ERIS

Eris llegó a Baneberry Lane y abrió la puerta tan sigilosamente como le fue posible. Lo último que quería en aquellos momentos era que su madre la oyera llegar e intentase entablar conversación con ella. Eris apenas si le había dirigido la palabra en toda la semana. Aún tenía los nervios a flor de piel, como si sus sentimientos fuesen una herida en la que continuaba hurgando sin poder evitarlo.

Cuando la puerta giró sobre sus goznes, Eris se tapó la boca con una mano, esforzándose por contener una arcada. En su apartamento imperaba de nuevo aquel hedor, el nauseabundo olor a cloaca que ocasionalmente emanaba del piso de los vecinos de arriba. Empujó la puerta hasta abrirla de par en par, lo cual por norma general ayudaba a ventilarlo un poco, y la sostuvo así encajando uno de sus relucientes zapatos con tacón de aguja a modo de cuña. A continuación, recorrió todo el apartamento armada con su perfume de jazmín, rociando las rejillas de ventilación hasta que le lagrimearon los ojos. Por lo menos así se podía volver a respirar.

Eris detectó un sonido procedente de la habitación de su madre y encaminó sus pasos hacia allí, tan solo para percatarse de que lo que se oía eran sollozos apagados. La invadió de pronto una oleada de culpa y vergüenza. Su madre llevaba toda la semana mostrándose optimista, hablándole a Eris de las solicitudes de empleo que había enviado, esforzándose por adecentar aquel apartamento tan espantoso con los modestos medios que tenía a su alcance. Ni una sola vez había llorado Caroline delante de ella. Pero eso era lo que estaba haciendo en aquel momento, dando por fin rienda suelta a su dolor. El motivo, evidentemente, era que aún no se había dado cuenta de que Eris ya estaba en casa.

Eris se alejó corriendo. Detestaba ver así a su madre, pero tampoco estaba dispuesta a entrar allí y abrazarla. Todavía no la había perdonado por todo lo ocurrido. Era tal y como su padre —Everett, se recordó— había dicho. «Necesito un poco más de tiempo, ¿vale?».

Con un suspiro, Eris abrió la nevera. Ni siquiera tenía hambre; era un gesto vacío, desprovisto de significado, porque no se le ocurría qué más hacer. Por primera vez en años, no tenía ningún plan para un sábado por la noche. Se quedaría aquí, sola, encerrada en un apartamento apestoso mientras todos sus amigos hacían algo estupendo que ella ya no podía permitirse.

Por lo menos hoy había conseguido subir a la Cima de la Torre. Se había pasado la tarde de tiendas con Avery y las chicas; no es que hubiera comprado nada, pero estaba desesperada por escapar de las claustrofóbicas plantas inferiores. Después habían ido todas a tomar granizados de fruta, y Eris había terminado invirtiendo una parte de su mermada criptocuenta bancaria en un sorbete de limón, tan solo para no ser la única que no consumía nada. Al terminárselo, prácticamente había tenido que contenerse para no lamer el brillante vaso biodegradable de color rosa. Le costaba creer que antes estuviera acostumbrada a comprar cosas así, dar dos bocados y tirar el resto a la basura sin concederle mayor importancia.

Ahora todas las demás chicas planeaban salir juntas, cenar en el Amuse-Bouche y visitar esa coctelería nueva, el Painkiller. Eris había oído que el bar tenía vistas a un océano simulado en el que el sol se ponía repetidamente a lo largo de toda la noche, una y otra vez, cada cuarenta minutos. En su antigua vida, en estos momentos ya se estaría arreglando para salir.

Se concedió el capricho de fantasear brevemente con la idea, de planificar su atuendo: el top de blanco de ganchillo, anudado al cuello, y la falda vaporosa con abertura hasta el muslo. Además de un enorme y caro hibisco en el pelo, el cual habría tenido que encargar especialmente en la floristería pero que merecería por completo la pena cuando las demás chicas lo vieran y deseasen haber tenido la misma idea.

Todas se habían sentido consternadas cuando les había dicho que no las podía acompañar esta noche. «¿Estás segura?», le había implorado Avery, y a Eris le había faltado muy poco para confesar la verdad en aquel preciso momento. Pero sabía que, en cuanto lo hiciera, nada volvería a ser igual, y aún no estaba preparada para afrontarlo. Ninguna de las chicas sería rastrera con ella, por supuesto; pero se sentirían violentas e incómodas en su compañía, y las invitaciones dejarían de llegar de forma paulatina. Nadie querría que Eris se sintiera mal preguntándole si le apetecía ir a restaurantes de lujo y clases de yoga que ya no podía permitirse. Además, necesitaba esa pretensión de normalidad. Ahora mismo era lo único que la mantenía a flote.

Le había dicho a todo el mundo que sus padres la obligaban a quedarse en casa porque habían preparado una cena en familia. «Cena en familia, qué risa». En un intento por mostrarse amables, las chicas habían insistido en acompañarla «a casa», al Nuage. Eris había terminado despidiéndose con la mano y subiendo al ascensor, para luego deambular por los pasillos del piso superior durante quince minutos antes de atreverse a volver abajo. Perpetuar aquella farsa empezaba a resultar agotador.

Encaminó sus pasos hacia el cuarto de baño, pero la detuvo el alboroto procedente del pasillo; las voces entraban nítidamente por la puerta, que aún seguía estando abierta de par en par.

—¡Ya lo sé, ya lo sé, se lo diré! —dijo una voz, que parecía la de Mariel.

Eris echó un vistazo fuera y, efectivamente, allí estaba Mariel, mirando hacia arriba en un gesto de exasperación mientras salía y cerraba la puerta del apartamento tras ella.

—¿Sales? —preguntó sin pensar Eris. Mariel llevaba puesto un vestido ajustado con el dobladillo asimétrico, tacones rojos y un compacto bolso cromado.

—¿Te quedas? —replicó la muchacha.

—Eso parece. Por aquí no hay gran cosa que hacer, ¿verdad?

Mariel enarcó una ceja.

—Bueno, en nuestras fiestas no corre el champán ni suena música cutre.

—¿Vas a una fiesta?

Eris no sabía muy bien qué hacía hablando con Mariel, pero tampoco le apetecía volver al apartamento y quedarse sola otra vez.

Mariel se la quedó mirando fijamente un momento, a todas luces incrédula.

—¿Te apetece venir?

—Sí —exclamó Eris, sonando patéticamente desesperada.

Mariel se acercó a ella, con los labios fruncidos. A continuación, de un solo gesto melodramático, le arrancó todos los botones de la blusa de seda, revelando la camisola blanca de debajo.

—Pero ¿qué narices? —Eris dio un paso atrás, pero Mariel se estaba riendo. Para tratarse de alguien tan brusco como ella, su risa era sorprendentemente suave y flotaba con languidez, elevándose como las volutas de un alucindedor. Eris se descubrió deseando escucharla de nuevo.

—Perdona —dijo Mariel, risueña—, pero no es una fiesta de disfraces, así que no puedes ir de zorra ricachona que se da aires de grandeza. Toma. —Se quitó una de las largas cadenas que llevaba al cuello y se la ofreció a Eris—. Eso ayudará.

—Gracias.

Eris bajó la mirada y contempló su atuendo: vaqueros, sandalias de cuña de color arena y camiseta interior blanca, demasiado escotada como para parecer un top.

El collar llamaba provocadoramente la atención sobre su busto. En fin, allí abajo daba igual qué aspecto ofreciera. Además, la mera mención de la fiesta le había levantado un poquito el ánimo, a pesar de todo.

—¿Adónde vamos?

Eris trotó para alcanzar a Mariel, que ya había empezado a alejarse por el pasillo.

—¿Has montado en monorraíl alguna vez?

Solo una, en una excursión de primaria, pero eso no hacía falta que lo supiera Mariel. Eris se preguntó intrigada adónde irían. Los monorraíles eran trenes de cercanías que solo llevaban a páramos tan desoladores como Queens o Nueva Jersey. En la Cima de la Torre, todo el mundo se desplazaba en helicóptero.

—Pues claro —respondió, con más confianza de la que sentía.

—Bienvenida a Brooklyn —anunció Mariel cuando por fin bajaron.

Se adentraron por una calle llena de tiendas, algunas de ellas obstinadamente abiertas pese a lo escaso de la concurrencia. Las luces halógenas de sus escaparates parpadeaban. Mariel sacó la tableta y empezó a teclear, con el ceño fruncido. Eris no dijo nada.

Era la primera vez que ponía un pie en Brooklyn. Sabía que había sido un barrio bastante popular hacía tiempo, antes de que se construyera la Torre… y lo sumiera en gran parte en la oscuridad, proyectando sobre él su sombra perpetua. El ayuntamiento de Brooklyn aún seguía enzarzado en pleitos contra la firma de ingeniería que había diseñado la Torre, pero nadie pensaba que pudieran ganar. Mientras tanto, la gente llevaba dos décadas abandonando la zona en un goteo constante. Eris ni siquiera estaba segura de que allí siguiera viviendo alguien.

—Hemos llegado —dijo Mariel, subiendo por una escalera que conducía a una antigua residencia de ladrillo, antaño elegante. ORDEN DE DESAHUCIO: PROPIEDAD DE FULLER ADMINISTRACIÓN DE BIENES, rezaba un brillante cartel rojo pegado con cinta en la puerta principal, la cual alguien había sellado primero, y alguien más había forzado burdamente después. Eris captó un machacón estruendo tras ella. Se le escapó una risita mordaz ante la ironía de asistir a una fiesta en una casa que era propiedad del padre de Avery. A Avery le habría parecido desternillante. Lástima que Eris nunca podría contárselo.

Mariel dio una serie de golpecitos con los nudillos en la puerta, que giró sobre sus goznes para revelar a un tipo fornido, barbudo y cubierto de tintuajes. Las arrugas que poblaban su entrecejo desaparecieron en cuanto vio a Mariel.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó, dándole un abrazo—. ¡Mi madre no deja de preguntar por ti a todas horas!

—Dile a tu madre que le haremos una visita muy pronto —le prometió Mariel, y pasó por su lado.

Eris intentó seguirla, pero el tío levantó un brazo, bloqueándole el acceso.

—Treinta nanos —anunció con firmeza.

—Ah… esto…

Cabía la posibilidad de que le quedaran treinta nanos en la criptocuenta, pero sería por los pelos.

—Viene conmigo, Jose —le dijo Mariel por encima del hombro.

—Perdona. —Jose bajó el brazo—. No me he dado cuenta. Que os divirtáis.

Mariel cogió a Eris del brazo y tiró de ella hacia lo que parecía la sala de estar de la casa, despojada de muebles pero atestada de adolescentes que lucían ropa barata y una sonrisa de oreja a oreja. Se habían instalado sendas barras en los dos extremos de la habitación y había altavoces en todas las esquinas, incluidos unos flotantes que seguían al grupo más numeroso de personas. Como fiesta no estaba mal, para tratarse de Brooklyn.

—Jose es mi primo —explicó Mariel.

—¿Él ha organizado esta fiesta? —dijo Eris, que seguía sin entender qué hacían en una casa desalojada.

—Por así decirlo. Esta es su actividad secundaria: montar fiestas en los edificios abandonados y condenados, y cobrar por la entrada. Se saca una buena pasta con ello, de hecho.

—Ah. Bueno, pues gracias por ayudarme a entrar gratis —dijo Eris, azorada.

Detestaba estar en deuda con nadie, sobre todo con esta chica.

—No me las des todavía —replicó Mariel—. Ahora no podrás coquetear con nadie aquí dentro, después de que le haya dicho a Jose que estamos juntas.

—¿Cómo?

Eris se la quedó mirando fijamente, aún más desconcertada que antes.

—Lo siento —dijo Mariel—, pero Jose dejó de permitir que mis amigos entraran gratis porque abusaba de su generosidad. Ahora solo deja entrar a quienquiera que sea mi pareja. Me he imaginado que en estos momentos andas pillada de pasta, así que… —Se interrumpió con torpeza, dejando que la frase flotara inacabada en el aire.

—Gracias. —Eris no sabía muy bien qué pensar de todo aquello. Miró a su alrededor—. ¿Quién es toda esta gente?

—Amigos de la escuela, del barrio. A lo mejor conoces a alguno, de hecho. Veo a unos cuantos compañeros de trabajo del Altitude por aquí —dijo Mariel, esbozando una sonrisita traviesa.

Eris paseó la mirada por la sala y descubrió que, en efecto, sí que reconocía varias de las caras. ¿Aquella morena tan alta no era la monitora de danza con la que había flirteado todo el verano?

—Necesito un trago —anunció Eris, dirigiéndose a la barra mientras Mariel se echaba a reír, tras ella.

La noche seguía su curso. Eris se presentó prácticamente a todo el mundo; todos eran de lo más amables, y todos parecían conocer a Mariel, como si esta fuese el aglutinante social que cohesionaba el grupo. Sin embargo, algo inefable separaba a Eris de aquellos jóvenes de risa fácil y trepidante vitalidad. Quizá fuese el abrasador rescoldo de resentimiento que aún le ardía en el pecho, o quizá se debiera simplemente al hecho de que procedía de la Cima. Fuera lo que fuese, de alguna manera Eris se sentía al margen de todos ellos. No dejaba de beber, esperando que el alcohol cerrara la brecha que los distanciaba: continuó bebiendo hasta que también ella pudo reírse con la misma facilidad, bailar con el mismo desenfreno. Era agradable deambular flotando por aquella casa abandonada sin preocuparse por lo que nadie pensara de ella. Necesitaba una noche así.

En algún momento indeterminado descubrió las escaleras que conducían a la azotea. Qué cerca estaba aquella casa del suelo, solo tenía cuatro plantas; en la Torre, nadie consideraría siquiera que aquello pudiera considerarse vistas. Se apoyó en el bajo muro de protección, contemplando la silueta de los edificios de los alrededores. La luz caía formando anillos dorados en la calle, a sus pies. Podía ver directamente la sala de estar de otra casa, donde una pareja cenaba sentada a una mesa diminuta, cogidos de la mano. Eris se apresuró a apartar la mirada, sintiéndose como una intrusa.

Al otro lado de las aguas se alzaba la impresionante mole de la Torre. Eris dejó vagar la mirada hacia arriba, cada vez más alto, preguntándose cuál de aquellas diminutas lucecitas parpadeantes, qué pedacito de cielo, pertenecería a su antiguo apartamento en la 985. «Olvídate de ellos», se dijo, notando todavía en su interior el fuego del resentimiento. Todos se habían portado espantosamente con ella: su madre, Everett… incluso su padre biológico, quienquiera que fuese. No los necesitaba. No necesitaba a nadie. Se las estaba apañando perfectamente sin ellos.

Eris inclinó la cabeza hacia atrás, al máximo, y fijó la mirada por encima de la torre, en la oscura extensión del firmamento nocturno. Recordó todas las noches que se había colado en Greenwich Park, de la mano de la persona con la que estuviera saliendo por entonces, para contemplar la vasta holopantalla cuajada de estrellas. Daba igual hasta qué punto se perfeccionara la holotecnología, jamás se podría comparar con aquello.

—Conque ahí te habías metido. —Mariel apareció en lo alto de las escaleras. Fragmentos de música atravesaron la puerta con ella—. Me piro, por si te quieres venir.

—Todavía no —respondió Eris, con la mirada aún perdida en las estrellas.

—¿Seguro? ¿Vas a coger el monorraíl de madrugada tú sola? —la provocó Mariel.

—Bueno, vale.

Eris exhaló un suspiro teatral y se giró, trastabillando ligeramente.

—Cuidado —dijo Mariel. Extendió los brazos para sujetar a Eris, que se tambaleaba sobre las sandalias de cuña—. Bebiendo hasta atontarte no vas a solucionar nada. Hazme caso, ya lo he intentado —añadió. Parecía sorprendentemente sincera.

—Lo que tú digas.

Eris solo estaba escuchándola a medias. Prefería estudiar la tupida negrura de las pestañas de Mariel, el brillante rojo cereza de sus labios, la delicada curva de su cuello. Deseaba trazar su contorno, de modo que extendió la mano y eso fue lo que hizo. Mariel se quedó donde estaba, completamente inmóvil.

Eris se inclinó hacia delante para besarla.

Sabía tal y como se lo imaginaba, a humo, ron y empalagoso lápiz de labios. Eris dejó una mano apoyada con suavidad en el cuello de Mariel, deleitándose en la sensación de su pulso, errático, y deslizó la otra hacia la nuca.

Mariel se separó de ella y dio un paso atrás.

—¡Eris! Pero ¿qué…? Déjalo. Estás borracha —dijo, señalando lo obvio—. Hora de irse a casa.

—Eso es. Vayamos a casa —dijo Eris.

Empezó a tirar de Mariel escaleras abajo, pero la muchacha plantó los talones con firmeza en el suelo.

—Eris…

—Vamos. Quiero ver todos tus tintuajes —ronroneó con implacable zalamería.

Lo cierto era que no le habría importado que Mariel la rechazase. Ya le daba todo igual. Aun así, era divertido: el coqueteo, el rubor en las mejillas de Mariel, el beso robado… A Eris le encantaban esos juegos. Se le daban muy bien. «Aprovecha tus virtudes al máximo», solía decirle su padre. Siempre había dado por sentado que se refería a su aspecto. Todo el mundo sabía que la belleza era su mayor virtud.

No. Tenía que dejar de pensar en su padre.

—Bueno… de acuerdo —dijo Mariel, y se echó a reír—. En marcha. Después de todo, eres mi cita.

Eris hizo un gesto afirmativo y se sintió temeraria. No le importaba nada salvo el presente.

A Eris le palpitaban las sienes. Empezó a buscar a los pies de la cama las sábanas que había apartado a patadas… y se quedó paralizada, parpadeando en una penumbra que no le resultaba familiar. El brillante reloj rosa de la esquina de sus lentes de contacto le dijo que eran las 4:09 a. m. Junto a ella sonaba otra respiración, acompasada y tranquila.

Muy despacio, con cuidado, Eris se dio la vuelta. Mariel dormía a pierna suelta a su lado, con el cabello moreno desparramado sobre la fina almohada blanca.

«Joder, joder, joder».

Eris se quedó quieta como una estatua, prácticamente conteniendo la respiración, mientras encajaba las piezas del puzle de la noche anterior. Recordaba haber tomado un montón de chupitos de aquel licor tan cutre en la fiesta… haber besado a Mariel en la azotea… haber salido juntas a la cálida noche estival para ir allí, a la habitación de Mariel…

Mariel se movió en sueños y, de repente, a Eris le entró el pánico y le dio un vuelco el corazón. Tenía que largarse de allí. Tan deprisa como se atrevió, descolgó los pies fuera de la cama y, a tientas, empezó a recoger su ropa, desperdigada por el suelo. Abrochándose los vaqueros con una mano y sujetando las sandalias de cuña con la otra, salió de puntillas de la habitación de Mariel, descalza.

Eris titubeó un momento en el pasillo del apartamento, desorientada; no había prestado atención cuando habían entrado tambaleándose, hacía unas horas. Pero entonces oyó pasos amortiguados y una voz queda, y reanudó la marcha con un respingo. No podía enfrentarse ahora a los padres de Mariel, de ninguna manera. Presa del pánico, abrió la que parecía la puerta principal y escapó a la desangelada iluminación fluorescente de Baneberry Lane.

Segundos después, Eris había dejado atrás a hurtadillas las tres puertas que la separaban de su propio apartamento y se hallaba sana y salva en su cuarto. Sin molestarse siquiera en ponerse el pijama, se acurrucó encima de la cama y cerró los ojos, apretando con fuerza los párpados. Dios, cómo echaba de menos su antiguo apartamento. Extrañaba su cama, con sus suaves bordes redondeados, sus cojines de aromaterapia y su lujoso Atrapasueños.

Lo de esa noche había sido un error. Eris le echó la culpa a todos los chupitos que se había tomado, y a su impredecible estado de ánimo. Gracias a Dios que por lo menos se había despertado de madrugada, ahorrándose así la incómoda conversación de la mañana siguiente. Gracias a Dios también que ninguno de sus amigos sabía lo que había hecho esa noche.

Así que se había enrollado con Mariel… ay, Dios, ¿cómo se apellidaba? Eris hizo una mueca. En fin, ni contaba ni tenía la menor importancia, pensó, inquieta, mientras volvía a conciliar el sueño. Sería como si todo aquello no hubiera ocurrido jamás.