AVERY

—Me alegro tanto de que mamá y papá se hayan ido —murmuró Avery. Sus padres, invitados a una boda en Hawái ese fin de semana, no volverían hasta el domingo.

—Y yo. —Atlas estaba tendido detrás de ella en el diván, rodeándola con un brazo. Aunque Avery aún llevaba puesto el uniforme del centro, él se había quitado la camisa y eso la distraía—. Pero sobre todo me alegro de estar contigo —añadió, y la besó con ternura en la nuca.

Avery se estremeció. Le encantaba cuando la tocaba así. Le encantaba cuando la tocaba de la forma que fuese, en realidad, aunque solo fuera un roce con el pie bajo la mesa, como llevaba haciendo toda la semana durante la hora de cenar.

Entendía perfectamente a qué se refería el muchacho. Ni siquiera había sospechado nunca que se pudiera ser tan feliz. Era como si se hubiera pasado toda la vida encerrada en un mundo repleto de restricciones y, de repente, hubiera descubierto la puerta a otra dimensión, más brillante, inabarcable y mejor en todos los sentidos.

En su campo visual se desplegó un mensaje. «¿Qué haces?», había escrito Eris. Avery bisbiseó para redactar su respuesta. «Perdona, voy a quedarme en casa viendo pelis con Atlas».

—Eris —dijo a modo de explicación, aunque él, por supuesto, la había escuchado.

Atlas asintió con la cabeza.

—Puedes invitarla a pasarse por aquí, si quieres —le sugirió a Avery, pero esta rechazó la idea con un ademán.

—¿Y obligarte a ponerte la camisa? Ni loca.

Notó la sonrisa de Atlas contra su pelo.

—¿Cómo le va a Eris con lo de su familia y todo eso? —preguntó el muchacho.

Había estado presente, por supuesto, durante toda la debacle del cumpleaños de su amiga.

—Creo que bien, la verdad —respondió Avery, lo cual era cierto. Eris parecía encontrarse mejor últimamente, se mostraba mucho más animada en general—. Incluso ha empezado a salir con alguien de la Base de la Torre. Me muero por conocerla.

—No creo que a Cord le haga mucha gracia —aventuró Atlas, pero Avery sacudió la cabeza.

—Me parece que fue él quien rompió con Eris.

—¿En serio? Será la primera vez.

Eris tenía fama de ser la que ponía punto final a sus relaciones en cuanto se complicaban las cosas. El año pasado se lo había hecho por lo menos a dos amigos de Atlas.

Avery se giró de costado, hasta dejar el rostro a escasos centímetros del de Atlas.

—¿Sabes? Eris me ha preguntado esta semana que por qué estaba tan contenta de un tiempo a esta parte.

—¿Ah, sí? ¿Qué le has contado?

—Que tengo un nuevo monitor de yoga —dijo Avery, fingiéndose muy seria.

—¿«Yoga»? ¿Ese es mi nombre clave?

Atlas se inclinó para besarla, y Avery pegó el cuerpo contra el suyo para corresponder.

Se quedaron plácidamente tumbados donde estaban, con la respiración suave y acompasada, sin ganas de levantarse ninguno de los dos.

—Atlas —empezó Avery, transcurridos unos instantes—. ¿Cuándo supiste que me querías?

—Siempre te he querido —respondió el muchacho, en tono solemne.

—Quiero decir, ¿cuándo te diste cuenta de verdad?

Atlas meneó la cabeza.

—Siempre lo he sabido. ¿Por qué, tenías en mente algún momento en particular?

Avery se mordió el labio; ahora se sentía como una mema por haber sacado el tema, pero Atlas no dejaba de observarla, expectante.

—Fue un día después de clase. Tú seguramente ni lo recuerdes —le dijo—. Íbamos juntos por la calle, camino del ascensor, solo que tú te dirigías a la Base de la Torre para tu entreno de hockey y yo volvía ya a casa. Estaba allí, esperando, y podía verte al otro lado del hueco vacío del ascensor. Creo que no me miraste… —Avery titubeó un momento y recordó a Atlas iluminado a contraluz, rodeada su silueta por una especie de halo dorado—. No sé por qué, pero pensar que nos separábamos e íbamos a seguir direcciones distintas me entristeció. Sé que te parecerá una tontería —añadió atropelladamente, esforzándose por terminar cuanto antes su relato—, pero, en aquel instante pensé que no quería distanciarme nunca de ti.

—No me esperaba algo así —confesó Atlas.

—¿Por qué?

—Supuse que tendrías en mente algún momento más épico y melodramático —dijo el muchacho—. Pero me gusta más esto.

Avery asintió, entrelazando sus dedos en los de él. En la palma de su mano detectó unas durezas que antes no estaban allí, justo en la base de cada dedo, fruto todo el trabajo físico que había realizado a lo largo del año. Sintió el deseo de besárselas todas, una por una.

—¿Lista para acostarte? —preguntó Atlas.

—La película aún no ha acabado —objetó Avery, aunque lo cierto era que no le habían estado prestando atención.

Atlas no protestó, comprendiendo lo que quería decir. Se resistía a irse a dormir porque eso supondría el final de esa jornada… y los acercaría un día más al regreso a la realidad. Se lo habían pasado tan bien en ausencia de sus padres, quedándose en casa, sin preocuparse de que nadie los descubriera. Paseó la mirada por el delicioso caos que reinaba en el apartamento: platos sucios, cojines desperdigados por el suelo y la camisa de Atlas, hecha una bola en la esquina.

Avery sabía que echaría todo aquello de menos cuando volvieran sus padres. Había intentado ignorar la realidad de su situación, pero la desagradable verdad estaba siempre ahí, al acecho en los recovecos de su mente. Porque daba igual lo que hicieran Atlas y ella, su relación nunca podría ir más allá de esto: instantes robados, secretos, cuando pudieran compartirlos. Jamás podrían disfrutar de una vida juntos.

—De todos los sitios a los que has ido este año, ¿cuál es tu favorito? —dijo, al tiempo que se sentaba para intentar ahuyentar aquellas cavilaciones.

Atlas se lo pensó antes de responder.

—He visto tantos lugares, Aves. Me atraía cualquier sitio en el que supiera que sería difícil encontrarme. Cuba, el Ártico, Budapest. He trabajado en un complejo turístico en el Amazonas y en un rancho en Nueva Zelanda. Fui camarero en África una temporada —añadió, inclinando la cabeza para señalar el collar de la muchacha.

—Debiste de sentirte muy solo —susurró Avery.

—Sí. Sobre todo porque lo que intentaba era olvidarme de ti —dijo Atlas, con una nota de dolor en la voz que a Avery no le gustó.

Se preguntó con cuántas chicas se habría acostado Atlas en su intento por olvidarla, aunque se apresuró a desterrar esa idea de su cabeza. No importaba, ya no.

—Sin embargo, estuve en un sitio en particular que me fascinó. Una isla indonesia de la que el resto del mundo prácticamente se ha olvidado por completo, con unas arenas increíblemente blancas y un agua tan cristalina que podía verse el fondo del mar. La ciudad es pequeña, con tejados de colores en las casas, y sus habitantes se alimentan exclusivamente de arroz, pescado y ron. Pero todos son felices. Trabajé a bordo de un barco pesquero durante una temporada.

—Suena increíble.

Avery sonrió al imaginarse a Atlas con las mangas de la camisa enrolladas a la altura de los codos y un enorme sombrero de ala flexible, izando el pescado a la cubierta de un bote en mitad de la nada. En las antípodas de su ocupación actual, al servicio de su padre.

—Es tecnoscuro —prosiguió Atlas—. Ni siquiera conocen el turismo. Tuve que alquilar una barca tan solo para llegar allí, y me llevó casi un día entero.

De repente, a Avery se le ocurrió una idea tan descabellada como maravillosa.

—¿Y si nos fuésemos allí, juntos?

Atlas se la quedó mirando. Avery continuó, cada vez más convencida de la genialidad de su idea.

—Tú mismo lo has dicho, son completamente tecnoscuros. Nadie podría encontrarnos nunca. Podríamos reinventarnos, comenzar una nueva vida.

—Avery —dijo cautamente el muchacho.

Avery, sin embargo, no le hizo caso, pues ya estaba imaginando la casita en la que vivirían Atlas y ella, con un porche y una hamaca para las cálidas noches de verano; y una escalera que bajaría a la playa, donde pasearían de la mano mientras el sol se ponía sobre las aguas. Solo que…

—Mamá y papá —dijo en voz alta, y la imagen perfecta se tambaleó.

—Exacto —corroboró Atlas—. Te entristecería abandonarlos.

Avery asintió, dándole vueltas aún a su plan… y le llamó la atención la extraña elección de palabras del muchacho.

—Nos entristecería a los dos.

Atlas parecía resistirse a hablar.

—Salvo porque no son mis padres.

—¡Claro que lo son!

—Avery —dijo Atlas, con voz firme—, yo no he llevado esta vida desde que nací, como en tu caso. Tenía siete años cuando me trajeron aquí. Recuerdo cómo era antes, lo que se siente al tener hambre y miedo. Al no saber si te puedes fiar de alguien.

—Oh —exclamó la muchacha, con el corazón en un puño.

Atlas nunca había compartido esos recuerdos con ella. Siempre que le preguntaba acerca de su pasado, Atlas se cerraba en banda. Al final Avery había dejado de insistir.

Atlas le tomó las manos y se las apretó con fuerza, mirándola directamente a los ojos.

—Yo no puedo perder esta vida, porque en realidad nunca fue mía. Pero tuya, sí. Quiero que te lo pienses muy bien antes de repetir que estarías dispuesta a renunciar a todo.

Avery parpadeó para contener las lágrimas. No había nada que pensar, sin embargo. Renunciaría a todo, haría lo que fuera necesario para estar con Atlas.

—A lo mejor podríamos visitarlos de vez en cuando —sugirió.

Atlas levantó la cabeza, comprendiendo el significado implícito de sus palabras.

—Hablas en serio —dijo, muy despacio, como si le costase creerlo—. Te quieres ir de verdad.

—Sí —susurró Avery, antes de repetirlo, más alto—. ¡Sí, sí, sí!

Besó a Atlas una y otra vez: sabía que aquella era la decisión acertada, el principio del resto de su vida.

Atlas la rodeó con los brazos y la estrechó con fuerza. Avery se quedó así un momento, con la cabeza apoyada en su hombro, recreándose en la proximidad. Era maravilloso poder disfrutar de su contacto. Se prometió no tomárselo nunca a la ligera.

—¿Cuándo podríamos marcharnos? —preguntó, mientras se separaban al fin.

Atlas enarcó una ceja.

—¿Cuándo quieres marcharte?

—¿Esta semana?

El muchacho se rio, pero no parecía sorprendido.

—Vale. Creo que puedo arreglarlo.

—Celebremos una fiesta mañana por la noche —decidió impulsivamente Avery.

Nada más decirlo supo que era una idea estupenda. Quedarían allí con todo el mundo y se comportarían como si fuese una noche de sábado como otra cualquiera, pero en secreto sería su fiesta de despedida. Algún día, cuando Atlas y ella vivieran en la otra punta del mundo, volverían la vista atrás y se reirían al recordarlo: una disparatada fiesta de instituto en la que todos bebieron de más mientras ellos se lanzaban miraditas furtivas constantemente, locamente enamorados, y se despedían en silencio de todos sus amigos.

—¿En serio?

—¡Sí! No hemos vuelto a celebrar ninguna fiesta desde antes de que te fueras. Sería divertido, hacer juntos de anfitriones. Nuestro adiós secreto.

Avery vaciló un momento, comprendiendo que nunca volvería a ver a Eris, ni a Leda. Pero no podía pensar en eso. Debía pensar en Atlas y en ella, y en el hecho de que iban a hacer lo que siempre había parecido imposible. Iban a construir un futuro juntos.

—De acuerdo —sonrió Atlas—. Me has convencido.

Avery sacó su tableta, redactó un mensaje y lo subió a los agregadores.

—Perfecto —dijo él, leyéndolo en sus lentes de contacto cuando acabó de cargar—. Como tú. —Se inclinó para besarla, pero Avery lo esquivó.

—Nadie es perfecto, y yo menos —repuso, ligeramente molesta por el comentario.

Atlas siempre había sabido que a Avery no le gustaban ese tipo de observaciones y que él era, precisamente, la única persona de quien no las esperaba.

—Perdona —se corrigió Atlas—. Debería haber dicho que eres perfecta para mí.

Satisfecha, Avery volvió a acercarse a él para besarlo. Se sentía hondamente complacida, como nunca antes se había sentido.

—Iría hasta el fin del mundo contigo, ¿sabes? —le dijo, y Atlas esbozó una sonrisa.

—Bien —dijo él, con delicadeza—. Porque es allí a donde vamos. Juntos.

En ese momento la noche tocó realmente a su fin, y la holopantalla continuó reproduciendo su película, sin público.