AVERY |
—Es la fiesta más genial que hemos montado jamás —le susurró Avery a Atlas, apretujados los dos en el diminuto armario de la ropa blanca. Había estado deseando que llegara aquel momento desde que empezó la noche, que resultó ser una tortura exquisita: encontrarse con la mirada de Atlas en el otro extremo de la sala, rozar su mano cada vez que se cruzaban, pero sin poder hacer nada más hasta que se escabulleran. Y justo eso era lo que acababan de hacer.
—Que termina de la mejor manera posible —respondió él y la besó.
Aquella emoción ilícita era maravillosa: encontrarse en los brazos del chico al que amaba —el chico con el que pensaba huir dentro de unos días—, mientras sus compañeros de clase estaban a pocos metros de ellos, en la sala. Era una locura.
Se inclinó sobre Atlas deseando arrancarle la camisa botón a botón y tumbarlo sobre las mullidas toallas, pero lo que hizo fue golpearle la cabeza sin querer contra el estante. Él se quejó e hizo una mueca.
—¡Lo siento! —exclamó Avery mientras retrocedía un paso.
—No, yo sí que lo siento —se rio Atlas, arrepentido—. Debería haberte llevado a mi dormitorio, pero ya estaba ocupado.
—¡El mío también!
En circunstancias normales, Avery se habría cabreado al ver a una pareja en su habitación. Sin embargo, allí de pie, con Atlas, con el pelo revuelto y el vestido azul cubierto de pelusas blancas de una alfombrilla de baño, le daba todo igual.
—Supongo que es señal de que la fiesta está yendo bien —añadió.
—Como dije, nos vamos a lo grande. —Atlas se le acercó para darle otro beso en los labios—. Te veo ahí fuera —murmuró antes de salir al pasillo.
Avery contó hasta veinte antes de marcharse en dirección contraria, incapaz de borrar la sonrisa de su cara.
Sí que era una fiesta genial. Avery intentó saborear todos los detalles para poder recordarlos algún día, cuando Atlas y ella fueran dos viejecitos de pelo blanco que vivían felices y comían perdices. Aquella misma tarde habían ordenado a los bots que empujaran los muebles contra las paredes para dejar libre una pista de baile en el centro. Ahora la habitación estaba llena a rebosar, todos riendo, bebiendo y pasándoselo bien. En el mueble que servía de barra relucían las botellas de alcohol, que no dejaban de reponerse gracias al pedido que había realizado antes. Los altavoces escupían música, aunque adaptando el volumen al de las voces. Y, al menos por el momento, nadie había cometido ninguna estupidez.
Pero Avery habría recordado la fiesta toda la vida incluso de haber resultado ser un desastre absoluto. Atesoraba todos los momentos pasados con Atlas, sobre todo ahora que por fin habían descubierto que se amaban.
Llegó a la zona de baile, y vio que Risha estaba allí con Scott Bandier —eso era nuevo— y Jess con Patrick, como siempre. Ojalá ella pudiera bailar con Atlas, aunque solo fuera un minuto. Se recordó, de nuevo sin poder reprimir la sonrisa, que tenían el resto de sus vidas para bailar juntos.
Entonces notó que una mano le sujetaba el brazo con fuerza.
—Te estaba buscando.
Avery ahogó un grito. Leda tenía un aspecto horrible, con el pelo recogido en un moño apretado que resaltaba las angulosas facciones de su rostro. Se la veía macilenta y cansada, y su boca no era más que una fina línea. De algún modo, parecía frágil en su vestido de estampado geométrico, como si su cuerpo sobreviviera solo gracias a la pura fuerza de voluntad… y a las drogas.
Avery ya había visto así antes a Leda, cuando tenía exámenes y se metía demasiado xemperheidreno. Se pasaba el día entero a tope, hacía el examen, se iba a casa y dormía hasta que se le pasaba el efecto. Avery nunca había aprobado esa conducta, pero cada vez que se lo mencionaba, Leda se cerraba en banda y se ponía a la defensiva.
Leda le soltó el brazo. Temblaba de nervios.
—No me lo puedo creer, eres una amiga espantosa, ¿lo sabías? Por no mencionar que me repugnas —le espetó.
—Leda, ¿qué te has tomado? —preguntó Avery mientras empujaba con cuidado a su amiga a un lado de la habitación.
—¡Atrás! —gritó Leda, a la que estaba claro que no le importaba montar un numerito. Unas cuantas personas las miraron, arqueando las cejas—. Lo sé, así que no me vengas con historias, ¿vale?
De repente, los nervios y el recelo se apoderaron de Avery hasta tal punto de que ni siquiera se atrevía a hablar. Intentó interpretar la mirada de Leda, que iba de un lado a otro de la fiesta. Sintió náuseas, porque el instinto le decía que estaba buscando a Atlas.
—¿Dónde está? —preguntó Leda entre dientes.
—¿Quién? —preguntó a su vez Avery, tratando de parecer inocente.
—¡Tu hermano! ¿O debería llamarlo tu amante?
Avery se mareó, como si de repente el mundo se hubiera inclinado peligrosamente. Leda había pronunciado las palabras casi en un susurro y el ruido de la habitación había aumentado tanto que estaba bastante segura de que nadie la había oído… todavía. No podía arriesgarse.
—¿Podemos hablar de esto en privado? —preguntó con toda la dignidad que logró reunir. Miraba a Leda a los ojos—. Por favor. Por todos nuestros años de amistad. Por favor, no lo hagas, aquí no.
Una chispa de la antigua Leda apareció un instante en su mirada, y la chica dejó caer un poco los hombros, como si se hubiera estado alimentado de pura ira y ahora le faltara la propulsión para mantenerse derecha.
—De acuerdo —cedió—. Un par de minutos.
Avery asintió con la cabeza. Era lo mejor que le iba a sacar en aquellos momentos.
—Sígueme —le pidió mientras esbozaba una sonrisa de cartón piedra y saludaba con la cabeza a todas las personas con las que se cruzaban, como si no pasara nada. Como si su mejor amiga y ella fueran a arreglarse el maquillaje juntas e intercambiar cotilleos, y no a amenazarse mutuamente con sus secretos más privados y oscuros.
Sin embargo, había gente por todas partes: en los dormitorios de Atlas y de ella, en la biblioteca, en el invernadero… La fiesta había extendido sus tentáculos por el piso y todas las habitaciones tenían a alguien dentro, ya fuera inconsciente, enrollándose con alguien o ambas cosas. Avery notaba que Leda empezaba a ponerse nerviosa; era como una silenciosa bomba de relojería a punto de estallar.
Entonces Avery tuvo la idea que lo cambiaría todo para siempre.
—Por aquí —dijo mientras empujaba la puerta que daba a la despensa y buscaba la manilla oculta—. Ahí arriba no habrá nadie y podremos hablar sin que nos molesten.
Cogió la escalera, que descendió y dejó al descubierto un diminuto cuadrado de cielo negro azulado sobre ellas. Leda estaba tan inquieta que ni siquiera reaccionó ante la existencia de una azotea oculta en el piso de Avery, sino que se limitó a inclinar un poco la cabeza y a decir, con voz fría como el hielo:
—Tú primero.
Cuando Avery inició el ascenso a la oscuridad, sus tacones de aguja italianos, de cuero, resbalaron un poco en los peldaños.