AVERY |
Avery estaba tan nerviosa que se le formó un nudo en el estómago cuando Atlas y ella aparcaron ante el apartamento de los Cole. Con un gran esfuerzo, había conseguido convertir la cita de Atlas y Leda en una gigantesca partida en grupo de Realidad Aumentada. Se dijo que estaba bien, que en realidad no había hecho nada que fuese tan grave, pero en el fondo Avery sabía que estaba siendo egoísta.
Mientras observaba de reojo la puerta de Leda, recordó de repente la primera vez que se habían emborrachado. O que habían intentado emborracharse, mejor dicho; entre risitas bobaliconas, solo se habían achispado ligeramente con el vino blanco con soda que les había facilitado Cord. Pero habían decidido que no deberían entrar en la casa hasta volver a estar completamente sobrias, por si acaso las oían los padres de Leda. Habían acabado pasándose media noche sentadas en el umbral de los Cole, intercambiando historias y riéndose de todo y de nada en particular.
—¿Quieres avisar a Leda de que ya hemos llegado? —le preguntó Atlas.
—Ah, vale.
«Estamos en la calle», parpadeó Avery, dándose cuenta mientras enviaba el mensaje de lo escuetas que se habían vuelto sus conversaciones. Por norma general Leda y ella se comunicaban constantemente, se mandaban selfis sin parar, se quejaban de la escuela y analizaban a los chicos. Pero en los últimos días apenas se habían escrito nada.
—Gracias por recogerme —dijo Leda mientras se abría la puerta del deslizador. Llevaba puesto un top de seda azul marino y vaqueros blancos, con alpargatas rojas de talón alto. Avery se apartó para hacerle sitio, observando de reojo su propio atuendo: iba vestida de pies a cabeza de tecnotextil negro y llevaba unas cómodas deportivas turquesa.
—No pasa nada —sonrió Atlas.
—¿En serio piensas llevar eso a la RA? —farfulló Avery, sin apartar la mirada del calzado de Leda.
—Ya me has visto correr con tacones —replicó Leda, con una carcajada seca.
—Ya. —Avery sintió la imperiosa necesidad de aliviar la tensión, de fingir que aquello había sido idea de todos desde el principio—. Me alegra un montón que decidiéramos hacer esto —declaró, zalamera—. ¡Hace siglos que no piso la RA!
—Pues prepárate, Aves, porque te vamos a machacar. —La luz danzaba en los cálidos ojos castaños de Atlas.
—Avery —los interrumpió Leda—, ¿qué tal las compras con Eris? ¿Encontrasteis algo?
Avery sintió una punzada de culpa. Cuando Leda le había mandado un parpadeo, el día anterior por la mañana, Avery le había dicho que se iba de tiendas con Eris, sabiendo que eso la descolocaría. Pero después Eris no había respondido a ninguno de sus parpadeos, y cuando Avery se dejó caer por su apartamento, descubrió que allí no había nadie.
—Pues, esto, unos vaqueros —balbució Avery, inventándose lo primero que se le ocurrió—. En Denna.
—¿Esos no los tienes ya de todos los colores? —preguntó Leda, pillando con la guardia baja a Avery, que titubeó.
—Como si alguna vez eso hubiera supuesto un impedimento para vosotras —bromeó Atlas, sin enterarse de nada.
El deslizador se detuvo ante la Arena de Realidad Aumentada, que ocupaba toda una esquina en la planta 623, justo cuando el camuflaje militar en tonos verdosos de sus impresionantes paredes daba paso a la representación de una siniestra mazmorra de piedra. Risha, Jess y Ming ya estaban fuera, vestidas, al igual que Leda, con vaqueros monísimos y zapatos muy poco prácticos. Avery reprimió una mueca de exasperación. Ojalá estuviera allí Eris; le vendría bien una dosis de su irreverente sarcasmo ahora mismo. Aunque, bien pensado, la última vez que habían quedado para jugar en Realidad Aumentada, Eris se había presentado con un mono de cuero negro tan ceñido que parecía su segunda piel, solo por fastidiar.
—Los chicos están dentro —les informó Risha mientras se reunían frente a las puertas, que ahora mostraban un dragón sobrevolando una cumbre nevada.
—Seguramente estarán discutiendo sobre si jugar a vaqueros o alienígenas —dijo Atlas, abriendo las puertas.
Avery contuvo el impulso de quedarse atrás, cogerle la mano y caminar a su lado.
—Lo he oído —dijo Ty Rodrick desde la taquilla. Un grupo de estudiantes de secundaria, todos ellos armados con el sable de luz edición especial, hacía cola a su espalda—. La arena de los vaqueros ya es agua pasada, Fuller. Vamos a jugar a Invasión Alienígena. ¿Quién se apunta a mi equipo?
Ty tecleó algo en la impresora 3D, que escupió un ticket con un código electrónico para cada uno de ellos, cuatro negros y cuatro blancos. Tenían forma de cabeza alienígena en miniatura, eran exclusivos del juego e imposibles de falsificar. Por lo visto había muchas personas tan obsesionadas con la RA que coleccionaban esos tickets, aunque no sirvieran de nada una vez finalizada la partida.
—¿No vamos a jugar chicos contra chicas? —se apresuró a preguntar Avery.
En su día habían jugado allí un montón de partidas de chicos contra chicas. Y lo último que le apetecía en estos momentos era imaginarse a Leda y a Atlas en el mismo equipo, juntos, en penumbra y cargados de adrenalina.
—Estaríamos descompensados —señaló Maxton Feld—. Cinco contra tres.
Avery maldijo en silencio a Cord por no haber dado señales de vida.
—¿Y si lo decidimos al azar? —sugirió, activando el icono con forma de dado de su tableta.
—Atlas y yo ya hemos dicho que iríamos en el mismo equipo —intervino Leda.
Avery guardó silencio mientras se formaban los equipos: Ty, Ming, Jess y ella contra Maxton, Risha, Atlas y Leda. Se obstinó en su silencio mientras se dirigían a sus respectivos vestuarios para cambiarse. Ty no dejaba de perorar sobre estrategia y de explicar su plan de «formar un enjambre y rodearlos», pero Avery no estaba escuchando. Se limitó a asentir, mientras la invadía una extraña y repentina apatía.
Los cuatro salieron al escenario por fin, con chalecos hápticos que les ceñían el torso y pistolas de radar enfundadas en el cinturón. Avery se puso los finos guantes de malla que transmitirían los movimientos de sus manos al ordenador principal. Su casco de realidad virtual emitió un fuerte pitido, reclamando su atención: quería que seleccionara un avatar, la imagen que verían todos sus competidores y compañeros de equipo cuando entraran en la arena propiamente dicha. Todos los demás estaban gesticulando y señalando, eligiendo su cabello, armadura y rasgos faciales. Pero Avery se limitó a escoger el avatar básico, sin definir ninguna característica. La gente se fijaba demasiado en su aspecto en la vida real como para molestarse en personalizar su apariencia virtual.
«3… 2…». La cuenta atrás se iluminó en el panel. Junto a ella, Ming plantó los talones con firmeza en el suelo, a la expectativa. Ty se giró y miró a Avery con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Preparada, Fuller? —preguntó, guiñándole el ojo.
Avery lo ignoró. Se había enrollado con Ty una vez, en la casa de vacaciones de los padres de Jess, y el chico no dejaba de comportarse como si aquello pudiera volver a repetirse.
«1». Las puertas se abrieron para revelar una nave espacial en alerta roja, con luces de emergencia que parpadeaban a lo largo de sus pasillos abandonados. Si se quitase el casco, Avery no vería nada más que un espacio desierto de aspecto industrial, repleto de rendijas de ventilación y fluctuantes paredes de espuma de carbono. En alguna parte, el otro equipo estaría saliendo de otro módulo de extracción a una sección distinta de la arena con forma de nave espacial.
Avery pulsó uno de los botones de su muñequera para activar el comunicador.
—Ming y yo iremos por la izquierda —susurró, empujando una puerta plateada que daba a un pasadizo lateral. Ming, vestida de hada rosa (no existía ninguna restricción a la hora de elegir avatar, aunque tenía un aspecto ridículo en medio de aquel escenario espacial) asintió y la siguió.
Se produjo una explosión a su izquierda. Avery se agazapó junto a una gruesa cañería, se reincorporó de un salto y emprendió la carrera, sin preocuparse por Ming. Disparó la pistola de radar contra la neblina opaca que se acumulaba en los rincones de la sala. Ante ella flotaba en suspensión una escalera, que hizo pensar a Avery en la de su buhardilla secreta. «¿Por qué no?», pensó, encaramándose de un brinco y empezando a trepar. Era agradable moverse así, en el lóbrego anonimato de la arena, mientras la sangre abrasadora le corría a toda velocidad por las venas. Si se movía lo suficientemente rápido, quizá pudiera olvidarse de Atlas y Leda, de todo lo que no fuese el juego.
Al final de la escalera, se aupó al siguiente nivel y empezó a disparar contra las dos figuras que tenía delante, iluminadas por flechas resplandecientes que las señalaban como miembros del equipo rival. Se parapetaron tras un montón de cajas marcadas con iconos de radiación; una de las figuras se tambaleó, como si los pies se le hubieran enredado con algo. Aquella tenía que ser Leda, con sus estúpidas alpargatas.
Avery se desplazó lentamente, rodeándolos desde el lado contrario para que no pudieran verla… y se quedó paralizada.
Agachado junto a Leda vio a Atlas. Lo reconoció gracias a los tintuajes que lucía en la cara interior de la muñeca; constituían su distintivo, el yin y el yang tintuados que no luciría jamás en la vida real, pero que su avatar utilizaba siempre en las partidas de la Arena de Realidad Aumentada. Avery se quedó observando mientras Leda le apoyaba una mano en el hombro, con delicadeza. Atlas no se apartó.
Avery contuvo el aliento, esforzándose por dejar de mirar, pero incapaz de conseguirlo. El gesto de Leda se le antojó cargado de significado: posesivo, de alguna manera. Era la clase de contacto que una emplearía con alguien al que ya había acariciado de más formas, o deseaba hacerlo. La clase de contacto que Avery nunca, jamás podría establecer con Atlas.
—Abandono —susurró, tirando de la pestaña roja de su muñequera.
De inmediato, las armas de Avery se desactivaron y se volvió invisible para todos los participantes del juego. No podía hacer nada salvo encaminar sus pasos de regreso al vestuario, a menos que decidiera reincorporarse. Era como si ni siquiera estuviese allí, como si se hubiera esfumado en un abrir y cerrar de ojos. Así era, ni más ni menos, como se sentía.