RYLIN

Por segunda vez en tres días, Rylin se acercó a la puerta de Cord Anderton y pensó: «Quién dijo miedo». Le costaba creer que se hubiera animado a volver, después de todo lo que había ocurrido; y por voluntad propia, además.

La mañana anterior, cuando se le hubo pasado por fin la resaca de los comunitarios y su enfado se hubo disipado un poquito, Rylin encendió la tableta para encontrarse con que era 250 nanodólares más rica. Se preguntó si los cincuenta de más serían la propina habitual de Cord Anderton o un intento por compensar su conducta de aquella noche.

Se debatió entre pagar el alquiler e ingresarlo en el banco; el banco, decidió, en vista de lo increíblemente elevada que se había vuelto su deuda. Además, siempre podría encontrar la manera de apaciguar al casero, llegado el caso. Puesto que había conocido a su madre, solía mostrarse comprensivo con Chrissa y con ella.

«Hola, Fenton —había escrito Rylin, apresurándose a enviarle un mensaje—. Solo quería que supieras que recibirás el pago del alquiler de este mes dentro de unas semanas. —Debían también el del mes pasado, recordó Rylin con creciente preocupación, pero ahora era demasiado tarde; ya había efectuado el ingreso en el banco—. Lo siento de veras. No se repetirá», añadió, esperando que estuviera de buen humor ese día.

A continuación, tragándose su orgullo, había llamado a Cord.

Este había descolgado al quinto tono.

—Hola, soy Rylin —dijo la muchacha, esforzándose por hablar con normalidad—. Myers —añadió atropelladamente tras un momento de silencio.

—Rylin. Qué… sorpresa saber de ti.

Cord parecía de buen humor. Por mucho que se esforzara por evitarlo, lo único que veía Rylin era la brillante marca carmesí que le había dejado en la cara después de abofetearlo.

—Sobre lo de anoche. —Estaba sentada en la mesa de la cocina, deslizando el dedo sobre un arrugado anuncio de cereales Later Gators; el papel instantáneo era tan viejo y cutre que los cocodrilos de dibujos animados que daban nombre al producto ya no bailaban. Tan solo desplazaban siniestramente los ojos de un lado a otro mientras a duras penas sacudían la cola. Rylin respiró hondo y volvió a probar—. Quería disculparme. Estaba cansada y mi reacción fue desmesurada. Lo siento.

—Las palabras se las lleva el viento —fue la respuesta de Cord—. Si de veras lo sientes, ¿por qué no me lo demuestras?

Rylin le dio un puñetazo a la mesa.

—¿En serio te piensas que después de…?

—A ver si le pasas un paño a esa mente tan sucia que tienes, Myers —la atajó Cord, arrastrando las sílabas al pronunciar su nombre, como era característico en él—. Iba a preguntarte si te importaría volver a limpiar. No sé si conoces a mi hermano, Brice, pero está aquí esta semana y es un poquito desordenado.

—Me podría encargar de hacerlo. ¿La misma tarifa? —preguntó diplomáticamente Rylin.

Era lo que se disponía a sugerir ella misma. Tras ver aquella afluencia de efectivo en su cuenta esa mañana, había decidido exprimirle a Cord todo el dinero que pudiese. Sin embargo, de alguna manera, era como si volviera a ser él quien llevaba la voz cantante.

—Vale. Encargaré que te envíen el uniforme. Ponérselo, ni que decir tiene, es opcional.

Cord soltó una risita. Rylin, que había levantado la mirada al cielo, se dispuso a replicar, pero él ya había colgado.

Así que ahora era lunes por la mañana y allí estaba ella, esperando a que Cord Anderton le abriera la puerta. Se alisó tímidamente el recatado vestido negro y el delantal blanco que un dron le había entregado la noche anterior. Ya había llamado a Buza, su jefe en la parada de monorraíl, para avisar de que se encontraba indispuesta: contaba incluso con una «prueba» fehaciente, puesto que hacía tiempo que Chrissa y ella habían trucado su medilector para que este registrara un falso positivo de nasofaringitis. Ignoraba hasta cuándo sería capaz de conservar su verdadero trabajo sin dar señales de vida, pero no podía permitirse el lujo de no intentarlo.

Cuando la puerta se abrió con un chasquido, Rylin entró en la vivienda… y se quedó paralizada un instante, sin habla. El sábado aquellas habitaciones habían estado abarrotadas de gente, el calor era asfixiante y todo estaba inundado de bullicio y de luz. Ahora, sin embargo, se veían inmensas y desiertas. La mirada de Rylin saltó del invernadero, con su suelo empedrado y sus lámparas de infrarrojos que parecían insectos, a la inmensa y tenebrosa cocina de tecnología punta, pasando por la sala de estar de dos plantas, con su escalera curva de cristal.

—¿Te importaría decirme qué pintas tú aquí?

Rylin dio un respingo, se giró en redondo y a punto estuvo de colisionar con un desconocido de cabellos morenos, traje azul marino y sonrisita burlona.

—¿Dónde está Cord? —preguntó, sin pensar, y se arrepintió de inmediato.

—¿Quién sabe? —La sonrisa del desconocido se ensanchó—. A lo mejor puedo ayudarte yo en su lugar. Soy el hermano de Cord, Brice. —Pues claro, pensó Rylin; se parecían, aunque Brice debía de tener casi diez años más.

—Rylin Myers. Perdona si te he molestado —se apresuró a decir la muchacha—. Me pondré a trabajar.

—¿Trabajar?

—Cord me pidió que viniera a limpiar.

Rylin, cada vez más incómoda, cambió el peso de una pierna a otra.

—Ah —musitó plácidamente Brice, recorriéndola de arriba abajo con la mirada—. Bueno, celebro que el gusto de Cord esté mejorando. Tienes mejor aspecto que la anterior, eso seguro.

Rylin se abstuvo de decir nada. Se dirigió al armario que contenía los artículos de limpieza y recogió un cubo lleno de botes de espray y estropajos desechables. Pero cuando volvió a la sala de estar, Brice aún seguía allí. Se había repantigado en el diván y aflojado el nudo de la corbata, y tenía los brazos cruzados tras la cabeza.

—Por favor, por mí no te preocupes —dijo lánguidamente—. Puedes limpiar a mi alrededor, que no me molesta.

Rylin rechinó los dientes y se dirigió al piso de arriba, ignorándolo.

Aquella misma tarde, se encontraba frente a la puerta del dormitorio de Cord, armándose de valor para entrar.

«Tampoco es tan raro —se dijo—. Solo es un tío». Pero, aunque había estado un montón de veces en la habitación de Hiral, colarse en el dormitorio de un desconocido se le antojaba extraño, de alguna manera. Era demasiado íntimo.

Empezó por la cama, cambiando las sábanas y ahuecando las almohadas antes de limpiar las ventanas con espray y las alfombras con luz ultravioleta. Por último, mientras pasaba el plumero por el recio tocador de madera de Cord, titubeó, abrumada por una curiosidad aplastante. ¿Quién era realmente Cord Anderton?

Abrió por impulso el cajón superior y echó un somero vistazo a su contenido, un surtido de enseres de lo más masculinos. Algunos de ellos ni siquiera los reconoció. Hacía tanto tiempo que se había ido su padre, que lo único que recordaba Rylin era vivir en una casa llena de mujeres. Apartó unas esposas, un botecito de colonia, una billetera de cuero grabada con las siglas WEA… Dedujo que serían las iniciales del padre de Cord. No la impresionó descubrir que estaba repleta de trasnochados machacantes de papel, ilegales pero que aún circulaban libremente por el mercado negro puesto que, a diferencia de los nanodólares, resultaban imposibles de rastrear. Quizá solo los hubiese heredado. Si Cord realmente pagaba a alguien con eso, en cualquier caso, entonces tenía más pelotas de lo que Rylin jamás se hubiera imaginado.

Al fondo del cajón encontró algo que le dio que pensar: una antigua cajita metálica, repleta exclusivamente de pastillas SinTrabas personalizadas. «Trabas», las llamaba todo el mundo. Rylin nunca había visto tantas juntas. Pero levantó la tapa de la caja y allí estaban todas, su cofre del tesoro particular repleto de diminutos sobres negros, señalado cada uno de ellos con la inconfundible etiqueta de prescripción amarilla; y dentro, una píldora solitaria.

Las Trabas, exorbitantemente caras, valían más de lo que Rylin ganaba trabajando varias semanas en el monorraíl, precisamente porque eran legales. Solo un médico podría prescribirlas, tras innumerables escáneres cerebrales y evaluaciones psicológicas. Se diseñaban a medida para clientes adinerados que necesitaban «aliviar el estrés y reducir la ansiedad». Rylin echó un vistazo a la fecha de la receta original. Tal y como sospechaba: justo después del fallecimiento de los padres de Cord.

Se quedó plantada firmemente sobre los talones, pensando en lo extraño que era el mundo, en que tanto ella como Cord hubieran perdido a sus padres. Sin embargo, mientras que ella debía trabajar a cambio de una tarifa por horas tan solo para que su familia se mantuviera a flote, sin tiempo apenas para guardar luto por su madre, a Cord le daban unas pastillitas hechas a medida para paliar su dolor.

Era injusto, se dijo con amargura Rylin, antes de reprenderse, avergonzada, por haber pensado algo así. Cord había perdido a sus padres. Ella era la última persona del mundo que debería juzgarlo por la forma que había elegido para intentar superarlo.

Rylin cerró el cajón acompañando el movimiento con un suspiro y echó un último vistazo a la habitación antes de regresar abajo. Abrió la puerta principal tan solo para tropezarse con Cord en los escalones.

—Anda. Esto, hola —farfulló con torpeza.

No sabía qué decirle. Nunca antes había tenido que enfrentarse a nadie a quien hubiera abofeteado recientemente.

—¿Te vas a casa?

Cord llevaba puesta ropa de deporte, como si acabase de salir del gimnasio. O puede que hubiera salido a correr; sus zapatillas, sucias de tierra, estaban dejando marcas en el umbral de caliza blanca.

—Ya son las cuatro.

Rylin cruzó los brazos para cubrirse el torso, cohibida de repente al darse cuenta de la forma en que el uniforme le ceñía los pechos.

—No, claro, si no pretendía insinuar que…

—Gracias por los Hombrecitos de Goma, por cierto. A mi hermana le encantan.

Rylin no sabía muy bien por qué había dicho eso. No le pagaban por quedarse allí plantada y darle palique al muchacho. Descendió un escalón, situándose así a la misma altura que Cord, e hizo ademán de reanudar su camino.

—Chrissa, ¿verdad? —preguntó Cord, dejando a Rylin paralizada de asombro.

Le costaba creer que se hubiera acordado de cómo se llamaba su hermana.

—Sí. Le llevo tres años —replicó Rylin, con voz queda.

Cord asintió con la cabeza.

—Me parece genial que os tengáis la una a la otra.

Rylin pensó en Cord y Brice, y se preguntó si mantendrían una relación estrecha.

—Perdona —continuó Cord, transcurrido un momento—. No era mi intención entretenerte. A la vista está que te dirigías a alguna parte.

—A ver… a ver a Chrissa, de hecho —tartamudeó Rylin, atragantándose ligeramente con sus propias palabras.

Había estaba a punto de decir «a ver a mi novio» y, por instinto, se había mordido la lengua, aunque ignoraba por qué.

—Dile que hay más Hombrecitos de Goma de donde salieron esos… siempre y cuando prometa no torturarlos como hiciste tú.

Rylin no pudo evitar una sonrisa.

—Hasta mañana —empezó a decir, pero Cord ya había cerrado la puerta sin hacer ruido a su espalda.

«Pues vale», se dijo Rylin mientras empezaba a descender en el elevador F; ni era posible entender a Cord Anderton, ni merecía la pena intentarlo.

Cuando llegó a Park y Central, la intersección ubicada en el centro exacto de la Torre, Rylin traspuso la doble puerta metálica señalizada con un cartel que decía SOLO PERSONAL DE MANTENIMIENTO DE LOS ASCENSORES.

Tan solo hubo de esperar unos minutos antes de que Hiral saliera del vestuario de los ascensoristas, vestido con unos vaqueros y con la fina camiseta negra que se ponía bajo el traje de péndulo. Aún tenía el pelo húmedo de sudor a causa del casco de ultramolde.

—Hola, guapa. No sabía que te fueras a pasar hoy por aquí.

Rylin se dejó envolver por su abrazo. Hiral desprendía un olor reconfortantemente familiar, a metal y sudor.

—Quería verte.

—¿De qué vas disfrazada? —se rio el muchacho.

—Ay, es verdad. —Rylin bajó la mirada hacia su uniforme de criada. Se le había olvidado que todavía lo llevaba puesto—. Hoy he estado trabajando en casa de Cord Anderton. Ya sabes, lo que hacía antes mi madre. Y…

—¿En serio? —El tono de Hiral se endureció, al tiempo que su buen humor desaparecía sin dejar ni rastro. Detestaba a los encumbrados, con una furia que a veces asustaba incluso a Rylin—. ¿Y qué narices haces tú trabajando para ese payaso?

—La paga es mejor que en la parada del monorraíl. Además, he llamado para decir que me había puesto enferma. Solo es temporal —dijo Rylin, impacientándose.

—Ah. Ya lo pillo. Bueno, mientras no dejes tu trabajo de verdad. —Hiral le rodeó la cintura con un brazo—. Curro nuevo, esto hay que celebrarlo. ¿Te apetece ir al Habanas? —Era su antro cubano favorito, donde servían maíz picante y queso frito.

—Genial.

Rylin lo siguió a la avenida, donde las luces ya se habían atenuado para reflejar lo tardío de la hora.

En aquel preciso momento recibió una notificación en la tableta: la respuesta de Fenton al mensaje que le había enviado antes.

«Rylin: he intentado mostrarme generoso con tu hermana y contigo, pero no puedo seguir haciendo excepciones con vosotras —rezaba—. Lleváis dos meses de retraso con el alquiler. Si no pagáis antes de que termine esta semana, podéis daros por desahuciadas».

Le entraron náuseas de repente. Intentó llamar de inmediato, pero no obtuvo contestación.

—¿Ha pasado algo? —dijo Hiral, que la estaba observando.

Rylin no respondió. Se sentía como si el mundo entero estuviera dando vueltas a su alrededor. Esto era culpa suya. ¿Por qué había pagado al banco antes que el alquiler? Se había sentido tan segura de sí misma, de su capacidad para sacarle un mes más de tregua a Fenton; lo había hecho infinidad de veces en el pasado. Pero ahora todo empezaba a desmoronarse, y no sabía cómo arreglarlo.

«El viernes habrás recibido el dinero», tecleó con dedos temblorosos, pese a no tener ni la más remota idea de cómo lograrlo. A lo mejor podría pedirle un préstamo a Hiral, aunque su familia también necesitaba hasta el último penique. O quizá Cord pudiera darle un adelanto.

«Cord». En su mente centelleó el recuerdo de lo que había encontrado antes en el fondo de aquel cajón, esa misma tarde. Allí estaba la solución.

—Nada grave —le dijo a Hiral, odiándose por pensar lo que estaba pensando.

Sin embargo, lo que más odiaba Rylin en realidad era que no tuviese elección.