ERIS

—Eris… —Mariel llamó a la puerta con los nudillos.

—¡Ya voy! —gritó Eris, haciendo equilibrios sobre un zapato de tacón con la suela roja mientras se calzaba el otro, antes de correr a abrirle a Mariel. Antes de tener que empezar a responder en persona a la puerta, nunca se había percatado de lo práctica que era la lista de acceso instantáneo—. Perdón, solo necesito unos minutos más para rizarme el pelo —dijo mientras regresaba a su dormitorio.

Su madre había salido, probablemente a mirar apartamentos; no hablaba de otra cosa desde que había recibido la transferencia del señor Cole.

Mariel sorteó sin inmutarse el desorden que reinaba en la habitación de Eris.

—Ya sabía yo que íbamos a llegar tarde, como siempre —se lamentó, aunque con cariño—. ¿Siempre te cuesta tanto decidirte?

Inclinó la cabeza en dirección a la estrecha cama de Eris, sepultada bajo una montaña de ropa.

—Me gusta barajar varias opciones —replicó Eris, sintiendo una inexplicable punzada de culpa.

Su madre y ella habían comprado la mayoría de esas prendas aquella misma mañana, en el transcurso de una batida por todas las tiendas que les habían salido al paso, generosamente patrocinada por el señor Cole.

El rizador de pelo emitió un pitido, y Eris comenzó a atacar las largas capas que le enmarcaban el rostro, mordiéndose el labio. Mariel exhaló un suspiro al ver su expresión.

—Dame eso y déjame a mí —dijo, acercándose al rincón en el que se encontraba Eris.

Al girarse, atisbó la parte posterior del sencillo vestido negro de Mariel, que enseñaba casi toda la espalda. A Eris, por lo general, no le habría importado; bien sabía Dios que no era detractora en absoluto de lucir algo de piel. Pero el escote trasero de ese vestido era tan bajo que dejaba al descubierto parte de uno de los tintuajes de Mariel, una línea de texto en español. Eris hizo una mueca cuando lo vio. El tintuaje medio desvelado le pareció una horterada insoportable.

—¿Qué pone? —preguntó, sin poder evitarlo.

—Ah, ¿el tintuaje? —dijo Mariel, mientras giraba el cuello para mirar sobre su hombro—. ¿No sabes lo que es un diccionario? —Se rio y empezó a usar el rizador para formar apretados tirabuzones con el cabello de Eris y dejarlos caer en grandes capas onduladas—. ¿Lo ves? Se me da mejor que a ti.

—Gracias.

Cruzó una mirada con Mariel en el espejo y vio que estaba sonriendo, a lo que correspondió con una sonrisa maquinal.

—Cuéntame más cosas sobre esta fiesta —dijo Mariel—. Tengo muchas ganas de conocer a tus amigos.

Avery celebraba una fiesta esa noche, la primera en condiciones que ella y Atlas organizaban desde que el muchacho había vuelto del extranjero. Iba a ser todo un acontecimiento.

—¿Quieres que te preste alguno de mis vestidos? —se oyó decir Eris.

Mariel se quedó callada. El mechón de Eris que sostenía en el rizador comenzó a sisear. Lo soltó.

—¿Qué tiene el mío de malo?

Eris abrió la boca para responder, pero no consiguió emitir ningún sonido. ¿Cómo podía explicarle a su novia que su aspecto dejaba mucho que desear? ¿Que comparada con sus glamurosos compañeros de clase, con su ropa hecha a medida y su maquillaje impecable, casi daba pena?

Pensar en lo que iban a decir todos de Mariel —y de ella, por haberla llevado a la fiesta— hizo que se le encendieran las mejillas al rojo vivo.

—Nada. Olvida lo que te he dicho —se apresuró a corregirse. Tras unos instantes de silencio incómodo, retomó la conversación y respondió a la pregunta de Mariel como si no hubiera pasado nada—. En cualquier caso, sí, Avery te caerá genial. Es mi mejor amiga, desde que éramos niñas. Ella y su hermano, Atlas, serán los anfitriones de la fiesta… y Jess y Risha también estarán allí, seguro, además de todas las chicas con las que solía jugar al hockey en… —Estaba farfullando atropelladamente, lo sabía.

Mariel, por su parte, seguía rizándole el pelo con movimientos secos, la espalda rígida y el orgullo herido.

—¿Qué pasa con Leda?

—Estoy segura de que también irá.

—¿Sabe ya lo de su padre?

Eris titubeó un momento.

—Él no piensa contarle nada.

—¡¿Cómo?! —Mariel dejó el rizador y se plantó frente a Eris para mirarla directamente a los ojos—. Eris, ¿por qué no habías mencionado esto antes? ¡Me dijiste que la cena había ido bien! ¿A qué te refieres con que no piensa contarle nada? —Parecía molesta.

Eris respiró hondo y relató toda la historia: lo del restaurante, el pañuelo y todas las preguntas que le había hecho el señor Cole acerca de cómo les iban las cosas a su madre y a ella. Y también le habló de las insinuaciones del señor Cole acerca de lo desaconsejable que sería sacar su relación a la luz, pues podría suponerle demasiados problemas en el trabajo y en casa.

—Nos ha transferido un montón de dinero —dijo Eris, momentos después—. Por fin podremos volver a mudarnos a las plantas de arriba, en cuanto encontremos un apartamento.

—Espera. A ver si lo he entendido bien. —Mariel había dado un paso atrás para apartarse de Eris, a la que observaba ahora con algo parecido a la repugnancia—. ¿Te ha sobornado para que no desveles el hecho de que eres su hija?

—Dicho así, suena muy feo.

—Vaya, perdona, ¿cómo prefieres que lo diga? Eris, ese hombre está comprando tu silencio con un apartamento nuevo repleto de cositas brillantes. ¿No lo ves? ¡El dinero es para silenciarte!

—Voy a quedármelo. —Eris irguió los hombros, obstinada—. Ya lo he decidido. Qué narices, pero si ya he empezado a gastármelo. —Indicó con un gesto la montaña de ropa que ocultaba la cama, toda ella nueva y cara, aún con las perchas de terciopelo de las boutiques.

—¿No te molesta que tu padre quiera sobornarte para que no digas nada? ¿Porque tu existencia le supone un inconveniente? —Mariel había empezado a levantar la voz.

—¿Por qué te cabreas tanto? —le espetó Eris—. No puedo obligarle a pasar más tiempo conmigo si no le apetece. Por lo menos con el dinero puedo hacer algo.

—¿Como qué? ¿Comprarte más chorradas que no sirven para nada? —Mariel agarró un puñado de collares del tocador y los dejó resbalar entre los dedos—. ¿Esto es lo que te hace realmente feliz, Eris?

—¡Pues sí!

Mariel parpadeó varias veces seguidas, horrorizada. Eris suspiró y bajó la voz.

—No quería decir eso. Es que… ¿No te das cuenta? Con el dinero puedo hacer cosas, cosas de verdad, importantes. ¡Podría ayudaros a tu familia y a ti! —Malinterpretando la expresión de Mariel, Eris continuó—: Podríais mudaros a un nivel superior. No tendrías que seguir trabajando en el Altitude después de clase… podrías concentrarte en los estudios, pasar más tiempo con tu madre.

—Dios, Eris. No lo pillas, ¿verdad? No quiero tu caridad de las narices.

—No es…

—Creía que habías cambiado —prosiguió Mariel; la desilusión que se reflejaba en su rostro fue como un mazazo para Eris—. Pensaba que eras distinta, pero me equivocaba. Sigues siendo la misma zorra mimada que eras cuando acudías al Altitude a diario, tan campante, y me mirabas sin verme, como si yo ni siquiera existiese.

—¿Que yo no he cambiado? —Eris sintió que le hervía la sangre—. ¡Eres igual de cabezota y arrogante como el día que te conocí!

—¿Sabes qué, Eris? El dinero no va a resolver tus problemas.

—¡Por lo menos me sacará de este estercolero!

Eris supo al instante que había ido demasiado lejos.

—Este estercolero es el lugar en el que yo me he criado —dijo fríamente Mariel, recalcando cada palabra.

—Perdona —empezó a disculparse Eris, pero Mariel ya había dado otro paso atrás, aumentando la distancia que las separaba.

—Olvídalo, Eris. Dios me libre de ir a la fiesta y dejarte en ridículo con este vestido que tanto aborreces, al parecer. —Giró sobre los talones y salió de la habitación.

Instantes después, Eris oyó que la puerta principal se cerraba tras ella.

Pensó en salir corriendo tras Mariel, pero tenía los pies anclados en el suelo. Eris sintió como si se rompiera algo en su interior. Quizá fuese su orgullo hecho pedazos, pensó; su estúpido, absurdo y obstinado orgullo. O quizá fuese su corazón.

Dio un paso en dirección al espejo mientras respiraba entrecortadamente, esforzándose por conservar la calma. Era innegable que lucía un aspecto fabuloso con su nuevo vestido bermellón. Por suerte, tenía el complemento perfecto para él.

Eris se ciñó al cuello el pañuelo que le había regalado el señor Cole, se lo ató con un nudo al estilo parisino y se fue a casa de Avery, sola.