AVERY

Unos días más tarde, esa misma semana, Avery se encontraba en el centro de su vestidor, rodeada de faldas, vestidos y tops de la temporada anterior que se acumulaban en el suelo como montañas de hojas de vivos colores.

Para Leda —murmuró, redactando un parpadeo en sus lentes de contacto—. ¡Limpieza del Día del Diseñador! ¿Te vienes?

Empezó a girar la cabeza hacia la derecha, el movimiento que había programado para enviar los mensajes, pero cambió de opinión y la giró de nuevo para guardarlo como borrador. Lo cierto era que, en ese momento, no estaba segura de que le apeteciera pasar tanto tiempo a solas con Leda.

Leda aún no había mencionado la distancia, cada vez mayor, que las separaba. Avery sabía que debería esforzarse más, pero últimamente todo se le antojaba forzado entre ellas. No dejaba de pensar en lo que ocurría entre Leda y Atlas. ¿Habrían vuelto a quedar desde la cita que ella había saboteado? ¿Se habrían besado? Avery no podía interrogar a ninguno de los dos, de modo que no dejaba de torturarse imaginándoselos juntos. Era una fuente de angustia constante.

Además, pensó injustamente, era Leda la que lo había iniciado todo, comportándose de aquella forma tan rara después de volver de las vacaciones de verano, mintiéndole a Avery sobre su paradero, ocultándole que se había encaprichado de Atlas. Y en estos momentos tampoco es que estuviera dejándose la piel por hacer las paces con ella.

Avery exhaló un suspiro y volvió a concentrarse en las prendas desperdigadas por toda la moqueta azul celeste. Se había propuesto despejar el armario antes del Día del Diseñador de la semana siguiente, cuando los mejores diseñadores internacionales llenarían la Torre de boutiques para presentar las colecciones de la próxima temporada. A estas alturas, todos los diseñadores conocían a Avery. Muchos de ellos la invitaban a sus probadores, protegidos por conos de invisibilidad, para que pudiera ponerse las muestras que habían traído, lo cual era mucho más divertido que proyectar la ropa sobre su escáner corporal en 3D. Pero también podía resultar embarazoso; todos los años había al menos un diseñador que afirmaba que Avery era su musa, que había inspirado toda su colección, y ella se sentía incómodamente obligada a comprar una prenda de cada hasta que Leda se la llevaba a rastras. Eso era lo bueno de ir de tiendas con Leda. Era la única persona, aparte de Atlas, en quien Avery podía confiar para que alguna vez le dijera que no.

En algún momento indeterminado, Avery y Leda habían iniciado la tradición de limpiar sus vestidores la semana antes del Día del Diseñador, a fin de hacer sitio para las nuevas adquisiciones. Siempre era un pasatiempo divertido, probarse las cosas viejas y burlarse la una de las pifias de estilo de la otra mientras rememoraban aventuras pasadas. Avery sintió una punzada de nostalgia. Echaba de menos la relación que tenían antes Leda y ella, cuando todo resultaba mucho más sencillo. Pero la recuperarían, se prometió. Cuando los ánimos se hubieran apaciguado entre Atlas y Leda, como sin duda terminaría ocurriendo tarde o temprano.

Se puso el vaporoso vestido blanco y amarillo que había llevado a la boda de su prima, hacía dos años, y dio un golpecito con el dedo en el espejo inteligente, cambiando su reflejo para que la mostrase con el pelo recogido en una trenza, en lugar de con la melena suelta y ondulada que llevaba en ese momento. Por mucho que se arreglara el pelo, sin embargo, aquello no tenía remedio.

—Demasiado anticuado —dijo en voz alta, y colgó el vestido en la percha de entrada del armario, desde donde salió disparado al cesto de los donativos.

Eligió a continuación un vestido de gala de Óscar de la Renta, de color anaranjado brillante, larga cola y lazo en la cadera… de la ceremonia de aceptación de nuevos miembros de Whitney celebrada el verano pasado, si a Avery no le fallaba la memoria. Estaba peleándose con la cremallera cuando alguien llamó a la puerta con los nudillos.

—Adelante, mamá —dijo, pensando haber oído la voz de su madre—. Necesito que me subas la…

Atlas entró por la puerta.

—Creía que habías salido —tartamudeó Avery, sujetando con torpeza el vestido.

—Sí —replicó simplemente Atlas. Avery se preguntó si habría estado con Leda, pero no se atrevió a decir nada—. Puedo subírtela yo, si quieres —se ofreció él.

Avery se dio la vuelta, estremeciéndose ante lo íntimo de aquel gesto. El roce de las manos de Atlas era cálido allí donde entraban en contacto con su espalda.

—Estás fabulosa —le dijo Atlas cuando Avery giró sobre los talones para mirarlo a la cara, arrastrando la pesada falda por la moqueta—. Pero todavía le falta algo.

—¿A qué te refieres?

—Quería darte esto.

Atlas sacó una bolsita con cordones de uno de sus bolsillos. Avery la aceptó con la respiración ligeramente entrecortada.

Dentro había un rutilante collar de piedras que no le resultaban familiares. Por su aspecto se diría que eran casi como diamantes de color negro, pero todas tenían una veta curva en el centro, de un tono anaranjado. Avery pensó que parecían los últimos rescoldos de una fogata.

—Cristales volcánicos del Kilimanjaro. Me acordé de ti en cuanto lo vi.

Atlas le puso el collar al cuello, estirando los brazos para apartar la rubia cortina que era su pelo. Movía las manos con una seguridad absoluta, sin pelearse con el cierre, y Avery no pudo evitar preguntarse cuántas veces habría hecho algo así antes, con otras chicas. Se le encogió el corazón.

Se dio la vuelta para contemplar su reflejo, recortado contra la alta y musculosa figura de Atlas, que seguía tras ella. Sus miradas se encontraron en el espejo mientras él soltaba el cierre y dejaba caer las manos a los costados. Avery deseó que le cogiera los hombros desnudos, que le susurrara al oído y la besara en la base del cuello, justo donde acababa de posar los dedos.

Se apresuró a dar un paso para apartarse, como si quisiera echar un vistazo más de cerca al collar.

Era realmente precioso. Por lo general Avery ofrecía un aspecto radiante y resplandeciente, pero las piedras oscuras capturaban algo más de ella. Las sombras aleteaban sobre su rostro y a lo largo de la curva de sus clavículas.

—Gracias —dijo, mientras se daba la vuelta—. ¿Cuándo estuviste en el Kilimanjaro?

—En abril, solo unos días. Salí de Sudáfrica y llegué hasta Tanzania. Te habría encantado, Aves. La vista es más espectacular incluso que esta. —Hizo un gesto en dirección a las ventanas que ocupaban dos de las paredes de la habitación, donde un reluciente ocaso naranja llameaba en la atmósfera.

—Pero ¿por qué lo hiciste? ¿Irte así? —susurró Avery.

Aunque se había prometido a sí misma que no iba a presionarlo al respecto, ya no podía seguir evitándolo; estaba harta de no hablar de ello, de fingir que nada iba mal nunca en su familia perfecta. Atlas apartó la mirada.

—Por muchos motivos —dijo el muchacho—. No me apetece hablar de ello, de verdad.

—Atlas… —Avery alargó una mano y le cogió el brazo. De repente, se sentía desesperada, como si Atlas pudiera alejarse flotando a menos que ella lo anclara en su sitio—. Prométeme que no volverás a hacerlo. No puedes desaparecer así como así, ¿vale? Me quedé muy preocupada.

Atlas la miró. Por un momento a Avery le pareció vislumbrar un destello receloso y alerta en sus ojos, pero se esfumó antes de que pudiera confirmar sus sospechas.

—Te lo prometo. Lamento que te preocuparas por mí. Por eso no dejaba de llamarte… para que tú, por lo menos, supieras que todo iba bien.

—Ya lo sé.

«Solo que no todo va bien», pensó la muchacha. Ahora a Leda le gustaba Atlas, y mientras tanto ella, Avery, se encontraba atrapada en un atolladero sin escapatoria, más enamorada que nunca de él. Jamás se había imaginado que diría algo así, pero casi echaba de menos los días en que Atlas estaba a medio mundo de distancia. Al menos entonces había sido exclusivamente suyo.

—Bueno, dejaré que vuelvas a concentrarte en tu armario. Se ve que tienes mucho trabajo —dijo Atlas, presintiendo su cambio de humor, como hacía siempre.

—Espera —lo llamó Avery. Atlas se detuvo en la puerta—. Que… gracias. Por el collar. —Ni siquiera sabía muy bien por qué lo había retenido. Tan solo quería retrasar su partida—. Significa mucho que te acordaras de mí.

—Te llevo siempre en el pensamiento, Aves —dijo Atlas, y luego cerró la puerta a su espalda.

Avery acarició las frías cuentas de cristal del collar. De improviso, el silencio que reinaba en la habitación se le antojaba ensordecedor. Necesitaba salir.

—Toque a Eris —dijo en voz alta, pero Eris no descolgó.

Avery le mandó también un parpadeo mientras se quitaba el vestido (con el cual ahora, por supuesto, debía quedarse) y se ponía los vaqueros blancos y un top azul marino. Empezó a desabrochar el cierre del collar, pero vaciló, y lo dejó caer de nuevo sobre la garganta.

¿Por qué no respondía Eris? Avery sabía que su familia estaba reformando el apartamento, pero eso no explicaba que últimamente estuviera tan ausente.

Quizá debería ir al Nuage y darle una sorpresa. De hecho, era una idea estupenda. Podían salir a cenar al restaurante de sashimi que quedaba allí cerca, o ir a la sauna; lo que fuera con tal de no quedarse sola en aquel vestidor, sin dejar de pensar en Atlas.

Quince minutos después había bajado del ascensor en la planta 940 y se adentraba en el inmenso vestíbulo del Nuage, el hotel de lujo más caro —y alto— de toda la Torre. Había turistas y hombres y mujeres de negocios sentados en los suntuosos divanes, asombrosamente mullidos pese a los polímeros de carbono tejidos en cada una de sus hebras, que cambiaban el color de los sofás para que hicieran conjunto con el del firmamento. Tras los ventanales del Nuage, Avery vio que el sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte. Los divanes reaccionaron en consecuencia: el mismo azul cobalto oscuro, salpicado de llameantes vetas rojizas.

Leda y ella acostumbraban a ir allí para grabar vídeos de las puestas de sol, cuando aún estaban en octavo y atravesaban su fase de aspirantes a modelo. Se ponían vestidos blancos y posaban en los divanes durante la media hora que tardaban en cambiar de color, editaban el vídeo hasta reducirlo a treinta segundos de cámara rápida y lo subían a los agregadores. La experiencia había sido tan ridícula y embarazosa como desternillante.

Avery exhaló un suspiro y se acercó al mostrador de la recepción, un bloque de granito toscano de color blanco que flotaba en el aire gracias a potentes microdeslizadores.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el encargado, impecablemente uniformado con camisa y pantalón blancos.

En la placa con su nombre se podía leer PIERRE, lo que significaba que probablemente era un crío de las plantas inferiores llamado Peter.

—Estoy buscando a Eris Dodd-Radson —dijo Avery—. Su familia y ella llevan aproximadamente una semana alojándose aquí.

—Lo siento, pero no puedo desvelar el número de habitación de nuestros huéspedes, por respeto a su intimidad.

—Por supuesto. —Avery le dedicó la más deslumbrante de sus sonrisas, la que reservaba para ocasiones como aquella, y vio que su reticencia se tambaleaba—. Lo entiendo. Tan solo me preguntaba si podría usted llamar a su habitación y dejar un mensaje. Es que se trata de mi mejor amiga y llevo una temporada sin saber nada de ella. Me tiene preocupada.

Pierre se mordió el labio, y a continuación empezó a mover las manos en el aire ante él, observando una pantalla que únicamente era visible para él.

—No encuentro a ninguna Eris Dodd-Radson en nuestro sistema —dijo—. ¿Seguro que se aloja aquí?

—Está con sus padres, Caroline Dodd y Everett Radson.

—Veo un Everett Radson…

—¡El mismo! —lo interrumpió Avery—. ¿Lo puede llamar?

Pierre frunció el ceño, observándola por encima de su nariz.

—El señor Radson está registrado solo. Debe de haberse confundido usted sobre el paradero de su amiga. ¿Quizá se aloje en otro hotel?

Avery hizo una pausa.

—Vale. Gracias —dijo, disimulando su confusión, y se fue.

Se dejó caer en uno de los divanes, cuyas escasas hebras rojas y anaranjadas comenzaban a adoptar un azul crepuscular a marchas forzadas, y usó la pantalla táctil que tenía delante para pedir una limonada. Todavía no quería irse a casa. Necesitaba un momento para pensar. La bebida llegó casi al instante, y Avery probó un largo sorbo mientras se preguntaba por qué habría mentido Eris acerca de las obras en su apartamento. Y… ¿qué hacía su padre alojándose en solitario allí, en el Nuage?

El señor Radson se había divorciado ya en dos ocasiones. ¿Se dispondría a hacerlo otra vez? ¿A dejar a la madre de Eris? Y, en tal caso, ¿dónde estaba su amiga?

—¿Ahora te ha dado por beber a escondidas? —exclamó Cord mientras se sentaba en el diván que estaba frente al de Avery y se repantigaba entre los cojines.

—Es limonada —dijo Avery con resignación.

—Menuda decepción. —El muchacho sonrió, dejando al descubierto su dentadura, blanca y perfecta—. ¿Sabes, Fuller? Tú antes molabas.

—Y tú antes eras menos insoportable —replicó Avery, aunque ambos sabían que no hablaba en serio. Conocía a Cord desde hacía tanto tiempo que estaba dispuesta a perdonárselo casi todo—. ¿Tú también buscas a Eris? —añadió, preguntándose si él podría tener las respuestas que buscaba.

—¿No te has enterado? Eris y yo ya… ya no.

—Ay, vaya… No me había dicho nada. —La preocupación de Avery aumentó. ¿Por qué no la había llamado Eris? Siempre acudía a ella después de una de sus rupturas, se compadecían la una de la otra, se atiborraban de helado y planeaban la siguiente conquista de Eris. Algo iba realmente mal—. ¿Qué ha pasado? —le preguntó a Cord. No le extrañaba del todo que hubieran roto (ninguno de los dos parecía especialmente implicado en la relación), pero seguía sintiendo curiosidad por escuchar lo que tuviera que contarle. Cord se encogió de hombros, en silencio—. ¿Hay alguien más? —insistió Avery, sin dejar de observarlo. Conocía todos sus tics.

—No, es solo que nos aburrimos —respondió el muchacho. Era buen mentiroso; Avery debía concederle eso al menos. Se preguntó quién sería la chica nueva—. Estaba buscando a Brice —continuó Cord—. ¿Lo has visto?

—¿Brice está en la ciudad?

A Avery no le caía especialmente bien el hermano mayor de Cord. Lo culpaba de la actitud de capullo que Cord intentaba adoptar de un tiempo a esta parte.

—¿Quién sabe? —Cord se encogió de hombros, como si quisiera restarle importancia, pero Avery se dio cuenta de que algo le preocupaba—. Se presentó aquí el fin de semana pasado, y sus cosas todavía siguen en casa, pero lleva desde ayer sin pisar el apartamento. Se me ha ocurrido que podría echar un vistazo en un par de sitios antes de empezar a revisar sus extractos bancarios.

—Espero que lo encuentres —dijo con sinceridad Avery, aunque estaba mucho más preocupada por Eris—. Oye —añadió, dándose cuenta de que tenía hambre—, ¿te apetecen unas patatas fritas con trufas? Últimamente tengo antojo.

En otros tiempos, Cord y ella solían ir allí a degustarlas con Atlas, de madrugada, después de alguna fiesta. Era el plato rápido más delicioso de toda la Torre.

Cord sacudió la cabeza. Tras él, unas pocas hebras del diván llameaban aún con un carmesí luminoso, produciendo a su alrededor el extraño efecto de un halo.

—Estoy bien así. Aunque tú sí que deberías comer algo —dijo, suavizando ligeramente la mirada—. Pareces cansada, Avery.

—Hombre, gracias —replicó ella, mordaz, aunque en cierto modo agradecía que hubiese al menos una persona en su vida que no estuviera diciéndole siempre lo fabuloso que era su aspecto.

—Siempre a tu servicio —se rio Cord, y se marchó.

Avery se quedó allí sentada un rato más, mientras volvía a enviarle toques a Eris —aunque a esas alturas ya había dejado de esperar respuesta— y se acababa la limonada. El bar del hotel comenzaba a llenarse ante sus ojos, repleto de hombres y mujeres de negocios que hablaban en voz baja, más un grupo de mujeres que brindaban con copas de champán. Atrajo la mirada de Avery una pareja que parecía estar disfrutando de su primera cita, algo tenso aún su lenguaje corporal pero aparente el interés que sentían el uno por el otro. La chica se inclinó hacia delante, como si quisiera apoyar una mano en el brazo del hombre pero no se atreviera. Todo aquello entristeció a Avery, por alguna razón, y se fue a casa.

En el compartimento de entrada de la cocina la esperaba una bolsa de papel marrón. Avery echó un vistazo a la referencia de la etiqueta, preguntándose si Atlas habría pedido algo, pero el paquete iba dirigido a ella. Intrigada, lo abrió… y del interior surgió una cálida vaharada que olía a trufas y aceite. «Cord». Como cabía esperar, la factura del interior estaba a nombre de él.

Mordió una de las patatas, caliente, crujiente y pringosa de aceite aromatizado con trufa, y sonrió sin poder evitarlo. Menudo desastre de comienzo para su primer año en la universidad, pensó, cuando el único amigo con el que podía contar en estos momentos era Cord Anderton.