LEDA

Mientras el helicóptero sobrevolaba el East River, en dirección a Manhattan, Leda Cole se inclinó hacia delante y pegó la cara a la ventana de flexiglás para disfrutar mejor de las vistas. Este primer atisbo de la ciudad siempre tenía algo especial, sobre todo en aquel momento, cuando las ventanas de las plantas superiores resplandecían iluminadas por el sol del atardecer. Leda entrevió destellos de color bajo la superficie de neocromo, allí donde los ascensores subían y bajaban como exhalaciones: eran las arterias que bombeaban verticalmente la sangre vital de la ciudad. Todo seguía igual que siempre, pensó, moderno en grado sumo y, de alguna manera, inmune al paso del tiempo. Leda había perdido ya la cuenta de todas las panorámicas antiguas de Nueva York que había visto, las mismas que todo el mundo idealizaba siempre. Pero, en comparación con la Torre, le parecían feas y extrañas.

—¿Te alegras de estar en casa? —le preguntó con cautela su madre, que la observaba de reojo desde el otro lado del pasillo.

Leda asintió con un gesto seco, sin molestarse en responder en voz alta. Apenas había hablado con sus padres desde que la habían recogido en la clínica de rehabilitación aquella misma mañana. De hecho, no lo hacía desde el incidente que en julio la había enviado allí.

—¿Podemos pedir en Miatza esta noche? Llevo semanas deseando zamparme una hamburguesa de dodo —dijo su hermano, Jamie, en un claro intento por levantarle el ánimo.

Leda hizo como si no lo hubiera escuchado. Jamie, al que le faltaba un año para terminar los estudios, solo era once meses mayor que ella, pero no podía decirse que estuvieran muy unidos. Seguramente porque no se parecían en nada.

Con Jamie todo era simple y directo, era como si no tuviera la menor preocupación en absoluto. Ni siquiera se parecían fisicamente: Leda tenía la piel oscura y era vivaz, como su madre, mientras que Jamie tenía la tez casi tan pálida como su padre y, pese a todos los esfuerzos de Leda por evitarlo, siempre andaba hecho un desastre. En esos momentos lucía una barba hirsuta que, al parecer, llevaba dejando crecer todo el verano.

—Lo que prefiera Leda —dijo su padre.

Claro, porque dejándola a ella elegir el menú para llevar se arreglaba todo.

—Me da lo mismo.

Leda se contempló furtivamente la muñeca. Dos punciones diminutas, recuerdo del ceñido brazalete de control que había tenido que llevar puesto todo el verano, eran lo único que atestiguaba su paso por la clínica de rehabilitación Silver Cove. Paradójicamente, el lugar no podría haber estado más alejado del mar, pues se hallaba en el centro de Nevada[1].

En realidad, Leda no se lo tenía muy en cuenta a sus padres. Si ella se hubiera tropezado con la escena que ellos habían tenido que presenciar en julio, también se habría enviado a sí misma a una clínica de rehabilitación. Estaba hecha unos zorros cuando llegó: enfurecida y violenta, colocada de xemperheidreno y quién sabía qué más. Había hecho falta un día entero de lo que las demás residentes de Silver Cove denominaban el «zumo de la felicidad» —un potente suero de sedantes combinados con dopamina— para que accediese siquiera a hablar con los médicos.

A medida que el organismo de Leda eliminaba paulatinamente las drogas, también había empezado a desaparecer el amargo sabor de su resentimiento, y había sido sustituido por una oleada de vergüenza: una vergüenza bochornosa e incómoda. Siempre se había prometido que no perdería el control, que no se convertiría en una de aquellas yonquis patéticas que protagonizaban los hologramas de la clase de salud en la escuela. Pero allí había acabado, con la aguja de un gotero clavada en el brazo.

—¿Estás bien? —le había preguntado una enfermera al fijarse en su expresión.

«Que nunca te vean llorar», se había recordado Leda para sus adentros, parpadeando para reprimir las lágrimas.

—Por supuesto —había conseguido responder, con voz firme.

A la larga, Leda encontró algo parecido a la paz en la clínica de rehabilitación: no gracias al inútil de su psicólogo, sino a la meditación. Se pasaba casi todas las mañanas sentada, con las piernas cruzadas, repitiendo los mantras que entonaba el gurú Vashmi. «Que mis acciones tengan un fin. Soy mi mejor aliada. Me basto yo sola». De vez en cuando, Leda abría los ojos y miraba, entre las volutas de humo de lavanda, a las demás chicas del tipi de yoga. Todas tenían el mismo aire: parecían acosadas, hostigadas, como si hubieran llegado hasta allí huyendo de algo y el miedo les impidiera marcharse. «No soy como ellas», se decía Leda para sus adentros mientras enderezaba los hombros y cerraba los ojos de nuevo. Ella no necesitaba las drogas, no era como todas aquellas chicas.

Faltaban escasos minutos para llegar a la Torre. De repente, tuvo un ataque de ansiedad y se le hizo un nudo en el estómago. ¿Estaría preparada para aquello, para regresar y enfrentarse a todo lo que había propiciado su caída?

A todo, no. Atlas aún no había vuelto.

Leda cerró los ojos y musitó unas palabras para sus lentes de contacto, ordenándoles que abrieran el buzón de correo, al cual llevaba asomándose sin cesar desde esa mañana, después de salir por fin de rehabilitación y recuperar el acceso al servicio. Al instante resonó en sus oídos la notificación de tres mil mensajes acumulados, invitaciones y videoalertas que se sucedían y se superponían las unas a las otras, como notas musicales. Por extraño que pareciera, el clamor de toda aquella atención resultaba reconfortante.

En lo alto de la lista había un nuevo mensaje de Avery. «¿Cuándo vuelves?».

Todos los veranos, los padres de Leda la obligaban a acompañarlos en su visita anual al «hogar», que estaba más o menos en el quinto pino: Podunk, Illinois. «Mi hogar está en Nueva York», protestaba siempre Leda, pero su familia no le hacía caso. En realidad, ni siquiera entendía por qué se empeñaban sus padres en perpetuar esas visitas un año tras otro. Si Leda hubiera hecho lo mismo que ellos (trasladarse desde Danville a Nueva York de recién casados, justo cuando acababa de inaugurarse la Torre, e ir ascendiendo de forma paulatina, nivel a nivel, hasta que pudieron permitirse vivir en las codiciadas plantas superiores), jamás habría vuelto a mirar atrás.

En cambio, sus padres se empeñaban en regresar a su terruño todos los años para quedarse con los abuelos de Leda y Jamie, en una casa tecnoscura donde solo había mantequilla de soja y envases congelados de comida preparada. Lo cierto era que Leda se lo había pasado bien allí de pequeña, cuando para ella no era más que otra aventura. Al hacerse mayor, sin embargo, había empezado a suplicar que la dejaran quedarse en casa. Ya no le gustaba estar con sus primos, siempre vestidos con vulgares prendas fabricadas al por mayor, siempre con aquellas inquietantes pupilas sin lentes de contacto. Pero, pese a todas sus protestas, nunca había conseguido escaquearse. Hasta este año.

«¡Ya he vuelto!», respondió Leda, vocalizando el mensaje y asintiendo con la cabeza para enviarlo. En el fondo sabía que debería contarle a Avery lo de Silver Cove: en rehabilitación habían hablado largo y tendido sobre asumir responsabilidades y pedir ayuda a los amigos. Pero la mera idea de explicárselo todo a Avery hizo que Leda se aferrara al asiento hasta que se le pusieron blancos los nudillos. No era capaz; no podía confesarle semejante debilidad a su mejor amiga, con lo perfecta que era. La reacción de Avery sería de lo más diplomática, claro, pero Leda sabía que, de un modo u otro, la juzgaría; que ahora la vería de otra manera. Y eso Leda no podría superarlo.

Avery conocía la verdad a medias: sabía que Leda había empezado a consumir xemperheidreno de vez en cuando, antes de los exámenes, para agilizar la mente… y que en alguna que otra ocasión había tomado cosas más fuertes con Cord, Rick y el resto de la pandilla. Pero Avery no sospechaba siquiera lo grave que se había vuelto la situación hacia finales del año anterior, después de lo de los Andes, e ignoraba por completo lo que había ocurrido este verano.

Llegaron a la Torre. El helicóptero dio un bandazo, como si el piloto estuviera borracho, ante la entrada del helipuerto de la planta 700. Los vientos huracanados que azotaban la Torre zarandeaban el aparato, a pesar de estar equipado con estabilizadores. Tras un último impulso, se posó en el interior del hangar. Leda se despegó del asiento y bajó por la traqueteante escalerilla detrás de sus padres. Mamá ya estaba al teléfono, musitando algo relacionado seguramente con algún negocio que debía de haberse torcido.

—¡Leda!

Un torbellino rubio se abalanzó sobre ella y la envolvió en un abrazo.

—Avery.

Leda esbozó una sonrisa, con el rostro enterrado en el cabello de su amiga, antes de separarse de ella con delicadeza. Dio un paso atrás, levantó la cabeza y… Durante un momento se quedó sin saber qué decir, abrumada por un torrente de antiguas inseguridades. Reencontrarse con Avery siempre era un shock. Leda procuraba que no la afectase, pero a veces no podía evitar pensar en lo injusto que era. Avery ya disfrutaba de una vida perfecta en el ático de la última planta. ¿Tenía que ser perfecta ella también? Cuando la veía junto a los Fuller, a Leda le costaba creer que Avery fuese el fruto de su ADN.

En ocasiones, era un incordio ser la mejor amiga de una chica antinaturalmente libre de imperfecciones. Leda, por su parte, probablemente fue engendrada una noche de chupitos de tequila para celebrar el aniversario de sus padres.

—¿Quieres largarte de aquí? —le preguntó Avery, implorante.

—Sí —fue su respuesta. Haría lo que fuese por Avery, aunque esta vez Leda no necesitaba que nadie la persuadiera.

Avery se giró para abrazar a los padres de Leda.

—¡Señor Cole! ¡Señora Cole! Bienvenidos a casa. —Leda se quedó mirando a sus padres mientras se reían y le devolvían el abrazo a Avery, abriéndose como flores al sol. Nadie era inmune al encanto de Avery—. ¿Puedo robarles a su hija? —preguntó Avery, y los dos asintieron con la cabeza—. ¡Gracias! ¡Se la devolveré a tiempo para la cena! —les prometió, ya cogida del brazo de Leda, tirando de ella con insistencia en dirección al paseo del piso 700.

—Espera un segundo.

En comparación con la elegante falda roja y la blusa corta de Avery, el atuendo de Leda, recién salida de la clínica de rehabilitación con una sencilla camiseta gris y unos pantalones vaqueros, resultaba exageradamente insulso.

—Si vamos a salir, me gustaría cambiarme antes.

—Estaba pensando que podríamos ir al parque, sin más. —Avery pestañeó varias veces seguidas y desvió la mirada de un lado a otro mientras solicitaba un deslizador—. Algunas de las chicas andan por allí y todo el mundo quiere verte. ¿Te parece bien?

—Claro que sí —respondió Leda de forma automática, disimulando la punzada de rabia que le producía el hecho de que no fuesen a salir las dos solas.

Dejaron atrás las puertas dobles del helipuerto y se adentraron en el paseo, un gigantesco centro de transportes que abarcaba varias manzanas. Sobre sus cabezas, los techos, de un cerúleo radiante, resplandecían. A Leda le parecieron tan bonitos como todo lo que había visto en el transcurso de sus paseos vespertinos por Silver Cove. Aunque Leda no era la clase de persona que buscaba la belleza en la naturaleza. «Belleza» era un término que reservaba para las piedras preciosas, los vestidos más caros y las facciones de Avery.

—Cuéntamelo todo —dijo Avery, tan directa como siempre, mientras caminaban por las aceras de compuestos de carbono que discurrían paralelas a las vías plateadas de los deslizadores. Los bots expendedores que circulaban por las calles, cilíndricos y provistos de unas ruedas enormes, vendían frutas deshidratadas y cápsulas de café.

—¿Cómo?

Leda intentó concentrarse. A su izquierda, calle abajo, los deslizadores desfilaban en vertiginosa sucesión. Sus movimientos eran tan veloces y coordinados como los de un banco de peces, iluminados en verde o rojo según estuvieran libres o no. Instintivamente, se acercó a Avery un poco más.

—Illinois. ¿Ha estado tan mal como de costumbre? —quiso saber Avery, con mirada ausente—. Deslizador —dijo en voz baja, y uno de los vehículos se separó del cardumen.

—¿Quieres ir en deslizador hasta el parque? —preguntó Leda a su vez, evitando responder a su amiga y esforzándose por sonar natural.

Se le había olvidado la tremenda cantidad de gente que vivía allí: padres que tiraban de sus retoños, hombres y mujeres de negocios que hablaban a voz en cuello con sus lentes de contacto, parejas cogidas de la mano… Tras la controlada serenidad de la clínica de rehabilitación, resultaba abrumador.

—¡Has vuelto, es una ocasión especial! —exclamó Avery.

Leda respiró hondo y sonrió mientras el deslizador se detenía junto a ellas. El estrecho biplaza, con un mullido interior de un tono blanco roto, flotaba a varios centímetros del suelo gracias a las barras de propulsión magnética de la parte inferior. Cuando Avery se hubo acomodado enfrente de Leda y tecleó su destino, el deslizador reanudó la marcha.

—A lo mejor el año que viene te dejan saltártelo. Así tú y yo podremos hacer algún viaje juntas —dijo Avery, retomando la conversación mientras el deslizador se zambullía en uno de los corredores verticales de la Torre. Las guías luminosas de las paredes del túnel proyectaban danzarines reflejos amarillos sobre sus pómulos.

—A lo mejor. —Leda se encogió de hombros. Le apetecía cambiar de tema—. Tu moreno es una pasada, por cierto. ¿Has estado tomando el sol en Florencia?

—En Mónaco. Las mejores playas del mundo.

—Después de las de la casa que tenía tu abuela en Maine.

Habían pasado allí una semana, después de su primer año en la universidad, tostándose al sol y bebiéndose a hurtadillas el oporto de a abuela Lasserre.

—Cierto. En Mónaco no había ni un solo socorrista medianamente guapo —dijo Avery, con una carcajada.

El deslizador redujo la velocidad y comenzó a desplazarse en horizontal para girar en la 307. Por lo general, visitar una planta tan baja se consideraría una auténtica vulgaridad, pero las visitas a Central Park constituían una excepción. Cuando se detuvieron ante la entrada nororiental del parque, Avery se volvió hacia Leda, con una expresión repentinamente seria en sus ojos azul oscuro.

—Me alegra que hayas vuelto, Leda. Te he echado de menos este verano.

—Y yo a ti —dijo Leda, en voz baja.

Cruzó la entrada del parque tras los pasos de Avery, pasando frente al célebre cerezo recuperado del Central Park original. Unos cuantos turistas se apoyaban en la valla que rodeaba al árbol, fotografiándolo y leyendo su historia en la pantalla táctil interactiva situada a un lado. No quedaba nada más del parque original, enterrado a gran profundidad bajo sus pies, más allá de los cimientos de la Torre.

Dirigieron sus pasos hacia la colina en la que Leda ya sabía que estarían sus amigas. Avery y Leda habían descubierto juntas aquel sitio cuando estaban en séptimo; tras numerosos experimentos, concluyeron que era el mejor sitio para empaparse de los rayos de la lámpara solar, libres de radiación ultravioleta. Mientras caminaban, el espectrocésped que delimitaba el sendero cambió de color, de un verde menta a un delicado tono lavanda. A su izquierda correteaba un gnomo holográfico de dibujos animados, a la cabeza de una hilera de vociferantes chiquillos.

—¡Avery! —dijo Risha, la primera en avistarlas. Las demás chicas, todas ellas tumbadas en toallas de playa de vivos colores, levantaron la cabeza y saludaron con la mano—. ¡Y Leda! ¿Cuándo has vuelto?

Avery se dejó caer en medio del grupo, recogiéndose un mechón de rubísimo pelo detrás de la oreja, y Leda se acomodó junto a ella.

—Ahora mismo. Acabo de bajarme del helicóptero. —Abrió el bolso para sacar las gafas de sol de su madre, de estilo retro. Podría haber activado el modo bloqueo de luz de sus lentes de contacto, por supuesto, pero las gafas constituían algo así como una seña de identidad para ella. Siempre le había gustado el hecho de que, tras ellas, su expresión resultara inescrutable—. ¿Dónde está Eris? —se preguntó en voz alta. No es que la echara especialmente de menos, pero por lo general siempre se podía contar con que Eris hiciera acto de presencia cuando se trataba de broncearse.

—De compras, seguramente. O con Cord —respondió Ming Jiaozu, con una nota de resentimiento contenido en la voz.

Leda guardó silencio, sorprendida. Esa mañana había consultado los agregadores y en ellos no aparecía ninguna mención a Eris ni a Cord. Por otra parte, en realidad era imposible seguirle el ritmo a Eris, la cual ya había salido —o tonteado, al menos— con la mitad de sus compañeros y compañeras de clase, en algunos casos incluso más de una vez. Pero Eris, que era la amiga más antigua de Avery, procedía de una familia tan selecta como adinerada, lo cual significaba que podía hacer lo que le viniera en gana y salirse con la suya.

—¿Qué tal el verano, Leda? —preguntó Ming—. Lo has pasado en Illinois, ¿verdad? Con tu familia.

—Sí.

—Me imagino que habrá sido una tortura, tanto tiempo aislada en mitad de ninguna parte y todo eso.

El tono de Ming, que pretendía ser dulce, resultaba empalagoso.

—Bueno, he sobrevivido —dijo Leda, como si le restase importancia.

Se negaba a permitir que la otra chica la provocara. Ming sabía lo mucho que detestaba Leda hablar de los humildes orígenes de sus progenitores, pues constituía un recordatorio indeleble de que ella, a diferencia de las demás, no pertenecía a este mundo, sino que había llegado a él tras mudarse desde los suburbios del Cinturón de la Torre, cuando aún estaba en séptimo curso.

—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Qué tal por España? ¿Te codeaste con la gente de allí?

—No mucho —respondió Ming.

—Qué curioso, porque por lo que salía en los agregadores daba la impresión de que sí has hecho algún que otro amigo, y además de los íntimos.

En la descarga masiva de mensajes que había ejecutado antes, en el avión, Leda había visto unas cuantas instantáneas de Ming en compañía de un chico español. Por su lenguaje corporal y por la ausencia de pies de foto se notaba que había pasado algo entre ellos, pero sobre todo, por el característico rubor que exhibía Ming en las imágenes y que, en ese momento, se le estaba extendiendo por todo el cuello.

Ming optó por quedarse callada. Leda se permitió esbozar una sonrisita victoriosa. Cuando la gente le apretaba las tuercas, saltaba.

—Avery —intervino Jess McClane, inclinándose hacia delante—. No habrás roto con Zay. Es que me lo he tropezado antes y parecía estar de bajón.

—Pues… sí —respondió pausadamente Avery—. Quiero decir, supongo. Me cae bien, pero…

Dejó la frase inacabada flotando en el aire, como si todo aquello no revistiera el menor interés.

—Ay, Dios, Avery. ¡Deberías hacerlo de una vez y quitártelo ya de encima, en serio! —exclamó Jess, cuyas pulseras de oro resplandecían a la luz del panel solar—. Pero ¿se puede saber exactamente a qué estás esperando? O «a quién» estás esperando, mejor dicho.

—Déjalo ya, Jess. Tú no eres precisamente la más adecuada para hablar —saltó Leda.

La gente siempre estaba soltándole a Avery comentarios por el estilo, porque en realidad no tenían ningún otro motivo para criticarla. Pero carecía aún más de sentido viniendo de Jess, que también era virgen.

—Pues mira, sí que puedo —replicó Jess, en tono enigmático.

Sus palabras desencadenaron un coro de grititos escandalizados.

—Espera, ¿tú y Patrick…?

—¿Cuándo?

—¿Dónde?

Jess sonrió de oreja a oreja, claramente ansiosa por compartir los detalles. Leda se recostó y fingió que seguía prestando atención. Por lo que respectaba a las demás chicas, ella también era virgen. No le había contado la verdad a nadie, ni siquiera a Avery. Ni lo haría jamás.

Había ocurrido en enero, durante el viaje anual de esquí a Catyan. Sus familias llevaban años yendo al mismo sitio: al principio solo los Fuller y los Anderton, y luego, cuando Leda y Avery se hicieron tan buenas amigas, también los Cole. Los Andes era la mejor zona de esquí que quedaba sobre la faz de la tierra; hoy en día, incluso Colorado y los Alpes dependían casi por completo de los cañones de nieve. Únicamente en Chile, en las cumbres más altas de los Andes, quedaba suficiente nieve natural como para esquiar de verdad.

En su segundo día de estancia habían salido todos a esquiar con drones —Avery, Leda, Atlas, Jamie, Cord e incluso el hermano mayor de este, Brice— para lanzarse desde los asientos de sus drones, aterrizar en el polvo helado, trazar una línea sinuosa entre los árboles y, tras levantar el brazo, agarrarse de nuevo a los drones justo al filo del precipicio, donde terminaba el glaciar. Leda no era tan buena esquiadora como los demás, pero había ingerido una pastilla de adrenalina en el camino de subida y se sentía de maravilla, casi tan bien como cuando le robaba a su madre otras sustancias más potentes. Estaba siguiendo a Atlas entre los árboles, esforzándose por mantener su ritmo, disfrutando de los zarpazos que descargaba el viento contra su traje de poliplumón. No oía nada más que el susurro de los esquís al deslizarse sobre la nieve y, por debajo de él, el sonido hueco y profundo del vacío. Se le ocurrió que avanzar a toda velocidad entre el aire fino como el papel que se respiraba en lo alto del glaciar, junto al límite mismo del cielo, era como tentar a la suerte.

Fue entonces cuando Avery profirió un alarido.

Después de aquello todo fue una sucesión de imágenes confusas. Leda palpó el interior de su guante para pulsar el botón rojo y llamar a su dron de esquí, pero el de Avery ya estaba recogiéndola a unos metros de distancia. Su pierna sobresalía formando un ángulo extraño.

Para cuando regresaron a la suite del ático del hotel, Avery viajaba ya a bordo de un jet rumbo a casa. Se recuperaría, les aseguró el señor Fuller; solo había que soldarle la rodilla, pero quería que la vieran los expertos de Nueva York. Leda sabía a qué se refería con eso. Después de la operación principal, Avery tendría que someterse al microláser de Everett Radson, no fuera a ser que le quedara el rastro de alguna cicatriz en su perfecta figura.

Algo más tarde, aquella misma noche, se metieron todos en el jacuzzi de la terraza para compartir unas botellas heladas de crema de whisky y brindar por Avery, por los Andes y por la nieve que acababa de empezar a caer. Cuando la nevada se intensificó, sin embargo, los demás acabaron protestando y refunfuñando, y no tardaron en irse a la cama. Pero Leda, que estaba sentada junto a Atlas, decidió quedarse en el agua. Él tampoco se había movido.

Hacía años que fantaseaba con Atlas, desde que Avery y ella se habían hecho amigas; desde la primera vez que lo vio en el apartamento de Avery, cuando Atlas las pilló cantando temas de Disney a grito pelado y ella se puso roja como un tomate, muerta de vergüenza. Solo que Leda nunca había abrigado, en realidad, la esperanza de tener la menor oportunidad con él. Era dos años mayor y, además, Avery y él eran hermanos. En ese momento, sin embargo, cuando todos los demás salían del jacuzzi, ella titubeó y se preguntó si a lo mejor, si tal vez… Percibía con cada fibra de su ser el punto en que su rodilla izquierda rozaba la de Atlas por debajo del agua, provocándole un hormigueo que se le extendía por todo el costado.

—¿Quieres un poco? —murmuró él, pasándole la botella.

—Gracias.

Leda se obligó a dejar de mirarle las pestañas, en las que se posaban copos de nieve que rutilaban como minúsculas estrellas líquidas.

Dio un largo sorbo de la crema de whisky. Era muy suave, tan dulce como un bocado de tarta, pero le dejó un regusto abrasador en la garganta. Se sentía mareada, tanto por el calor que hacía en el jacuzzi como por la presencia de Atlas, tan cerca de ella. Quizá aún no se le hubieran pasado del todo los efectos de la pastilla de adrenalina, o quizá lo que hacía que se sintiera tan inusitadamente atrevida no fuese más que excitación pura y dura.

—Atlas —susurró con un hilo de voz.

Cuando él se giró hacia ella, con una ceja arqueada, Leda se inclinó hacia delante y lo besó.

Él le devolvió el beso tras un instante de vacilación, y le enterró los dedos en la ensortijada mata de rizos espolvoreados de nieve. Leda perdió la noción del tiempo por completo, como perdió también, en algún momento impreciso, la parte de arriba del bikini, primero, y después la de abajo. En fin, tampoco es que fuese abrigada hasta las cejas, después de todo.

—¿Estás segura? —le susurró Atlas al oído.

Ella asintió sin palabras, con el corazón desbocado. Por supuesto que estaba segura. Jamás en toda su vida había estado más segura de nada.

Recordaba haber estado a punto de resbalar cuando entró en la cocina a la mañana siguiente, con el cabello húmedo aún a causa del vapor del jacuzzi y el recuerdo de las caricias de Atlas grabado en la piel, tan indeleble como un tintuaje. Pero él se había ido.

Había tomado el primer jet de regreso a Nueva York. Para ver cómo se encontraba Avery, le dijo su padre. Leda asintió fríamente con la cabeza, pero por dentro se sentía fatal. Sabía la verdad, sabía por qué se había ido Atlas en realidad. Porque no quería volver a cruzarse con ella. «Vale», pensó, dejando que un torbellino de rabia se tragara el dolor de su ausencia. Le daría una lección. A ella tampoco le importaba nada.

Solo que a Leda nunca se le había vuelto a presentar la ocasión de encararse con Atlas, quien desapareció por completo del mapa unos días más tarde, antes de que se reanudaran las clases del que tendría que haber sido el semestre de primavera de su último año en la universidad. Se organizó una búsqueda tan breve como desesperada, limitada en exclusiva a la familia de Avery, que tocó a su fin en cuestión de horas, cuando sus padres comprobaron que a Atlas no le había ocurrido nada grave.

Ahora, casi un año después, la desaparición del muchacho ya era agua pasada. Sus padres se reían en público del incidente, que calificaban de mero pecadillo de juventud: Leda los había escuchado en innumerables reuniones sociales, afirmando que Atlas había decidido tomarse un año sabático para dar la vuelta al mundo, que en realidad ellos mismos le habían propuesto la idea. Aquella era su versión de los hechos y no pensaban cambiar ni una coma, pero Avery le había confesado la verdad a Leda: que los Fuller no tenían ni idea de cuál era el paradero de Atlas, ni de cuándo regresaría, si es que pensaba volver algún día. Cierto era que llamaba a Avery con asiduidad para preguntarle qué tal estaba, pero siempre con su ubicación protegida por infranqueables medidas de encriptación, y si daba señales de vida era porque, de todas maneras, ya debía de estar a punto de saltar a otro sitio.

Leda nunca le había contado a Avery lo que había pasado aquella noche en los Andes. No sabía cómo sacar el tema tras la desaparición de Atlas, y cuanto más guardaba el secreto, más inconfesable se volvía. Le dolía como un mazazo comprender que el único chico que alguna vez le había importado había salido corriendo, literalmente, tras acostarse con ella. Leda se esforzaba por alimentar su rabia; estar enfadada le parecía más seguro que sentirse despechada, un lujo que no se podía permitir en estos momentos. Pero ni siquiera la rabia bastaba para mitigar el dolor que estallaba en su interior cada vez que se acordaba de él.

Y, debido a todo eso, había dado con sus huesos en la clínica de rehabilitación.

—Leda, ¿me acompañas? —La voz de Avery interrumpió sus pensamientos. Leda parpadeó—. A la oficina de mi padre, a recoger una cosa —repitió Avery, con los ojos abiertos de par en par y una mirada elocuente.

La oficina del padre de Avery era una excusa que utilizaban desde hacía años cuando a alguna de las dos le apetecía quitarse de encima a la persona con la que estuvieran en esos momentos.

—¿No tiene tu padre bots mensajeros para eso? —preguntó Ming.

Leda hizo oídos sordos.

—Claro que sí —le dijo a Avery, levantándose y sacudiéndose las briznas de hierba de los vaqueros—. En marcha.

Se despidieron con la mano y tomaron el camino en dirección a la estación de transportes más próxima, donde la transparente columna vertical de la línea C exprés se elevaba como una flecha. Los laterales eran asombrosamente nítidos: Leda vio en el interior a un grupo de señoras mayores con las cabezas muy juntas, enfrascadas en una animada conversación, y a un niño pequeño que se hurgaba la nariz.

—Atlas me dio un toque anoche —susurró Avery cuando llegaron a la plataforma de la Cima de Torre.

Leda se puso tensa. Sabía que Avery había dejado de avisar a sus padres cuando Atlas se ponía en contacto con ella. Aseguraba que al hacerlo solo conseguía que se preocuparan. Por otro lado, a Leda le parecía extraño que Avery no lo compartiera con nadie más que con ella.

Avery siempre se había mostrado muy protectora con Atlas. Cuando su hermano salía con alguien, ella se mostraba siempre cortés, pero un poquito distante; como si no terminase de aprobar del todo la relación o pensara que Atlas en realidad estaba cometiendo un error. Leda se preguntó si aquello tendría algo que ver con el hecho de que Atlas fuese adoptado, si a Avery le preocupaba que el chico fuera más vulnerable por ello, por la vida de la que había escapado, y eso la empujara a protegerlo de todos los males.

—¿De verdad? —preguntó, esforzándose para que no le temblara la voz—. ¿Has averiguado dónde está?

—Se oían muchas voces de fondo. Sería un bar, en alguna parte. —Avery se encogió de hombros—. Ya conoces a Atlas.

«No, en realidad no». Quizá si Leda lo conociera mejor, sería capaz de comprender por qué se sentía tan confusa. Le apretó cariñosamente el brazo a su amiga.

—En cualquier caso —añadió Avery, con fingido optimismo—, volverá pronto a casa, cuando esté listo. ¿A que sí?

Miró a Leda con ojos interrogantes. Por un momento, a Leda la sorprendió lo mucho que Avery le recordaba a Atlas. Pese a no ser hermanos de sangre, compartían la misma mirada intensa y abrasadora. Cuando concentraban todo el peso de su atención en alguien, la experiencia era tan deslumbrante como mirar al sol de forma directa.

Leda se retorció sin moverse del sitio, incómoda.

—Pues claro —dijo—. Volverá pronto.

Rezaba para que no fuese cierto y, al mismo tiempo, deseaba que lo fuera.