AVERY

La fiesta llevaba ya varias horas en pleno apogeo cuando Avery se encontró en la despensa de los licores, frente a la cocina de Cord. No sabía muy bien para qué había entrado allí: quizá en busca de aquel bourbon con láminas de oro que coronaba el estante más alto, o de la reserva de retros ilegales. Se quedó pensativa, agitando las esquirlas de hielo de su copa vacía. De sus dos copas vacías, en realidad; descubrió que tenía una en cada mano.

Atlas había vuelto. No podía quitarse de la cabeza su expresión al verla, ni la palabra que había pronunciado: «Luego». Después de tanto tiempo esperando ansiosamente que Atlas regresara a casa, ahora que por fin estaba aquí ni siquiera sabía qué pensar. Así pues, decidió que lo mejor sería beber todo lo que pudiera. A la vista estaba que lo había conseguido.

Un rayo de luz cortó la oscuridad cuando alguien empujó la puerta.

—¿Avery?

Cord. La muchacha suspiró; en esos momentos le apetecía estar a solas con sus pensamientos.

—Hola —murmuró—. Menuda fiesta.

—Un brindis por tu chico —dijo Cord, que estiró el brazo por encima de ella para agarrar el bourbon.

Bebió un buen trago de la botella, despacio, con unos ojos que centelleaban en la penumbra.

—¿Por quién? —preguntó Avery, circunspecta.

¿Lo sabría Cord, de alguna manera? Si había alguien capaz de averiguarlo, pensó enfurruñada, ese era él. La conocía desde siempre. Y estaba lo suficientemente mal de la cabeza como para imaginarse la retorcida e increíble verdad.

—Por quienquiera que haya conseguido ponerte de uñas y sacar a la Rabiosa Fuller que llevas dentro. Porque Zay Wagner seguro que no es. Hasta yo me doy cuenta de eso.

—A veces te comportas como un auténtico gilipollas, ¿sabes? —replicó Avery, sin pensar.

A Cord se le escapó una carcajada.

—Claro que lo sé. Pero organizo unas fiestas tan guapas que la gente me lo perdona. Más o menos igual que te perdonan a ti el que seas tan enigmática y recatada, porque eres la chica más guapa la faz de la tierra.

A Avery le gustaría ser capaz de enfadarse con él, pero, por alguna razón, le resultaba imposible. Quizá porque sabía cómo era Cord en realidad, bajo todas aquellas capas de sarcasmo.

—¿Recuerdas cuando éramos críos? —le preguntó de repente—. ¿Cuando me desafiaste a colarme en la rampa del vertedero y me quedé atascada dentro? Esperaste conmigo todo el rato hasta que llegaron los bots de seguridad, para que no tuviera que estar allí sola.

Las luces del cuarto de los licores se apagaron con un parpadeo. Debían de llevar quietos un buen rato, para que los detectores de movimiento se hubieran desactivado. Cord no era más que una sombra.

—Sí —respondió el muchacho, en voz baja—. ¿Y qué?

—Hemos cambiado mucho, ¿verdad?

Tras sacudir la cabeza, Avery empujó la puerta y salió al pasillo.

Deambuló sin rumbo fijo por la fiesta durante un rato, saludando a todas las personas que llevaba sin ver desde finales de primavera, bebiendo constantemente de sus dos copas distintas. No podía dejar de pensar en Atlas… y en Leda. ¿Dónde habría pasado Leda todo el verano, para no querer contárselo? Se tratara de lo que se tratase, Avery se sentía fatal por haber insistido hasta el punto de incomodar a Leda. Era impropio de ella abandonar una fiesta antes de tiempo. Avery sabía que debería ir a casa de los Cole y hacerle una visita, pero no soportaba la idea de marcharse mientras Atlas aún estuviera allí. Tras tantos meses de separación, nada le apetecía más que quedarse cerca de él.

«Perdóname por lo de antes. ¿Nos vemos mañana?», le mandó a Leda, aparcando el sentimiento de culpa que la embargaba.

Encontró a Atlas instantes después, jugando a la ruleta en la biblioteca de la planta baja, y se detuvo junto a la puerta para observarlo. Estaba inclinado sobre la mesa mientras hacía girar la botella; las pestañas proyectaban una sombra sutil sobre sus pómulos. Avery llevaba años sin jugar a la ruleta, desde que tenía catorce… en otra de las fiestas de Cord, en aquella misma sala. Si cerraba los ojos, era casi como si hubiese ocurrido ayer y no tres años atrás.

Qué nerviosa estaba entonces. Era la primera vez que bebía y, aunque no se lo había contado a nadie, también era la primera vez que jugaba a la ruleta. Ni siquiera había besado nunca a nadie. ¿Y si todos los demás se daban cuenta?

—¡Date prisa, Fuller! —había refunfuñado Marc Rojas, uno de los mayores, al ver que ella titubeaba—. ¡Que gire esa botella!

—¡Que gire! ¡Que gire! —Habían empezado a entonar a coro el resto de los presentes. Mordiéndose el labio, Avery había alargado el brazo para empujar el dial holográfico proyectado en el centro de la mesa.

La flecha empezó a girar por la habitación como una mancha borrosa. Todo el mundo se inclinó hacia delante para seguir sus movimientos. Por fin empezó a ir más lenta, hasta detenerse enfrente de Breccan Doyle. Avery se armó de valor, expectante, sentada en el borde de la silla.

Con el último ápice de inercia, la flecha se movió hasta Atlas.

De inmediato, la consola de juegos proyectó un cono de privacidad donde ellos se encontraban, refractando la luz para ocultarlos a las miradas del resto de los presentes y desviando todas las ondas sonoras. Tras la reluciente pared de fotones, que ondulaba y oscilaba como la superficie del agua en un estanque, Avery podía ver a los demás, aunque estos no pudieran verla a ella. Estaban gritando y gesticulando en dirección a la consola de juegos, seguramente intentando resetear la partida para que hiciese girar la botella otra vez. Porque no tenía ninguna gracia que dentro del cono hubiera dos hermanos, ¿verdad?

—¿Estás bien? —preguntó en voz baja Atlas. Tenía una botella de atómico medio llena en la mano e intentó pasársela, pero ella negó con la cabeza. Ya se sentía bastante confusa, y el alcohol comenzaba a despertar peligrosamente sus sentimientos por Atlas.

—Nunca he besado a nadie. Se me va a dar fatal —farfulló atropelladamente, e hizo una mueca.

¿Por qué había tenido que decir eso? Atlas bebió un largo trago de atómico y dejó la botella con cuidado. No se rio de ella, lo cual era un detalle.

—No te preocupes —dijo después—. Estoy seguro de que besas genial.

—¡Ni siquiera sé qué hay que hacer!

Fuera del cono, Avery vio a Tracy Ellison —que estaba coladísima por Atlas—, gesticulando furiosamente.

—Necesitas práctica, eso es todo. —Atlas sonrió y se encogió de hombros—. Siento ser yo el que esté aquí en vez de Breccan.

—¿Me tomas el pelo? Preferiría… —Avery se mordió la lengua. No podía permitirse el lujo de terminar esa frase.

Atlas la observó con curiosidad. Frunció el ceño en una expresión que Avery no supo bien cómo interpretar.

—Aves —dijo, aunque sonó más bien como una pregunta. Se acercó un poco más. Avery contuvo el aliento…

El cono de privacidad se disolvió, franqueando el paso de nuevo a la realidad.

Avery nunca había estado segura de si aquel casi beso había sido real o un simple producto de su imaginación. Mientras se sumía en el recuerdo, contempló a Atlas, que en ese momento levantó la cabeza como si hubiera presentido su mirada. Sin embargo, nada parecía indicar que él también estuviera pensando en aquella noche. Se limitó a estudiarla un momento y, finalmente, pareció tomar una decisión.

—Me retiro esta ronda —dijo, apartándose del juego y acercándose a ella—. Hola. —Cogió con delicadeza las bebidas que la muchacha sostenía en las manos y las dejó encima de la mesa. Avery se había olvidado por completo de ellas. Se tambaleó—. ¿Quieres que te lleve a casa?

Atlas extendió el brazo para ayudarla a mantener el equilibrio. Siempre igual; Atlas sabía lo que quería Avery sin necesidad de que esta tuviera que decir nada. A excepción hecha, claro está, del único de sus deseos que él jamás podría ni siquiera intuir.

—Sí —respondió Avery, quizá con demasiada precipitación.

Atlas asintió.

—Entonces, en marcha.

Se dirigieron a la puerta del apartamento de Cord y tomaron el deslizador que había llamado Atlas. Avery se reclinó en el asiento y cerró los ojos, dejándose envolver por el reconfortante zumbido del sistema de propulsión magnética mientras escuchaba la acompasada respiración de Atlas. No dejaba de repetirse que estaba allí de verdad. No se trataba tan solo de otro de sus sueños.

Cuando llegaron al ático del piso número mil, Avery se dejó caer en la cama de espaldas, todavía con el vestido puesto. Lo veía todo un poquito borroso.

—¿Estás bien? —dijo Atlas, mientras se sentaba en la esquina de su gigantesco edredón de color beige.

—Ajá —murmuró ella.

Hacía meses que no se sentía tan bien como en aquel sitio y en aquel momento, a solas con Atlas, en la penumbra. El muchacho se acercó un poco más. Avery cerró los ojos.

En estos momentos, con él sentado en su cama, Avery casi podría fingir que no era más que un chico al que acababa de conocer y que se había traído a casa, en vez de alguien a quien sus padres habían adoptado cuando ella contaba cinco años de edad porque se sentía sola y no tenían tiempo para ella.

—¿Recuerdas cuando llegaste aquí por primera vez? —le preguntó.

Avery estaba sentada en el cuarto de los juguetes, cepillándole el pelo a su muñeca, cuando la puerta principal se abrió y apareció su madre, que llevaba de la mano de un niño expectante y desorientado. «Este es Atlas», había anunciado su madre. El pequeño había esbozado una sonrisa dubitativa y Avery había empezado a adorarlo desde aquellos precisos instantes.

—Por supuesto que lo recuerdo —sonrió Atlas—. Me ordenaste que te acompañara hasta el parque y luego que te remolcase a bordo de tu aerodeslizador, para que así pudieses fingir que era un barco pirata.

—¡Eso no es cierto! —Avery apoyó los codos en la cama para fulminarlo con la mirada y fingirse escandalizada.

—Da igual —replicó él, en voz baja—. No me importó.

Avery volvió a apoyarse en las almohadas. Qué extraño que alguna vez hubiera existido un momento anterior a Atlas en su vida. Ahora le parecía imposible.

—¿Aves? —oyó decir a Atlas—. Si hubiese algo que yo necesitara saber, me lo contarías, ¿verdad?

Avery abrió los ojos y contempló su expresión, tan franca y carente de picardía. No estaría insinuando que conocía su secreto… ¿o sí? De ninguna manera. Ignoraba lo que era desear algo que uno nunca podría tener y lo imposible que resultaba dejar de desearlo una vez que aquel sentimiento arraigaba por dentro.

—Me alegra que hayas vuelto —le dijo—. Te he echado de menos.

—Y yo a ti.

El silencio que mediaba entre ambos se prolongó. Avery pugnaba por mantenerse despierta, por seguir recreándose en la presencia de Atlas, pero el sueño, inflexible, la iba venciendo. Transcurridos unos instantes, el muchacho se levantó y salió al pasillo.

—Te quiero —dijo, antes de cerrar la puerta a su espalda, sin hacer ruido.

«Y yo a ti», susurró el corazón de Avery, acunando aquella frase como si de una plegaria se tratase.