RYLIN |
El sábado por la noche, Rylin se dirigió al apartamento de Cord sintiéndose más animada que nunca en las últimas semanas. Se había reunido antes con V para deshacerse de los otros cinco sobres de Trabas —le aterraba la posibilidad de que le exigiera todavía más, y ni siquiera estaba segura de lo que iba a decirle si se cumplían sus temores—, pero el muchacho se había limitado a asentir, dedicarle una sonrisita inquietante y transferir los quince mil nanodólares a su cuenta al instante. Aunque Rylin había entregado el dinero a la policía para pagar la fianza de Hiral, aún no había recibido ninguna noticia sobre cuándo iban a liberarlo. Tampoco es que le entusiasmara la idea, después de su último encuentro. ¿Cómo reaccionaría Hiral cuando le dijera que lo suyo se había acabado?
«Ya cruzaré ese puente cuando llegue a él», se dijo Rylin. Había conseguido el dinero de la fianza, tal y como él le había pedido; no podía exigirle más. Por otra parte, en estos momentos solo le apetecía pensar en Cord. Cada vez que recordaba la tarde que habían pasado en Long Island —el batir de las olas contra la orilla, sus pies descalzos hundiéndose en la arena mientras la lluvia tamborileaba contra el aerotoldo sobre sus cabezas—, notaba como si el mundo diera vueltas a su alrededor.
Llegó al portal. Se había puesto un vestido nuevo sin mangas, de cuello redondo, con relucientes cremalleras negras a los costados. Cord no le había contado qué iban a hacer esa noche, pero por el mensaje que le había enviado antes parecía que tuviese en mente algo especial.
Dejó los ojos abiertos para el escáner de retina. Sin embargo, la puerta no se abrió automáticamente, como ocurría desde que Cord había añadido su nombre a la lista de visitas aprobadas, semanas atrás. Rylin frunció el ceño. Cord iba a tener que llamar al técnico para que le echara un vistazo. Pulsó el timbre.
—¿Cord? —llamó, utilizando los nudillos para golpear la puerta, como hacían los residentes de los niveles inferiores. Por fin se abrió.
Rylin dejó atrás el recibidor y la cocina. Reinaba en el apartamento un silencio extraño: no se trataba de una plácida calma, sino de un silencio expectante, como el que podría respirarse en una holosala de cine justo antes de que empezara la película. Apretó el paso.
—Ahí estás —dijo Brice desde la sala de estar.
Estaba sentado en una silla de respaldo recto y alto, con los pies firmemente plantados en el suelo y los codos apoyados en los brazos del mueble. Le recordó a Rylin a un monarca instalado en su trono.
—Hola, Brice —respondió, ansiosa por salir de allí. Su actitud, rígida y teatral, le ponía los pelos de punta.
—Siéntate. —El muchacho inclinó la cabeza para indicar la silla que había delante de él.
—Brice, me…
—Tenemos que hablar de tu adicción a las Trabas —la interrumpió él con voz untuosa, mientras estiraba un brazo para cortarle el paso.
Rylin se quedó de pie.
—¿A qué te refieres? —dijo, sin alterarse, pese al escalofrío que le recorrió la columna y le erizó el vello en los brazos.
—Rylin, los dos sabemos que has estado dedicándote a robarle las pastillas a Cord, así que deja de hacerte la loca.
La muchacha guardó silencio, temerosa de empeorar el atolladero en el que se había metido si protestaba. El corazón le dio un peligroso vuelco en el pecho.
Brice dejó resbalar una mirada atrevida e inquisitiva por el cuerpo de la muchacha.
—Supe que no eras de fiar en cuanto te vi. Intenté avisar a Cord, pero no quiso escucharme. Y ahora, mira. Resulta que yo tenía razón.
—Por favor —dijo Rylin, inclinándose hacia delante—. Deja que te lo explique.
—No, mejor deja que te lo explique yo a ti. Esto es lo que va a pasar a partir de ahora: vas a entrar en la habitación de Cord y vas a romper con él de tal manera que no le queden ganas de volver a verte.
—No —replicó automáticamente Rylin.
No podía hacer algo así. Se negaba.
—A ver si te queda claro. Como no rompas con mi hermano, le contaré que lo has utilizado para conseguir drogas e informaré a la policía. Irás a parar a la cárcel. ¿Entendido?
—Yo no lo he utilizado —susurró Rylin. Brice se limitó a quedarse mirándola—. No tienes pruebas —añadió, con el corazón en un puño.
—Será mi palabra contra la tuya. ¿A quién piensas que van a creer?
Brice tenía razón. Rylin sabía cómo funcionaban estas cosas.
—Por favor —susurró de nuevo.
—Tienes cinco minutos —le informó Brice.
A Rylin la sorprendió notar las lágrimas que corrían por sus mejillas. Estaba llorando. Ella, la chica que no lloraba nunca. Respiró entrecortadamente, irguió la espalda y se enjugó las lágrimas antes de dirigirse al cuarto de Cord.
—Hola —dijo con un hilo de voz mientras llamaba a la puerta con los nudillos—. ¿Estás ocupado?
—¡Rylin! Pensaba que vendrías más tarde. —Cord abrió la puerta, y la radiante expresión de su apuesto rostro a punto estuvo de echar por tierra la determinación de la muchacha—. Una amiga celebra una fiesta esta noche —añadió Cord mientras salía al pasillo—. Esperaba que me acompañases. Así podría presentarte a mis amistades, ya sabes —continuó Cord, hablándole de su amiga Avery y de lo asombroso que era su apartamento, pero Rylin solo estaba escuchándolo a medias; su mirada estaba puesta en la sombría figura de Brice, que, apostado en lo alto de las escaleras, asentía de forma casi imperceptible.
—Cord —lo interrumpió Rylin, con el corazón cada vez más resquebrajado—, tenemos que hablar.
El chico hizo una pausa.
—Vale —replicó momentos después, esforzándose visiblemente por sonar animado—. Sentémonos.
Rylin sacudió la cabeza. Quería terminar con aquello de una vez; ya era bastante doloroso de por sí, tal y como estaban las cosas.
—No puedo seguir saliendo contigo.
—¿Qué? —dijo él al instante, consternado—. Rylin. ¿A qué viene esto?
—Es que… —«Que no le queden ganas de volver a verte»—. Ya tengo novio —dijo la muchacha, despacio.
—No entiendo nada. —Cord se dejó caer en una de las sillas, como si de pronto le faltasen las fuerzas necesarias para mantenerse en pie.
—Mi amigo, Hiral, el que te conté que estaba detenido por tráfico de drogas. Llevo saliendo con él todo este tiempo. Solo… solo fingí que me interesabas porque me gustaba el trabajo. Y después me llevaste a París, y… —Rylin dejó la frase inacabada flotando en el aire, pero ya daba igual; el mensaje era inequívoco.
Lo peor de todo era que acababa de confesar la verdad. Así había sido al principio, al menos. Rylin nunca se había despreciado tanto a sí misma como en aquel momento.
—¿No ibas en serio? —Cord la observaba como si fuese la primera vez que la veía, como si le costase dar crédito a las palabras que Rylin acababa de pronunciar.
—No.
—Sal de mi casa ahora mismo —le ordenó el muchacho, con voz glacial.
—Lo siento —susurró Rylin, contemplando el rostro de Cord con la mirada borrosa, empañada por el llanto.
Se sabía sus rasgos de memoria tras haberlos trazado con la punta de los dedos hacía apenas unos días, en la mágica penumbra de la tormenta. Pero algo había cambiado.
Cord ofrecía ahora el mismo aspecto que en aquella fiesta, pensó la muchacha, hacía ya tantas semanas: como si no le importara nada, ni nadie. Era la máscara que utilizaba para ocultar lo que sentía, cuando Rylin aún no conocía al chico que se ocultaba tras esa fachada.
—Por última vez —gruñó él, con ferocidad—. Largo de aquí, y no vuelvas.
Rylin retrocedió trastabillando, sorprendida por el vacío que anidaba en los ojos de Cord, cuya mirada la traspasaba como si ni siquiera estuviese allí. De repente, sintió como si la tarde que habían pasado juntos en la playa fuese algo que le habría ocurrido a una chica distinta.
—Adiós. —Rylin se volvió hacia la puerta.
Un dolor que amenazaba con desgarrarla por dentro le oprimió el pecho.
Ya en el recibidor, cuando se disponía a salir del apartamento de Cord seguramente por última vez en su vida, oyó que Brice bajaba las escaleras.
—Lo siento, Cord —estaba diciendo. Hasta los oídos de Rylin llegó el tintineo de los cubitos de hielo contra el cristal, y comprendió, con rabia, que estaban bebiendo—. Pero, la verdad, es de la planta 32. ¿Qué podía esperarse de alguien como ella?