AVERY

Zay está hablando con Daniela Leon. Leda entornó los párpados mientras observaba a la aludida en cuestión, que se encontraba por debajo de ellas, disfrazada con una especie de vestido de volantes de color negro. Daniela echó la cabeza hacia atrás y apoyó ligeramente una mano en el antebrazo de Zay, respondiendo con una estentórea carcajada a lo que fuese que acababa de decir el muchacho.

Avery siguió la dirección de la mirada de Leda, aunque en realidad le traía sin cuidado con quién hablaba o dejaba de hablar Zay.

—Me parece bien.

—Pero, a ver, ¿de qué se supone que va disfrazada con ese vestido tan esperpéntico? ¿De torero? —saltó Leda, girándose hacia Avery.

—Me parece que es un traje de criada francesa, creo —aventuró Avery, esforzándose para que no se le escapara la risa mientras extendía el brazo en dirección a su bebida, la cual flotaba junto a ella encima de un aeroposavasos.

Pero Leda ya no la escuchaba. Había concentrado toda su atención en sí misma y estaba mascullando para sus adentros, planeando seguramente cómo vengarse de la tal Daniela. Típico de Leda, en realidad; cuando se le metía entre ceja y ceja que Avery había sufrido una afrenta, su reacción era visceral e implacable. Aquella era su forma de entender la amistad, cosa que Avery aceptaba porque sabía que se sustentaba sobre los pilares del amor y de una lealtad feroz. «Espero que nunca te cabrees conmigo», le decía siempre, en tono de broma, y Leda se reía y ponía los ojos en blanco, como si la mera idea de algo así se le antojase descabellada.

Las dos amigas se encontraban en el rellano de la segunda planta de Cord, justo en lo alto de las escaleras. Avery paseó la mirada por la habitación abarrotada que tenía a sus pies. Hacía un rato, allí abajo, la situación le había resultado abrumadora, pues montones de chicos, uno tras otro, le habían dicho lo espectacular que estaba esta noche. Se inclinó hacia delante, apoyada en la barandilla, y el halo que la coronaba la siguió, ya que sus diminutos microdeslizadores estaban programados para rastrear hasta el último de sus movimientos.

Había acudido todo el mundo. Allí estaba Kemball Brown, vestido con una complicada armadura vikinga que le quedaba genial sobre el moreno telón de fondo que eran sus hombros musculosos. Laura Saunders, cuyo escotado corpiño recubierto de lentejuelas capturaba toda la luz. Y el hermano mayor de Leda, Jamie, con uniforme de ascensorista y el rostro oculto bajo una maraña de vello facial.

—¿Y esa barba de Jamie? —le preguntó Avery a Leda, risueña.

—No me hables —replicó Leda, mientras volvía a enfocar la mirada—. Se la vi el otro día por primera vez y casi me da algo.

—¿El otro día? —repitió Avery, desconcertada—. ¿No habíais pasado juntos todo el verano?

Leda titubeó un momento, tan efímero que Avery pensó que podría haber sido fruto de su imaginación.

—Sí, claro. Me refiero a cuando lo vi así, en general, con el uniforme completo. Es auténtico, ¿sabes? Se lo compró a un ascensorista de verdad.

Las palabras de Leda no denotaban nada extraño. Avery debía de haberse imaginado aquella vacilación en su voz, ¿no?

—Necesito un poco más de esto —decidió, enviando la copa a la barra—. ¿Quieres una?

—Ahora no —respondió Leda, cuyo vaso seguía estando casi lleno.

Ahora que se fijaba, pensó Avery, Leda apenas había bebido nada desde que llegaron.

—Se ve que tú tienes que recuperar el tiempo perdido —bromeó.

Allí estaba de nuevo, la misma vacilación de antes. El sonido procedente de abajo parecía haberse amplificado de repente.

—Supongo que todavía no tengo el cuerpo para muchas fiestas —dijo Leda, aunque su risa sonó algo hueca.

Avery observó a su amiga: se fijó en el modo en que se mecía adelante y atrás, en la forma en que se le arqueaban ligeramente los tacones negros. Le estaba mintiendo acerca de algo.

Y, al comprenderlo, Avery notó una leve opresión en el pecho. Creía que Leda y ella se lo contaban todo.

—Puedes hablar conmigo, ¿sabes?

—Ya lo sé —replicó de inmediato Leda, aunque no sonaba muy convencida.

—¿Dónde has pasado realmente este verano? —insistió Avery.

—Déjalo correr, ¿vale?

—Te prometo que no…

Leda frunció los labios, formando una línea inflexible. Las siguientes palabras las pronunció en un tono frío y grave.

—En serio. Te he dicho que lo dejes correr.

Avery dio un paso atrás, ligeramente dolida.

—Es que no entiendo por qué no quieres hablar conmigo.

—Ya, bueno, no todo gira siempre en torno a ti, Avery.

Avery se disponía a responder cuando se oyó una conmoción procedente de abajo, un coro de voces que se alzaban para dar la bienvenida a alguien. Echó un vistazo, por curiosidad… y vio la figura que ocupaba el ojo de aquel repentino huracán de atención.

El mundo se detuvo de golpe y, de repente, la habitación pareció quedarse sin aire. Hasta los pensamientos de Avery se paralizaron. Notó que Leda, a su lado, también se había crispado, pero fue incapaz de apartar la mirada el tiempo necesario para fijarse en su amiga.

Él había vuelto.

—Atlas —susurró, aunque él, por supuesto, no podía oírla.

Corrió ciegamente escaleras abajo. La multitud se separó para dejarla pasar y cientos de ojos se clavaron en ella, probablemente tomando instantáneas y subiéndolas a los agregadores en tiempo real. Nada de todo ello importaba. Atlas estaba en casa.

Antes de darse cuenta Avery ya estaba en sus brazos, ya había enterrado el rostro en su hombro, ya había aspirado su reconfortante fragancia por espacio de un preciado parpadeo antes de que las normas del decoro la obligaran a separarse de él.

—Estás aquí —dijo tontamente, bebiéndose con los ojos hasta el último centímetro de su ser.

Vestía unos caquis arrugados y un polo azul marino. Parecía un poco más fuerte de lo que ella recordaba, y llevaba el cabello castaño claro más largo, rizado alrededor de las orejas como cuando era pequeño. Pero todo lo demás era idéntico: sus ojos, oscuros como el chocolate, enmarcados por unas pestañas tan pobladas que casi no parecían ni masculinas; las pecas que le salpicaban la nariz; la sutil desviación de uno de los dientes inferiores, como un recordatorio de que no era perfecto. Esa era una de las cosas de Atlas que la habían entusiasmado cuando sus padres lo trajeron a casa doce años atrás: el hecho de que poseyera defectos reales y visibles.

—Aquí estoy —repitió él. Recubría su mentón una sombra de barba hirsuta y Avery ardió en deseos de acariciarla—. ¿Cómo va todo?

—¿Dónde has estado? —Avery hizo una mueca ante el sonido de su propia voz y bajó el tono. Aparte de Leda, nadie sabía que Atlas no le había dicho a su familia dónde había estado metido durante todo aquel tiempo.

—En todas partes.

—Ah —fue lo único que acertó a replicar la muchacha. Le costaba formar pensamientos coherentes cuando Atlas estaba tan cerca. Deseaba arrojarse en sus brazos y estrecharlo con tanta fuerza que nunca pudiera volver a marcharse, pasarle las manos por los hombros y cerciorarse de que era cierto que estaba allí, que era real. Con todos los progresos que había hecho este verano, y allí estaba de nuevo ahora, combatiendo la misma necesidad de siempre de extender los brazos para tocarlo—. Bueno —consiguió decir al cabo de un rato—, me alegra que estés en casa.

—Más te vale.

Atlas sonrió de oreja a oreja, con toda naturalidad, como si para él fuese lo más normal del mundo presentarse en una fiesta, sin avisar, tras diez meses de ausencia.

—Atlas… —Avery dejó la frase inacabada flotando en el aire, sin saber muy bien qué decir.

Había estado tan preocupada… Por su integridad, claro, pero aún peor había sido la angustia que la corroía por dentro: el temor espantoso, obstinado, de que quizá no volviera a verlo jamás.

—¿Sí? —preguntó él, en voz baja.

Avery dio un paso adelante. Su cuerpo reaccionaba instintivamente a la proximidad de Atlas, como una planta que lleva demasiado tiempo en la oscuridad y por fin alguien expone a la luz.

—¡Fuller! —Ty Rodrick irrumpió como una apisonadora y le dio una palmada en la espalda a Atlas.

A continuación aparecieron vociferando los demás integrantes del equipo de hockey y se lo llevaron a empujones.

La muchacha se mordió la lengua para no protestar y se apartó a un lado. «Actúa con normalidad», se recordó. Por encima del caos, cruzó la mirada con Atlas, que le guiñó un ojo. «Luego», dijo moviendo los labios.

Incumpliendo todas las promesas que se había hecho a sí misma, Avery asintió con la cabeza, nuevamente enamorada de él.