LEDA |
Leda se sentó junto a Atlas en el interior del deslizador. Era más tarde de lo que pensaba, y había bebido más de lo que esperaba. El mar de incertidumbre en el que zozobraba su vida estaba haciéndole perder el norte. Pero daba igual: Atlas y ella estaban allí, juntos, a solas por fin. Se arrimó un poco más a él, demasiado borracha como para seguir andándose con remilgos, y lo miró a través de las pestañas.
Estaba harta de esperar. Lo deseaba con tanta intensidad que ya ni siquiera podía seguir pensando con claridad. El deslizador llegó a su casa, y Leda empezó a besarlo.
—Leda.
Atlas se echó hacia atrás, sujetándole las muñecas con las manos y bajándoselas hasta el regazo.
—Deberías entrar —insistió ella.
Atlas negó con la cabeza.
—Tenemos que hablar.
Al escuchar esas tres palabras, Leda se sintió como si le deslizaran un dedo escalofriante y glacial por los nervios, ya alterados y de punta a causa del alcohol.
—Pues habla —replicó, en tono desabrido.
—Me lo he pasado muy bien contigo en la gala —empezó con torpeza el muchacho—. Estabas preciosa esta noche, ¿sabes? Pero —continuó, y en aquel «pero» Leda vio el reflejo de los pedazos en los que estaba a punto de convertirse su corazón—, creo que no deberíamos volver a salir juntos.
—¿No quieres acostarte conmigo esta vez, por lo menos, antes de volver a salir corriendo?
Atlas hizo una mueca.
—Lo siento. Lo que sucedió en Catyan… debería haber parado antes de llegar a ese extremo.
—Si aquello te había parecido un error, ¿por qué me has pedido que te acompañara esta noche?
—Porque eres increíble. Cualquier chico se sentiría muy afortunado si pudiera salir contigo. —Atlas la miró directamente a los ojos—. Te mereces algo mejor que yo… te mereces la verdad. Y la verdad es que siento algo por otra persona. No estaría siendo justo contigo si permitiera que lo nuestro continuara adelante, dadas las circunstancias.
—Bueno, pues vale.
Atlas hizo ademán de rodear el vehículo para abrirle la puerta, pero Leda bajó y la cerró de golpe antes de que al muchacho le diese tiempo a llegar.
—Lo siento, Leda —dijo—. Espero que podamos seguir siendo amigos.
Leda se limitó a subir lentamente los escalones, demostrándole lo poco que la afectaba todo aquello. La testarudez y el orgullo herido la ayudaron a mantener la cabeza bien alta. Se preguntó qué diría Atlas si supiera que, la última vez que él le había hecho algo por el estilo, ella se había precipitado a una espiral sin control que se había saldado con dos meses de rehabilitación.
Debería haberlo visto venir. Debería haber sabido que Atlas iba a jugar al yoyó con sus emociones de nuevo, a pedirle que se dejara ver con él en una serie de fastuosos actos públicos para luego decirle, sin sombra de remordimiento, que no quería ser injusto con ella. «Ya te enseñaré yo lo que es la injusticia», pensó Leda, cruzando la puerta de su apartamento sin girar la cabeza ni tan siquiera una fracción de grado en dirección al muchacho.
En cuanto se hubo encerrado entre las seguras paredes de su habitación, Leda se desplomó en el suelo como si fuera una marioneta a la que acabasen de cortarle los hilos, y luego se tapó la cara con las dos manos. Una aterradora parte de ella odiaba a Atlas por el modo en que la había tratado. Deseaba hacerle daño, a él y a quienquiera que fuese la estúpida chica por la que el muchacho hipotéticamente «sentía algo».
Leda dio un respingo al recordar que aún no había utilizado el arma más devastadora de su arsenal. Empezó a murmurar, redactando un mensaje para Nadia. «Te equivocabas. Atlas acaba de confesarme que está enamorado de otra. Averigua quién es, o estás despedida».
Instantes después, una respuesta inesperada destelló sobre su campo visual: «Demasiado tarde. Renuncio».
A Leda le hirvió la sangre en las venas.
«A mí nadie me deja tirada. No puedes renunciar, ahora no».
«¿No acababas de despedirme? Me cuesta seguir los cambios de tu estado de ánimo».
«Serás…».
«Perdona, pero no quiero volver a saber nada de ninguno de vosotros», la interrumpió Nadia y el enlace se cortó al bloquearla permanentemente.
Leda ignoraba qué habría querido decir la hacker con ese «ninguno de vosotros», aunque tampoco fuera algo que le importara especialmente. Se sentía abrumada. La presión era insoportable. Había perdido a su mejor amiga, a Atlas, y ahora, para colmo de males, a Nadia… Dios, ojalá pudiera hablar con alguien… por no mencionar el extraño comportamiento de su padre en los últimos días… Leda se sentía acorralada, aterrada. Su instinto le ordenaba contraatacar. «Piensa», se dijo, pero era incapaz de formar una idea coherente. Cerró los ojos y aspiró entrecortadamente una profunda bocanada de aire.
No podía soportarlo más.
Abrió el parpadeo para Ross, a la espera aún en la carpeta de los borradores, y lo envió con un jadeo, casi sin aliento. «Soy yo. ¿Qué tienes?».