Apoyó las manos en los hombros de Eris y le dio la vuelta para que se mirara en el gigantesco espejo antiguo de la pared.
Eris era como una versión más joven de su madre. Al margen de la edad, las únicas diferencias —minúsculas— eran las sutiles modificaciones que el padre de Eris había accedido a practicarle esa primavera: nada exagerado, tan solo la inserción de aquellas motitas doradas en los ojos y la impresión láser de unas cuantas pecas, para darle textura a la piel. No había nada más que se quisiera hacer, la verdad. Los rasgos de Eris eran exclusivamente suyos: los labios carnosos, aquella nariz respingona tan mona y, sobre todo, el pelo, una lustrosa maraña de color de cobre, miel, fresa y amanecer. El pelo de Eris era su rasgo más preciado, aunque, por otra parte, en realidad no había nada suyo que no fuera precioso, como ella muy bien sabía.
Sacudió la cabeza, impacientándose, y los pendientes danzaron, capturando los gloriosos matices de su cabello, como si estuvieran iluminados por dentro.
—Que te lo pases bien esta noche —le dijo su madre.
Eris la miró a los ojos en el espejo y sonrió.
—Gracias. Cuidaré bien los pendientes. —Se acabó el champán y dejó la copa encima de la mesa—. Os quiero —dijo para despedirse de sus padres mientras salía por la puerta. Los pendientes rutilaban como estrellas gemelas sobre el telón de fondo de su melena.
El ascensor C de la Base de la Torre estaba deteniéndose justo cuando Eris llegó a la estación, y lo consideró una buena señal. Quizá se debiera a que le habían puesto el nombre de una diosa griega, pero el caso es que siempre había atribuido interpretaciones portentosas incluso a los sucesos más nimios. El año pasado había descubierto un churrete con forma de corazón en su ventana. Como no informó de la mancha a los del servicio de mantenimiento exterior, la mancha se quedó allí durante semanas, hasta que el primer día de lluvia la borró al fin. Le gustaba imaginarse que le había traído suerte.
Eris subió a bordo con todo el gentío y se abrió paso hasta el costado del ascensor. Normalmente habría tomado un deslizador, pero llegaba tarde y así era más rápido; además, la línea C siempre había sido su preferida, con sus paneles panorámicos transparentes. Le encantaba ver pasar las plantas a toda velocidad, como una exhalación de luces y sombras que se alternaban con el pesado entramado metálico que separaba cada nivel. Las multitudes de pasajeros que esperaban los elevadores locales se fundían en un indistinguible torrente de color.
El ascensor volvió a detenerse unos segundos después. Eris se abrió paso a través de la vorágine de actividad que rodeaba la estación exprés, entre deslizadores en espera y bots expendedores de agregadores informativos, y se internó en la avenida principal. Al igual que ella, Cord vivía en la lujosa cara norte de la Torre, cuyas vistas no entorpecían los edificios del centro ni la Expansión. Su planta era ligeramente más grande; la Torre se ahusaba a medida que ascendía —hasta terminar en el apartamento de Avery, el único en toda la última planta—, pero incluso esos dieciséis niveles bastaban para que Eris pudiera notar la diferencia. Las calles eran igual de amplias, flanqueadas por diminutas zonas ajardinadas y árboles de verdad, regados por discretos aspersores ocultos. Sobre su cabeza, las lámparas solares se habían atenuado en consonancia con el sol, que solo resultaba visible desde los apartamentos orientados hacia el exterior. Pero aquí abajo la energía era distinta, de alguna manera: más bulliciosa y un poquito más vibrante. Quizá se debiera a la zona comercial que rodeaba la avenida central, aunque no consistiera más que en una cafetería y una boutique de Brooks Brothers.
Eris llegó a la calle de Cord o, mejor dicho, al sombrío callejón sin salida que desembocaba en los escalones de la entrada de los Anderton, puesto que en ese bloque no vivía nadie más. Había un melodramático «1A» inscrito en el dintel de la entrada, como si alguien necesitara que le recordaran a quién pertenecía aquel hogar. Al igual que el resto del mundo, Eris se preguntaba por qué Cord habría seguido viviendo allí después de que sus padres murieran y su hermano mayor, Brice, se mudara. El espacio era excesivo para una sola persona.
Dentro, el apartamento ya estaba abarrotado de gente; pese al sistema de ventilación, hacía cada vez más calor. Eris vio a Maxton Feld en el invernadero cerrado, intentando reprogramar el sistema de irrigación para que lloviera cerveza. Se detuvo en el comedor, donde alguien había apoyado la mesa en unos aeroposavasos para echar una partida de ping-pong flotante, pero tampoco allí vio ni rastro de la inconfundible cabellera negra de Cord. Y no había nadie en la cocina, salvo una chica a la que Eris no reconoció, con el pelo moreno recogido en una coleta y unos vaqueros ceñidos. Eris se preguntó distraídamente quién sería, pero en ese momento la muchacha apiló unos cuantos platos y se los llevó. De modo que Cord tenía una nueva criada… la cual ya se paseaba por ahí sin su uniforme. Eris seguía sin entender por qué contrataba los servicios de una criada; eso ya solo lo hacían personas como los Fuller, o como la abuela de Eris. Todos los demás se limitaban a comprar los distintos bots de limpieza disponibles en el mercado y a soltarlos por la casa cuando parecía que la suciedad comenzaba a acumularse. Aunque quizá en eso estribase precisamente la clave: en pagar por unos servicios más humanos y «desautomatizados».
«¿De qué se supone que vas? ¿De “demasiado guay para disfrazarme”? ¿O de “se me han pegado las sábanas”?», parpadeó Avery en su dirección.
«De “acaparadora profesional de atenciones” me gusta más», replicó Eris, sonriendo mientras paseaba la mirada por la estancia.
Avery estaba junto a las ventanas del salón, vestida con un sencillo camisón blanco con un par de alas holográficas y un halo que flotaba sobre su cabeza. Si se tratara de cualquier otra persona parecería un cutre disfraz de ángel improvisado en el último momento, pero Avery, por supuesto, era etérea. A su lado se encontraban Leda, envuelta en algo negro con plumas, y Ming, vestida con un estúpido disfraz de diablo. Debía de haberse enterado de que Avery iba a ir de ángel y quería dar la impresión de que formaban pareja. Qué patética. A Eris no le apetecía hablar con ninguna de las dos, así que le mandó a Avery el parpadeo de que enseguida volvía y siguió buscando a Cord.
Habían empezado a enrollarse en verano, cuando los dos se quedaron colgados en la ciudad. Al principio Eris se había preocupado un poquito: todos los demás se marchaban a Europa, o a los Hamptons, o a las playas de Maine, mientras que ella tendría que quedarse aquí sola, en la ciudad, de prácticas en la consulta de su padre. Era el trato que él le había impuesto a cambio de las operaciones a las que Eris se había sometido en primavera. «Necesitas experiencia laboral», le había dicho. Como si Eris pensara trabajar un solo día de su vida. A pesar de todo, había accedido. Deseaba aquellas operaciones con toda su alma.
Había sido tan aburrido como se esperaba, hasta la noche en que se tropezó con Cord en el Lightning Lounge. Una cosa llevó a la otra, y pronto se encontraron tomando chupitos atómicos y saliendo a la terraza cerrada. Fue allí, apoyados en el flexiglás reforzado, donde se besaron por primera vez.
Ahora Eris solo podía preguntarse cómo era posible que no lo hubieran hecho antes. Sabía Dios que llevaba una eternidad codeándose con Cord, desde que ella y su familia habían regresado a Nueva York cuando Eris tenía ocho años. Habían pasado una larga temporada en Suiza, para que su padre pudiera estudiar las últimas técnicas quirúrgicas europeas. Eris había cursado los dos primeros años de enseñanza en la American School de Lausanne, pero a su vuelta (hablando una extraña mezcolanza de inglés y francés, y sin tener ni la menor idea de lo que era una tabla de multiplicar), en la Berkeley Academy le habían sugerido diplomáticamente que repitiera segundo.
Jamás olvidaría aquel primer día cuando, recién llegada, había entrado en el comedor sin conocer a ninguno de sus nuevos compañeros de clase. Fue Cord el que se deslizó en el asiento junto a ella, en la mesa vacía. «¿Quieres ver un juego de zombis muy guay?», le había preguntado. Luego le había enseñado cómo programar las lentes de contacto para que la comida de la cafetería pareciera un montón de cerebros. Eris se había reído con tantas ganas que poco había faltado para que se le cayeran los mocos encima de los espaguetis.
Eso había sido dos años antes de que fallecieran los padres de Cord.
Encontró a Cord en la sala de juegos, sentado a la inmensa mesa antigua en compañía de Drew Lawton y Joaquin Suarez, todos ellos con auténticas cartas de cartón en las manos. Era una de las extrañas manías de Cord: insistir en jugar al indolente con aquella baraja vieja. Según él, todo el mundo adoptaba una expresión demasiado ausente cuando jugaban con las lentes de contacto, sentados alrededor de la misma mesa pero sin observarse unos a otros, con la mirada perdida en el espacio.
Eris se quedó un momento donde estaba, contemplándolo. Era increíblemente guapo. No como Avery, con su perfección sin fisuras, sino de un modo más agreste y abrupto; sus facciones eran la combinación idónea de la sensualidad brasileña de su madre y los dos rasgos típicos de los Anderton: la nariz y el mentón. Eris avanzó un paso, y Cord levantó la cabeza. A la muchacha le agradó el destello de admiración que iluminó aquellos ojos azules como el hielo.
—¿Qué tal? —saludó Cord, mientras ella acercaba una silla vacía. Eris se inclinó hacia delante para que el escote de su top descendiera sobre los senos, y estudió a Cord desde el otro lado de la mesa. Había algo estremecedoramente íntimo en la mirada de Cord. Parecía que era capaz de llegar hasta ella y acariciarla solo con los ojos—. ¿Te apetece jugar? —dijo, al tiempo que empujaba una baraja de cartas en su dirección.
—No sé. A lo mejor voy a bailar.
Qué silencioso estaba aquello. Preferiría regresar al estridente caos de la fiesta.
—Venga, una mano. Ahora mismo estoy yo solo contra estos dos. Y jugar solo no tiene gracia —bromeó Cord, con sarcasmo.
—De acuerdo. Pero voy con Joaquin —dijo Eris, sin más motivo que el deseo de presionarlo un poquito—. Y ya sabes que yo siempre gano.
—A lo mejor esta vez no —se rio Cord.
Quince minutos más tarde, como era de esperar, el montón de fichas que ella y Joaquin tenían delante había triplicado su tamaño. Eris estiró los brazos por encima de la cabeza y apartó la silla de la mesa.
—Me voy a beber algo —dijo, en tono deliberado—. ¿Alguien quiere una copa?
—¿Por qué no? —dijo Cord, mirándola a los ojos—. Te acompaño.
Se colaron atropelladamente en el guardarropa y se apretujaron uno contra el otro.
—Esta noche estás espectacular —susurró Cord.
—Basta de hablar.
Eris le sujetó la cabeza con ambas manos y tiró de ella hacia abajo para besarlo con vehemencia.
Cord reaccionó inclinándose hacia delante y apoyó los labios en los de Eris, dándole un beso abrasador. Deslizó una mano en torno a su cintura, jugando con el dobladillo de su top. Eris sintió cómo se le aceleraba el pulso allí donde la muñeca de Cord y su piel desnuda habían entrado en contacto. El beso se volvió más profundo, más insistente.
Eris se apartó y dio un paso atrás. Cord perdió el equilibrio y se tambaleó.
—¿Qué…? —jadeó el muchacho.
—Me voy a bailar —se limitó a decir Eris, mientras se colocaba bien el sostén y se atusaba el pelo con movimientos secos y precisos, fruto de la práctica. Esta era su parte favorita, cuando le recordaba a Cord cuánto la deseaba. Cuando lo hacía desesperarse un poquito más—. Hasta luego.
Mientras se alejaba por el pasillo, Eris notó el peso de la mirada de Cord al reseguir los estilizados contornos de su figura. Se resistió a echar un vistazo atrás, pero curvó hacia arriba, en una sonrisa burlona y triunfal, la comisura de los labios, manchados de carmín corrido.