LEDA |
Mamá, ¿estás aquí? —llamó Leda mientras entraba en el apartamento. Se estremeció ligeramente, empapada de sudor como estaba. Aún llevaba puestas las muñequeras blancas antináuseas de la clase de yoga antigravitacional. Ese día había estado sola con Ming. Hacía ya una semana que Avery no acudía a yoga con ellas. Según sus propias palabras, prefería salir a correr más a menudo, pero Leda sabía que Avery intentaba evitarlas, a ella y a Ming, a esta última porque aún no le había perdonado lo que había hecho en la fiesta de Eris.
Leda y Avery apenas si habían cruzado dos palabras desde aquella incómoda conversación a la mañana siguiente, cuando Leda se había presentado con la chaqueta de Atlas. Ya ni siquiera se sentaban juntas para almorzar. Un buen día Avery había aparecido y se había acomodado en el asiento del extremo, junto a Eris, dejando a Leda entre Risha y Jess. Nadie dijo nada acerca del cambio, pero Leda se sintió como si todas las miradas estuvieran puestas en ella, atentas a una reacción que se negó a proporcionarles.
Y luego estaba Atlas. Nadia insistía en que aquella noche no se había visto con nadie más: incluso había penetrado en los archivos centralizados de los deslizadores, encontrado el que lo había recogido y comprobado que se había ido directamente a casa tras dejar a Leda. Esta lo había visto con sus propios ojos, allí mismo, en el itinerario grabado del vehículo. Sin embargo… Leda no lograba sacudirse de encima el presentimiento de que algo iba mal, aunque no supiera precisar exactamente de qué se trataba.
Deseó ser capaz de no obsesionarse tanto con los Fuller, pero estaban en todas partes. Incluso ahora, qué narices, cuando se dirigía a tomar un zumo en el Altitude después de la clase de yoga, había estado a punto de tropezarse con Avery y su familia, que acababan de almorzar. Se había escondido instintivamente tras una esquina para dejar que pasaran de largo y no verse obligada a entablar conversación con ellos. Sabía que estaba comportándose como una chiflada, pero no podía enfrentarse ni a Avery ni a Atlas. Por lo menos, no hasta que hubiera recuperado un poco el control de las riendas.
—¿Leda? —la llamó su madre desde el despacho—. ¿Qué necesitas, cariño?
Leda entró en la cocina y empezó a aporrear los botones de la fusionadora, preparándose el batido de anacardo que pretendía tomarse antes de tener que salir corriendo del bar de los zumos. ¿Que qué necesitaba? Resolver sus diferencias con Avery. Volver a acostarse con Atlas. Cualquier cosa menos lo que estaba haciendo ahora, porque su estrategia actual era evidente que dejaba mucho que desear.
—No, nada —respondió, sin saber muy bien por qué había gritado llamando a su madre.
El batido se vertió solo en un vaso helado. Leda le espolvoreó canela por encima antes de probar un sorbito. No lograba sacudirse de encima la imagen de Avery, Atlas y sus padres juntos en el Altitude, todos ellos rebosantes de vitalidad, bronceados y orgullosos.
—¿Qué tal el gimnasio? —preguntó Ilara Cole, que acababa de aparecer en la puerta.
—Bien —replicó Leda, impacientándose.
—Tu padre y yo vamos a la fiesta de los Hollenbrand esta noche —le recordó su madre—. No sé qué piensa hacer Jamie. ¿Y Avery y tú, tenéis algún plan?
—Creo que me quedaré en casa —se apresuró a decir Leda—. Estoy un poco cansada, la verdad.
El destello de alivio que iluminó la mirada de su madre la irritó. A Ilara no le había hecho gracia que Leda fuese a la fiesta de cumpleaños de Eris el fin de semana anterior, pero Leda le había prometido portarse bien y no probar ni una gota de alcohol. Solo había faltado a su palabra un poquito, se dijo. Con aquellas ridículas burbujas costaba llevar la cuenta de lo que se bebía.
—¿Por qué no le dices a Avery que se quede aquí a pasar la noche? Podría pedirle a Haley que haga horas extras y os prepare una pizza casera —le ofreció su madre.
Estiró el brazo para recoger un rizo rebelde tras la oreja de Leda, pero esta apartó la cabeza de golpe.
—¡Ya te he dicho que estoy bien!
—Leda. —Su madre había bajado el tono, preocupada—. ¿Va todo bien? ¿Quieres que pida cita con el doctor Vanderstein?
Leda se libró de responder gracias a un pitido procedente de la puerta principal. Su padre acababa de llegar a casa. Gracias a Dios, porque lo último que necesitaba en esos momentos era una sesión con el loquero de su madre.
—Hola, guapas —las saludó su padre mientras entraba en la cocina. Su voz denotaba cansancio—. ¿Cómo va eso?
—¿Dónde te habías metido? —preguntó Leda.
Su padre solía pasar los sábados en casa, dormitando en el diván de la sala de estar. O, si tenía que trabajar, atendiendo llamadas en su despacho.
—En Links, jugando al golf con Pierson y un cliente nuevo —respondió mientras sacaba de la nevera una botellita de vino blanco con limón.
—¿Has estado con el señor Fuller? —se extrañó Leda, en cuyo interior se habían disparado todas las alarmas.
—Sí, he estado con el señor Fuller —repitió su padre, como si no entendiera a qué venía tanta insistencia.
Leda se mordió la lengua para no decir nada más. Había visto a los Fuller a la hora de comer, hacía apenas veinte minutos; era imposible que el señor Fuller se hubiese pasado toda la mañana jugando al golf. ¿Por qué mentía su padre?
—¿Y qué tal el partido? —dijo Ilara, mientras rodeaba la encimera para darle un beso rápido a su marido.
—Bueno, hemos dejado ganar al cliente, que es lo más importante.
El padre de Leda se rio de su propio chiste, pero la carcajada sonó artificial, como si sus pensamientos discurrieran por otros derroteros. ¿Estaría ocultando algo? Su madre, sin embargo, se limitaba a sonreír y asentir con la cabeza, sin sospechar nada.
—Voy a darme una ducha —anunció de improviso Leda, y se llevó lo que quedaba del batido.
Cruzó el pasillo como una exhalación y cerró la puerta de su dormitorio de golpe. Empezó a quitarse rápidamente la ropa deportiva mojada, echándola al cesto que había en la esquina, el cual conectaba directamente con la lavandería. Abrazándose a sí misma, entró en la ducha y activó la lluvia del techo, programando el vapor a máxima potencia. Por algún motivo, sin embargo, no lograba dejar de temblar.
Leda se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo de la ducha, cubierto de unas baldosas rojas importadas de una aldea de Capri. Las había elegido ella misma en el transcurso de unas vacaciones, hacía dos veranos. El pelo se le rizó en finos zarcillos con el vapor de aromaterapia. Acercó las rodillas al pecho y se esforzó por ordenar las ideas. Era como si tuviera la mente fragmentada, como si saltara descontroladamente de un tema a otro. El beso de Atlas en la fiesta. La identidad de la otra persona con la que se estuviera viendo. Por qué mentía su padre sobre dónde había estado. La expresión del rostro de Avery últimamente cuando se cruzaba con ella en los pasillos del instituto. El modo en que ella misma fingía que no la afectaba en absoluto.
Todo aquello comenzaba a pasarle factura. A pesar sobre ella. El agua de la ducha era como un millón de alfileres diminutos que le laceraban la piel y se la dejaban en carne viva.
Necesitaba un chute.
Aún conservaba el enlace de parpadeo de su antiguo camello, Ross. Había sido Cord quien los había puesto en contacto; Leda había estado a punto de que la pillaran unas cuantas veces robando el xemperheidreno de su madre, y una noche, en una fiesta, decidió pedirle ayuda. No sabía a quién más recurrir. Leda sabía que era arriesgado confiarle su secreto a Cord de esa manera, pero presentía que, pese a todas sus bravuconerías, el concepto de lealtad no le resultaba desconocido.
—Claro que sí —había respondido cuando le preguntó, antes de pasarle un enlace etiquetado sencillamente como «Ross».
El tal Ross le había proporcionado xemperheidreno, desde luego, todo el que ella pudiera desear. Pero también le había dado más cosas; cosas por las que Leda ni siquiera había tenido que pagar.
—Tengo un montón de relajantes de sobra —le había dicho una vez, después de que Leda comprase varios xemperheidrenos para preparar los exámenes de acceso a la universidad—. ¿Por qué no te llevas un par? Seguramente te vendrán bien después de las pruebas.
Y así lo había hecho.
No mucho después Leda había empezado a fumar esporádicamente con Cord y sus amigos, a veces con Brice. Un par de veces había probado cosas más fuertes, por ninguna razón en particular, solo por mera curiosidad; pero se negaba a hacerlo demasiado a menudo. Pese a todo, de vez en cuando era agradable aflojar las riendas del autocontrol, que, en su caso, solía ser férreo y estricto.
Además, le había ido de maravilla hasta el invierno pasado; hasta Catyan y la desaparición de Atlas. Entonces sí que se le habían empezado a escurrir las riendas entre los dedos.
«Hola. ¿Qué tal?».
Leda levantó la cabeza de golpe al recibir el mensaje de Atlas. «Hola —contestó con cautela, esforzándose por refrenar el entusiasmo que le corría por las venas—. Bien. ¿Qué pasa?».
«Me preguntaba si te apetecería acompañarme a una cosa del Club Universitario».
Leda cerró los ojos, mareada de alivio. «Sí —respondió—. Encantada».
Se relajó por primera vez en lo que le parecían semanas, aspirando hondas bocanadas de esencia de rosas y dejando que la piel de las manos se le arrugara como una pasa. Daba igual cuánta agua gastase; en alguna parte estaría recogiéndose y filtrándose para su reutilización, de todas formas. De modo que se quedó allí, dejando que la tensión se disipara paulatinamente de su cuerpo agotado.
Poco después, Leda se levantó y empezó a ponerse jabón en el pelo, sintiéndose de nuevo casi recuperada. Como se solía sentir arropada entre los muros de la tienda de meditación de Silver Cove.