LEDA

Leda se sentó como impulsada por un resorte, boqueando en busca de aire y con el pijama de seda empapado de sudor. Aferró las sábanas con ambas manos y las retorció con unos dedos que más bien parecían garras.

Los sueños habían regresado.

Las luces cobraron vida de forma gradual cuando el ordenador de la habitación detectó que la muchacha estaba despierta. Leda se quedó sentada, encogida en el centro de su gigantesca cama, abrazándose. Estaba temblando. Le pesaban tanto las extremidades que era incapaz de moverlas, como si se hubiera encogido hasta quedar reducida a una criatura diminuta que debía manejar un cuerpo inmenso y pesado.

Necesitaba un chute. Desesperadamente. Dios, no había vuelto a necesitarlo tanto desde los primeros días en la clínica de rehabilitación. Por aquel entonces, los sueños la asaltaban todas las noches: sueños en los que se ahogaba en unas aguas tan negras como la tinta; en los que unos dedos, helados y rígidos como los de la muerte, intentaban apresarla. «Soy mi mejor aliada», repitió Leda, procurando serenarse, pero era incapaz; estaba aterida, se sentía como si le hubieran desactivado el cerebro, y lo único que quería era una dosis de xemperheidreno para regresar a la vida.

Cuando por fin se vio con fuerzas para moverse, apartó las sábanas, se recogió el pelo en lo alto de la cabeza y se dirigió a la cocina. Le apetecía un vaso de agua. Podría habérselo pedido al ordenador de la habitación, por supuesto, pero pensó que caminar la ayudaría a tranquilizarse. Se sentía como si alguien se hubiera dedicado a rasparle la cabeza por dentro.

Reinaba un silencio espeluznante en el apartamento. Leda apretó el paso, deslizando los pies descalzos para sortear las manchas que proyectaba la luna sobre el suelo, como acostumbraba a hacer cuando Jamie y ella eran pequeños, y jugaban a que pisar la luz daba mala suerte. Una vez en la cocina, abrió la puerta de la nevera y se quedó allí un momento, dejando que el aire helado le acariciara el rostro.

Tenía los párpados cerrados, pero tras ellos, casi sin darse cuenta, Leda había redactado un borrador para su antiguo camello, Ross. No enviarlo estaba costándole hasta el último ápice de autocontrol. Todo iba bien, se repetía una y otra vez; más que bien, de maravilla. Iba a ir a la fiesta con Atlas y le daba igual que eso le estuviese costando su amistad con Avery. En fin, la culpa era de Avery, por comportarse de aquella forma tan extraña. Se merecía a Atlas, se recordó Leda. Se merecía ser feliz.

Apretó los dientes, giró sobre los talones y encaminó sus pasos de regreso al dormitorio… tan solo para tropezar con algo en el vestíbulo. Maldijo en voz baja. Era el maletín de su padre, tirado de cualquier manera donde él mismo lo había dejado al llegar a casa. Leda se detuvo al ver una cajita naranja que sobresalía del bolsillo lateral. Al parecer, su padre había estado de compras en Calvadour. Faltaban unos días para su aniversario de boda; aquel debía de ser su regalo para la madre de Leda.

No tuvo reparos en levantar una esquina del estuche para ver qué había comprado su padre: un elegante pañuelo de seda, de color beige, con lo que parecían ribetes bordados a mano. Dio una veloz orden verbal a sus lentes de contacto, que buscaron el artículo en ComparaPrecios. Cuando vio lo que costaba, se quedó sin aliento. Su padre debía de sentirse profundamente enamorado para adquirir algo así.

O profundamente culpable por algo.

Leda guardó la caja y terminó de cruzar el pasillo. Sin embargo, ni siquiera después de volver a meterse en la cama fue capaz de conciliar el sueño. Estaba nerviosa. Ojalá pudiera enviarle un parpadeo a Atlas, pero era noche cerrada y no quería quedar como una chiflada.

«¿Qué es lo último que has averiguado acerca de Atlas?», le preguntó a Nadia, en cambio, sin esperar realmente que fuese a contestar de inmediato.

La respuesta, sin embargo, llegó instantes después. «Estoy investigando algo en estos momentos, de hecho».

Leda empezó a leer y se quedó perpleja al instante. Al parecer, Atlas había pasado los últimos meses en el Amazonas, trabajando en una especie de complejo turístico en plena naturaleza. A modo de prueba, Nadia adjuntó incluso unas cuantas fotografías aéreas, tomadas por lo que solo podía ser un satélite.

«¿Te has colado en el Departamento de Estado?», preguntó Leda, sin poder evitarlo. Aquellas imágenes únicamente podrían haber salido de la red de comunicaciones del gobierno.

«Te lo dije, no hay nadie mejor que yo».

Leda se quedó tendida en la cama, con los ojos cerrados, musitando para sus lentes de contacto mientras estas proyectaban para ella una imagen tras otra. El chico de las fotos estaba mucho más bronceado y lucía una barba incipiente, pero se trataba de Atlas, sin lugar a dudas.

Se dio la vuelta una y otra vez, deseando que la venciera el sueño por fin. En su mente revoloteaban siniestros retazos de la pesadilla que la había asaltado antes. El mensaje para Ross aguardaba aún en la cara interior de sus párpados. Dios, cómo le gustaría enviarlo.

¿Alguien más se sentiría así alguna vez, sola y desesperada, acosada por un temor inclasificable? ¿Avery, por ejemplo? Leda lo dudaba. Pero una parte de ella se preguntó si Atlas podría entenderla. Quizá se hubiera esfumado el año pasado porque también él necesitaba escapar de algo. De algo gordo, si para darle esquinazo había tenido que refugiarse en el corazón de una selva remota.

Fuera lo que fuese, se preguntó si Atlas habría encontrado la solución que buscaba; o si sus demonios aún lo perseguirían también a él por las noches, como le ocurría a ella.