LEDA

Leda creyó oír un ruido y miró de repente hacia la trampilla. Se dio cuenta, desconcertada, de que allí había una chica.

—¿Y tú quién eres? —le espetó.

—Rylin Myers —tartamudeó la chica, y a Leda le pareció reconocer el nombre—. Lo siento, no pretendía…

—Deberías marcharte —se apresuró a decir Avery.

Alguien más subía en ese momento por la escalera y, un instante después, la melena cobriza de Eris apareció por el hueco. Genial. La última persona sobre la faz de la tierra que deseaba ver Leda en aquellos momentos, y allí estaba.

—¡Aquí estás! —exclamó Eris mientras terminaba de subir la escalera. Estaba mirando a la tal Rylin—. Mira, solo quería hablar contigo. Cord te está…

—¿Qué narices es lo que quieres? —siseó Leda, venenosa.

Su rabia, afilada como un punzón candente, había saltado rápidamente de Avery a Eris.

Eris arqueó una ceja.

—Tranquila, Leda, seguro que no pretendía subir aquí.

—¡No estoy hablando con ella, sino contigo! —La luz de la luna se reflejó en el pañuelo de Calvadour, el pañuelo que el padre de Leda le había regalado a Eris, y Leda perdió el poco control que le quedaba—. ¡No deberías atreverte ni a mirarme!

—¡Eris! —gritó Avery—. Baja, ¿vale?

Eris miró a la otra chica, a la que había seguido hasta allí, y después de nuevo a Leda. Por algún extraño motivo, no se movió.

—Supongo que ya lo has descubierto —dijo con firmeza, mirando a Leda a los ojos—. ¿Te lo ha contado tu padre?

—¡No quiero hablar contigo! —exclamó Leda, que retrocedió frenéticamente hasta acercarse al borde de la azotea.

Avery se colocó al lado de Eris y ambas se miraron, preocupadas.

—Leda —dijo Avery y, por su tono, Leda notó que tenía miedo—, por favor, bajemos de aquí, vamos a hablarlo.

Pero Leda solo tenía ojos para Eris y su pañuelo. ¿Cómo se atrevía a salir en público con el regalo de un hombre casado? ¿No le daba vergüenza?

—¿A ti qué te pasa? —chilló—. ¿Por qué no puedes dejar en paz a mi familia?

Dio otro paso atrás, cada vez más desesperada. Aquellas dos chicas, sus supuestas amigas, la estaban acorralando, literalmente. Encima, una de ellas tenía una aventura con su padre y la otra le había robado al único chico por el que había sentido algo. «La estúpida soy yo, por tener unas amigas de mierda», pensó frenética. Metió la mano en el bolsillo cosido al lateral de su vestido para buscar más xemperheidreno. Necesitaba pensar con algo más de claridad; así averiguaría cómo manejar la situación. Por desgracia, en el bolsillo no quedaba nada.

—¡Sé que estás enfadada! —dijo Eris, alzando también la voz—. Lo siento, ¿vale? ¡Sé que es raro! Pero no se lo contaré a nadie. Y no volveré a v… ver —añadió, tartamudeando un poco—… a ver a tu padre nunca más. Lo prometo.

—¡Coge tu estúpido pañuelo y lárgate de una vez!

Leda quería llorar, gritar o desmembrar a Eris lentamente… Cualquier cosa menos pasar otro segundo allí, escuchándola hablar sobre si volvería o no a ver a su padre. Como si no tuviera ya suficientes problemas aquella noche.

Eris había llegado a su altura y se había situado junto a ella, lo bastante cerca como para que Leda le pudiera arrancar el pañuelo del cuello. Le latía el corazón con la intensa claridad proporcionada por el estimulante. Las dos estaban peligrosamente cerca del borde. Avery no dejaba de gritarles que volvieran.

—Esto también ha sido muy raro para mí, ¿vale? —murmuró Eris, mirando a Leda a los ojos—. Por favor —añadió, intentando tocarle el brazo.

Aquella fue la gota que colmó el vaso.

—¡Te he dicho que no me toques! —gritó Leda mientras empujaba a Eris a ciegas.

A lo lejos le pareció oír ruido de pasos que subían por la escalera.

Eris se tambaleó hacia atrás, casi a cámara lenta y los altísimos tacones se le doblaron bajo los pies.

Por un segundo pareció que lograría recuperar el equilibrio, y Leda fue a cogerla… Pero era demasiado tarde: Eris ya había empezado a caer de espaldas. Su precioso rostro tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa. Leda la observó precipitarse hacia el suelo: los pliegues de su vestido escarlata revoloteaban a su alrededor y el pañuelo ondeaba como una inútil bandera blanca de rendición. Con una indiferencia espeluznante, Leda pensó que en aquel momento estaba especialmente hermosa, mientras su diminuta figura se perdía en las tinieblas de la ciudad.

Leda se quedó allí, mirando, hasta mucho después de que Eris desapareciera de su vista.

Una inescrutable eternidad después, el horror de lo sucedido por fin se abrió paso en su cerebro. Ocultó el rostro entre las manos y empezó a gritar.

A lo lejos, el sol se asomaba en el horizonte, alargando sus atrevidos dedos carmesí hacia el cielo de la noche, que ya huía.

Cuando lo miró, lo único que vio Leda fue el nauseabundo tono rojo de la sangre recién derramada.