RYLIN |
Rylin estaba en la cocina, con la tableta pegada a la oreja, intentado conectar con la comisaría por enésima vez. Había transcurrido una semana desde la detención de Hiral y aún no lo habían puesto en la lista de aprobación para que pudiera recibir visitas. ¿Por qué estarían tardando tanto?
Hola —dijo en cuanto descolgó el agente encargado de ese tipo de trámites—. Llamaba para preguntar por Hiral…
Señorita Myers —la atajó el guardia de inmediato, reconociendo su voz—, como le dije ya ayer, su novio aún no ha quedado libre de cargos. Ya la avisaremos, ¿de acuerdo? —Dicho lo cual, colgó.
Rylin se acodó en la encimera y apoyó la cabeza en las manos.
Aunque ya no estuviera enamorada de Hiral, detestaba imaginárselo entre rejas, sufriendo. A lo largo de la última semana había ido todas las noches a ver a los padres del muchacho, tan solo para ver cómo estaban, para asegurarles que Hiral era inocente y que todo se resolvería favorablemente. Entonces Dhruv la miraba, enarcando una ceja, y Rylin se sonrojaba ante la mentira que acababa de contar. Pero ¿qué debería decirles a los Karadjan? ¿Que su hijo no tenía la menor esperanza?
Suspiró y continuó cargando la elegante y plateada nevera portátil de Cord con bebidas de electrolitos y barritas energéticas. Pese a todo cuanto estaba ocurriendo, Rylin había decidido asistir al torneo de voleibol en el que participaba Chrissa esa tarde. Hacía meses que no la veía jugar. Pensaba llevarle incluso algo de picar al equipo, como hacían las madres de las demás chicas. Esto se le había ocurrido a Cord, de hecho; había insistido en prestarle la nevera, puesto que Rylin, evidentemente, no tenía ninguna.
Una sonrisa afloró a sus labios al acordarse de Cord. Qué extraño, con qué facilidad había pasado de ser su jefe a… en fin, a ser lo que quiera que fuese ahora. Extraño, sí, y sin embargo a Rylin le parecía también natural, se diría casi que inevitable.
Cord había insistido en continuar pagándole toda la semana, empeñado en que era culpa suya que la hubieran despedido de su trabajo en el monorraíl. Rylin aceptó el dinero —no estaba para permitirse el lujo de rechazarlo—, pero también se obstinó en seguir limpiando a pesar de que Cord le había asegurado que no era preciso. Las únicas veces que se ausentaba era para asistir a otras entrevistas de empleo, ninguna de las cuales había llegado aún a buen puerto. En el transcurso de la última semana le habían dado calabazas en cinco sitios distintos. «No entiendo por qué no te quedas aquí y ya está —le decía una y otra vez Cord—. Deberías retomar los estudios en vez de meterte en otro callejón profesional sin salida. Eres demasiado inteligente para acabar así, Rylin». La idea de limitarse a aceptar la ayuda de Cord era tentadora, pero la muchacha ya se sentía lo bastante incómoda con el desequilibrio actual de su relación. Quizá no anduviera tan desencaminado por lo que a graduarse respectaba, pero antes tendría que dilucidar la manera de resolver sus apuros económicos.
A pesar de todo, Cord y ella pasaban cada vez más tiempo juntos desde lo de París; sobre todo por la tarde, cuando él volvía de clase, o de dondequiera que se pasase el día metido. Por lo general se quedaban en su casa, matando el rato, viendo holovídeos, riéndose… y besándose. Se besaban cada vez más. Sin embargo, aún no habían ido más allá, principalmente porque Rylin se sentía culpable. Necesitaba romper con Hiral antes de que sucediese nada más. Todo lo cual la tenía al borde de la desesperación: el hecho de estar viviendo una mentira la corroía por dentro.
Alguien llamó a la puerta con los nudillos. Rylin levantó la cabeza, sobresaltada y fue a ver quién era.
—¡Lux! —exclamó, abrazando a la recién llegada. Lux llevaba puestos unos pantalones de seda gris con cordón en la cintura y un top sin tirantes, del mismo color verde manzana que su coleta—. El pelo que llevas esta semana quedaría de fábula con mis ojos —añadió Rylin, asintiendo con la cabeza para alabar el buen gusto de su amiga.
Lux reaccionó al comentario con una sonrisita cansada. Todavía estaba en la escuela, pero por las tardes trabajaba en una peluquería de la planta 90, limpiando los conos de tinte y barriendo mechones de cabello del suelo. A los estilistas no les importaba que Lux se tiñera el pelo cuando le apeteciese, de resultas de lo cual su melena se había transformado en un caleidoscopio de tonos que cambiaban constantemente.
—Esta semana no has contestado casi a ninguno de mis mensajes —dijo Lux—. Empezaba a preocuparme.
—Perdona. Han sido unos días de locos.
Rylin sintió una punzada de culpa. No pretendía ignorar a su amiga; sencillamente no sabía qué responder. Lux no había dejado de escribirle desde la detención de Hiral, seguramente dando por sentado que Rylin necesitaba que le levantaran el ánimo. Si supiera la verdad, pensó Rylin, es decir, que estaba intentando cortar con Hiral pero todavía no había podido. Y, ah, por cierto, que también empezaba a sentir algo por el encumbrado para el que trabajaba.
—Por eso intentaba ponerme en contacto contigo, Ry —musitó Lux. Levantó la mano, con un gesto de exasperación, y Rylin vio que sostenía una bolsa reciclable marrón llena de comestibles—. He traído todos los ingredientes necesarios para hacer tortitas de chocolate y nambo. Pensé que te vendría bien hacerte un homenaje para desayunar. Pero ya veo que estás ocupada —dijo, desviando la mirada de la nevera al cabello cepillado de Rylin y al coqueto vestido azul que llevaba puesto.
Rylin sonrió, acordándose de todas las ocasiones en las que su madre había preparado esas tortitas cuando eran pequeñas. No tenían nada de especial, en realidad; la masa, convencional, consistía en una mezcla de plátano y copos de chocolate. A Chrissa le encantaban y siempre intentaba pedirlas, pero todavía no sabía pronunciar bien la palabra «plátano», de modo que se dedicaba a corretear por la cocina al grito de «¡Nambo! ¡Nambo!», hasta que Rylin y Lux sacaban la caja con la mezcla para las tortitas, momento en el cual una sonrisa radiante iluminaba el aniñado rostro de la pequeña.
—Tortitas de chocolate y nambo, me parece una idea estupenda —dijo Rylin, con toda franqueza—. Pero me disponía a ir al torneo de Chrissa. ¿Te apuntas? Después podríamos preparar juntas el desayuno para cenar.
Tras unos instantes de vacilación, Lux asintió.
—Vale —dijo, sin dejar de observar a Rylin, visiblemente desconcertada a juzgar por su expresión.
—¿Cómo están todos? —preguntó Rylin mientras salían del apartamento, pensando en lo poco que había visto a sus amigos desde que había empezado a trabajar para Cord—. ¿Te has encontrado con Andrés o con V últimamente?
Le interesaba, sobre todo, saber qué suerte había corrido V: seguía sin entender cómo era posible que hubieran pillado a Hiral, mientras que V, que manejaba cantidades mucho más grandes, seguía traficando como de costumbre.
—Anoche estuvimos en el bosque de acero. Como el pincha era bastante cutre, nos escaqueamos y fuimos a meternos unos alucindedores a la esquina que hay en la salida de la calle Setenta.
Rylin conocía esa esquina. Allí habían fumado todos por primera vez, hacía años; recordó que le había entrado tanta hambre de repente que temió ponerse a vomitar. «Se te pasará —le había asegurado Lux, con una risita—. Y entonces la sensación va a ser asombrosa». Tenía razón.
—Aunque no es lo mismo sin Hiral y sin ti —añadió Lux.
—Ya. Me preocupa. Solo quiero hablar con él, pero no me dejan.
Rylin exhaló un suspiro mientras bajaban del Step en la parada que había cerca de la escuela, y arrastró tranquilamente la nevera tras ella. Lux le lanzó una mirada de reojo, pero se abstuvo de hacer ningún comentario.
Llegaron a las grandes puertas dobles del gimnasio del centro de secundaria Irving. Regresar allí le provocó a Rylin una extraña aprensión. Hacía tiempo que no pisaba la escuela.
Entraron justo cuando acababa de comenzar el torneo. El lugar era tal y como lo recordaba Rylin: mohoso, con un leve tufo a sudor y con el suelo de polirresina surcado de arañazos. Rylin no entendía cómo el gimnasio, el cual —al igual que el resto de la Torre— solo contaba veinte años de antigüedad, podía ofrecer ya el aspecto de algo sacado del siglo pasado. Quizá se debiera a que nadie lo cuidaba ni limpiaba nunca. Jamás.
Las gradas estaban repletas; Rylin sabía que este era un torneo entre distritos, pero no se había imaginado que fuese tan importante. Allí estaban Chrissa y el resto del equipo de Irving, agachadas en círculo en su lado de la red, con las cabezas pegadas. La mascota holográfica del centro, un gigantesco lobo gris, se paseaba entre los espectadores, arrancando grititos entre algunos de los más jóvenes. Rylin vio incluso una de aquellas aerocámaras en miniatura que revoloteaban alrededor de los jugadores estrella, proyectando su perspectiva sobre las pantallas gigantes del techo.
Lux y ella se acomodaron en una de las hileras de bancos. Chrissa se disponía a sacar, sopesando la pelota con una mano mientras se balanceaba sobre los talones. Su coleta morena oscilaba adelante y atrás, como un péndulo. Rylin observó, asombrada, mientras su hermana lanzaba la pelota al aire y la enviaba al otro lado de la red de un manotazo.
—Es muy buena —susurró Lux.
Rylin asintió con la cabeza.
—Ya lo creo.
Le encantaba ver jugar a Chrissa, el modo en que su cuerpo pasaba de estar agazapado, totalmente inmóvil, a entrar en acción de repente, tan despiadado como una máquina. Sus movimientos eran gráciles, casi como los de una bailarina, como si estuviera en una de esas sofisticadas cámaras de baja gravedad y apenas tocara el suelo con los pies. Rylin notó el corazón henchido de orgullo. En ocasiones así, le parecía que todos los sacrificios que había tenido que realizar habían merecido la pena.
Su tableta emitió un zumbido al recibir un mensaje entrante de Cord. «¿Cenamos esta noche?».
«No puedo —respondió Rylin, observando de reojo a Lux, que no despegaba la mirada del partido. Necesitaba pasar ese rato con su amiga—. Vamos a prepararnos un desayuno para cenar. Ya sabes».
«Los desayunos para cenar solo valen la pena si son en la cama», replicó Cord. Rylin reprimió una sonrisita de exasperación y volvió a guardarse la tableta en el bolsillo… pero no antes de que Lux reparara en la expresión de su rostro.
—¿Buenas noticias?
Rylin deseó desesperadamente poder contárselo todo, pero no estaba segura de que Lux fuese a entenderlo. ¿Cómo podría hacerlo, cuando ni siquiera la propia Rylin lo entendía del todo?
—No exactamente —dijo, confiando en que Lux lo dejara correr.
Cuando acabó el partido y sonó la bocina, Rylin arrastró la nevera hasta donde se había reunido el equipo de Chrissa, mientras Lux la seguía. Las chicas tenían las mejillas encendidas, exultantes con su victoria, y no paraban de chocar los cinco unas con otras.
—¡Rylin! ¡No sabía que fueras a venir! ¡Y Lux! —exclamó Chrissa, envolviendo a su hermana en un abrazo empapado de sudor.
Llevaba un pequeño parche rojo adherido al brazo: un monitor de constantes vitales, se fijó Rylin, para controlar su frecuencia cardiaca, su metabolismo y el contenido de su sudor.
—¿Cuándo te has puesto eso? —preguntó.
Chrissa se encogió de hombros.
—Nos están obligando a ponérnoslo a todas las que hemos entrado hace poco —dijo. Rylin rememoró de repente aquella noche en el bosque de acero, la última vez que se había puesto ella un parche. Parecía que hubiesen pasado siglos—. ¿Habéis traído algo para picar? —continuó Chrissa, sonriendo entusiasmada ahora que había descubierto la nevera.
—Lo sé, soy la hermana mayor más guay de los alrededores.
Rylin la empujó hacia delante y abrió la tapa, y las chicas empezaron a sacar bebidas con avidez. Chrissa cogió un refresco de electrolitos y bebió un largo trago, despacio. Después bajó la botella y miró a Rylin.
—Pareces distinta. ¿Te has hecho algo en el pelo?
—Me confundes con Lux —bromeó Rylin, y Chrissa se echó a reír.
—Tienes razón. Será que llevas puesto un vestido —replicó Chrissa.
Pero Rylin sabía lo que había visto su hermana, aunque esta aún no supiera identificar de qué se trataba. De alguna manera, a pesar de todo cuanto estaba ocurriendo, Rylin era feliz.