ERIS |
Eris estaba tumbada en el suelo del aula de historia del arte, contemplando el techo junto con sus compañeros de clase; sobre sus cabezas, un Miguel Ángel holográfico pintaba la Capilla Sixtina. Podía oír a Avery a su lado, suspirando con cada nueva pincelada que daba el artista. Nunca había entendido por qué a Avery le gustaban tanto aquellas cosas; ella era la culpable de que Eris se hubiese matriculado en esta asignatura, para empezar. El profesor empezó a hablar de papas, pontífices o algo por el estilo, pero Eris no estaba prestando atención. Recolocó el bolso bajo su cabeza para ponerse más cómoda. Dejó vagar la mirada hasta toparse con una figura femenina que, apartada en una esquina del techo, sostenía un pergamino en la mano y contemplaba por encima del hombro, con expresión inquieta, a un ángel pintado. La muchacha tenía el pelo del mismo color que ella.
Se preguntó qué diría Mariel de ese tipo de enseñanza por inmersión. Lo más probable era que se echase a reír e hiciera un gesto incrédulo, exasperada, antes de hacer algún comentario sobre cómo les gustaba tirar el dinero a los ricos. Eris paseó la mirada alrededor de la sala. Los pupitres, las pizarras y las ventanas eran cosa del pasado. Gracias a un intrincado e increíblemente caro sistema de hologramas y espejos, hasta la última superficie del aula se había transformado para evocar un templo religioso del siglo XVI. Eris se preguntó de improviso cuántas familias de las plantas inferiores podrían alimentarse con lo que costaba equipar esa clase.
No podía esperar a que sonara el timbre para acercarse al límite de la tecnorred y ver si Mariel le había enviado un mensaje. Habían pasado juntas casi toda la última semana, desde que Mariel se dejara caer por el apartamento de Eris la mañana después de su visita a la iglesia. «Vale», había dicho Mariel, sin más, a lo que Eris había asentido. Y aquello había sido todo.
Habían adoptado la costumbre tácita de encontrarse por las tardes, cuando Mariel salía de trabajar. A veces hacían juntas los deberes, o se instalaban en el diván y se dedicaban a ver comedias tontas en la videopantalla, o hacían recados para la madre de Mariel, que era dependienta en unos grandes almacenes. La mayoría de las veces, la madre de Mariel insistía en que Eris se quedase a cenar. Eris llevaba tres noches comiendo en su casa. Era agradable volver a formar parte de una familia. Cuanto más tiempo pasaba Eris con Mariel, más le apetecía seguir pasando el tiempo con ella.
Un pitido estridente se impuso al tarareo del Miguel Ángel holográfico. Un mensaje de la secretaría, pensó Eris, intrigada. Oyó su nombre a continuación.
—¿Eris Dodd-Radson?
A la antigua Eris le habría encantado ese momento: se habría puesto de pie con parsimonia y habría sacudido la melena para que todo el mundo supiera que se iba a hacer algo sin duda estupendo. Pero ahora se limitó a incorporarse de cualquier manera y recoger sus cosas. Hizo oídos sordos a los susurros de Avery y se apresuró a salir por la puerta, camino del despacho del director.
La última persona con la que esperaba encontrarse allí era su madre.
—¡Eris! —exclamó Caroline, acudiendo a su encuentro para darle un abrazo. Eris se quedó inmóvil, sorprendida de que su madre hubiera ido a la escuela para recogerla—. En marcha. —Su madre le apoyó una mano con firmeza en la espalda y la condujo hacia una de las puertas laterales del centro.
La secretaria del director se despidió de ellas con una sonrisita impostada, concentrada ya de nuevo en la pantalla de su tableta.
Había un deslizador esperándolas junto al edificio.
—No podemos permitirnos viajar en deslizador —le recordó Eris a su madre, volviéndose hacia ella, pero Caroline ya estaba empujándola adentro y tecleando el destino.
—Toma —dijo, entregándole a Eris una bolsa de autoplanchado para la ropa—. Póntelo. Llegamos tarde.
—¿En serio?
—Por favor. Como si fuese la primera vez que te cambias en un deslizador —replicó su madre. No le faltaba razón.
Eris se contorsionó para quitarse el uniforme del centro y ponerse el minivestido de tirantes que contenía la bolsa: el más bonito que tenía, un Lanvin morado con estampado en tonos azul y blanco. Eris no había conseguido meterlo en la maleta antes de la mudanza. Miró de reojo a su madre, pero Caroline se limitó a encogerse de hombros.
—He ido a buscártelo al guardamuables —dijo, y Eris sintió una oleada de gratitud.
Se detuvieron en el patio pavimentado del hotel Lemark, en la 910. Eris seguía sin entender qué estaba ocurriendo.
—Mamá —le espetó, agotada su paciencia—, no puedes sacarme de clase sin más y esperar que…
—Hemos venido hasta aquí para que conozcas a tu padre biológico.
El mundo pareció enmudecer de repente y todo empezó a girar vertiginosamente a su alrededor. Eris no podía ni pensar con claridad.
—Oh —dijo, instantes después, casi sin aliento.
Salió del deslizador detrás de su madre. En el patio, el agua de una fuente cercana dibujaba una gigantesca letra L en cursiva.
—Después de que me preguntaras por él, hace unas semanas, lo busqué y se lo conté todo. Le gustaría verte.
Eris, con los ojos empañados por las lágrimas, desviaba sin cesar la mirada de un rincón del hotel a otro.
—¿Está aquí? —susurró.
Su madre asintió.
—Está dentro ahora mismo.
Eris se quedó inmóvil unos instantes, indecisa.
—De acuerdo —se oyó decir a sí misma, y supo que había tomado la decisión acertada.
Si no conocía a su padre biológico en ese momento, cuando él ya estaba allí, esperándola, la incertidumbre de lo que podría haber sido la atormentaría mientras viviera.
Caroline dio un paso hacia ella. Eris hizo ademán de evitarla, pero se lo pensó mejor. «Ya la he castigado bastante», pensó, y aceptó el abrazo de su madre.
—Te quiero, Eris —susurró Caroline. Eris notó algo húmedo en el cuello, y comprendió que su madre estaba llorando.
—Y yo a ti, mamá —dijo, mientras el muro que ella sola había levantado entre ambas comenzaba a resquebrajarse, al menos en parte.
Eris no dijo nada mientras entraban en el frío y silencioso vestíbulo del Lemark, donde un conserje con las manos enfundadas en guantes blancos conversaba con una señora con sobrepeso que iba vestida para jugar al golf. Algo apartado, en la 17 con Riverside, el Lemark era el lugar de encuentro predilecto de los hombres y mujeres de negocios que organizaban reuniones secretas y también, por lo que Eris tenía entendido, de las parejas que mantenían una relación clandestina. Se rumoreaba que, antes de divorciarse de la anterior primera dama, el mismísimo presidente solía ir a hurtadillas al Lemark para encontrarse con la que ahora era su actual esposa. Eris se preguntó qué significaría el hecho de que su padre biológico hubiera sugerido ese lugar para encontrarse. Por algún motivo hizo que se sintiera incómoda, como si su madre y ella fuesen algún tipo de sórdido secreto. «No es nada —se dijo—, seguro que solo busca algo de intimidad, eso es todo».
Entraron en el restaurante, repleto de alargadas banquetas de cuero negro, tan espaciadas entre sí que resultaba imposible que desde una mesa se pudiera ver a los comensales de cualquier otra. Eris se percató de que no podía oír ni una sola conversación, únicamente la música que salía de los altavoces. Quizá todas las mesas estuvieran equipadas con silenciadores.
La camarera, una morena de ojos oscuros y ceñida falda de uniforme, las miró de arriba abajo.
—Dodd-Radson —anunció Caroline, empeñada en utilizar su antiguo apellido; o quizá se le hubiera olvidado usar otro, sin más, igual que le ocurría a Eris constantemente.
La camarera, no obstante, parecía saber ya quiénes eran.
—Por aquí —dijo, guiándolas entre las mesas apartadas en dirección al rincón del fondo—. Ya las está esperando.
Eris sintió un escalofrío de aprensión y buscó instintivamente la mano de su madre. Llegaron a la mesa justo cuando un caballero se ponía de pie, entre las sombras, y a Eris se le escapó una risita estridente sin poder evitarlo.
Se volvió hacia la camarera.
—No es esta mesa. Vengo a ver a otra persona —dijo, maravillada por la coincidencia, porque ya conocía a esa persona.
Era Matt Cole, el padre de Leda. La camarera, sin embargo, ya había empezado a alejarse, y el señor Cole carraspeó.
—Caroline —musitó con voz ronca—. Es un placer verte, como siempre. —Le tendió la mano, azorado—. Eris, gracias por venir.
Fue entonces cuando la muchacha comprendió, estupefacta, que no se había producido ninguna equivocación: el padre de Leda y el suyo eran la misma persona.
Su madre y ella se sentaron en silencio, deslizándose torpemente por el banco hasta que Eris se vio encajonada entre sus progenitores. El silencio se prolongó, cargado de tensión. El señor Cole la observaba como si no la hubiera visto nunca, examinando sus rasgos con la mirada, buscando probablemente reconocerse en ellos. Se parecían un poco en la boca, pensó Eris, y los dos tenían la misma piel blanca. Pero la muchacha se parecía demasiado a su madre como para extraer ninguna conclusión definitiva.
Se acercó un bot sobre ruedas, cargado con una bandeja de bebidas que comenzó a repartir.
—Perdón, me he adelantado y he pedido ya —se disculpó tímidamente el señor Cole—. Caroline, el spritz es para ti. Eris, esa limonada es tuya. Creo recordar que era tu bebida favorita, ¿verdad?
La muchacha se limitó a asentir con la cabeza, aturdida. «Sí, lo era… en octavo, la primera y última vez que Leda me invitó a pasar la noche en su casa».
Se quedaron sentados, haciendo girar distraídamente sus vasos. Todos esperaban que fuese otro el primero en hablar. Eris se negaba a romper el silencio. Seguía esforzándose por asimilar todo aquello. Un millar de momentos se reproducían en veloz sucesión en su mente: el modo en que su madre preguntaba siempre qué otros padres irían antes de asistir a cualquier función de la escuela; su aparentemente casual interés por Leda, el cual, a la vista estaba, no tenía nada de casual. Ahora todo tenía sentido. Pero…
—¿Cuándo? —espetó de súbito, sacudiendo la cabeza, asombrada—. Quiero decir, ¿cuándo os…?
«¿Enrollasteis?». No sabía cómo formular la pregunta, pero su madre la entendió de todas maneras.
—Matt y yo nos conocimos cuando teníamos poco más de veinte años —le explicó Caroline, sin dejar de observarla—. Antes de que yo conociera a tu padre. Formábamos parte del mismo grupo de amigos, todos recién llegados a la ciudad. La Torre aún se hallaba en proceso de construcción, y todo el mundo estaba desperdigado por los distritos, esperando a que la terminaran. Qué pobres éramos todos —añadió, volviéndose hacia el señor Cole—. Apenas llegábamos a fin de mes. ¿Recuerdas que mi primer apartamento, en Jersey, tenía toallas de playa en las ventanas, en vez de cortinas?
—Ni siquiera podías permitirte el lujo de comprar ningún mueble —dijo el señor Cole—. Como mesa de centro tenías un montón de cajas de madera apiladas.
—En verano, cuando hacía calor, nos colábamos en los comercios y deambulábamos por los pasillos hasta que nos echaban, porque no teníamos aire acondicionado.
Eris los miraba alternativamente, exasperada ante tanto recuerdo. Su madre esbozó una leve sonrisa, absorta aún en aquellos momentos de su juventud, y se giró hacia su hija, dando aquel momento por terminado.
—En cualquier caso —dijo Caroline—, fue entonces cuando despegó mi carrera como modelo. Conocí a Everett y Matt regresó a casa, a Illinois, donde pasó una temporada. No volvimos a vernos hasta varios años más tarde, cuando yo ya estaba casada…
«Al igual que el señor Cole», pensó Eris. Sabía que el hombre había retomado su relación con la madre de Leda, su novia del instituto, tras volver a casa para ocuparse de su padre enfermo, y que después la había convencido para que se mudara con él a Nueva York, a la Torre que acababa de estrenarse. Dios, pero si la señora Cole debía de estar embarazada de Jamie cuando se produjo el reencuentro entre Matt y Caroline. No obstante, Caroline y el señor Cole obviaron mencionar ese detalle en concreto.
—En fin, el caso es que retomamos el contacto, y después… —Caroline miró a Eris—. Y después naciste tú. —Apartó el rostro, retorciendo la servilleta encima del regazo hasta que se le pusieron blancos los nudillos.
—Eris —intervino el padre de Leda… su padre—, no tenía ni idea hasta que me llamó tu madre. Nunca llegué a sospechar siquiera que fueses hija mía. Como bien sabes, hace años que Caroline y yo no tenemos… ninguna relación. —Volvió a emitir otro de sus característicos carraspeos, como si se encontrara en una reunión de negocios. Por supuesto, pensó Eris, también él se sentía consternado—. Quería decirte que lamento muchísimo por lo que estás pasando. Me imagino que todo esto debe de ser tremendamente difícil para ti.
—Pues sí. Es una mierda —replicó Eris, con aspereza.
Caroline le apretó la mano a su hija por debajo de la mesa.
—Por favor —concluyó el señor Cole—, si te puedo ayudar en algo, dímelo.
Eris miró a su madre. ¿Sabría aquel hombre que estaban viviendo en la planta 103? ¿Qué pensaba contarle a su familia? Cuando abrió la boca para preguntárselo, sin embargo, el señor Cole dio unos golpecitos en el centro de la mesa, abriendo el menú holográfico.
—¿Os apetece que almorcemos juntos? —sugirió, titubeante—. Los rollitos de primavera con salsa de shishito son espectaculares. Si tenéis tiempo, claro.
—Encantadas —dijo con firmeza Caroline.
Eris bebió un largo trago de la limonada que no le apetecía mientras su mente pugnaba por adaptarse a aquella nueva y extraña realidad. El señor Cole cruzó la mirada con ella desde el otro lado de la mesa y esbozó una sonrisita vacilante. Eris se tranquilizó un poco. Pensó de improviso en su visita a la iglesia en compañía de Mariel, en el modo en que unos perfectos desconocidos habían establecido aquella conexión con ella sin nada más que un apretón de manos y una mirada. Y quien intentaba ahora conectar con ella no era ningún desconocido, sino su padre biológico.
Mientras que el hombre que había sido su padre durante los últimos dieciocho años había dejado de dirigirle la palabra por completo.
Su padre era el padre de Leda. Jamás en la vida lo habría sospechado siquiera. Allí estaba él, sin embargo, esforzándose.
Eris levantó la cabeza y sonrió.
—Claro que sí —dijo, con todo el entusiasmo que fue capaz de reunir—. Comamos, me parece una idea genial.