RYLIN

Cuando los últimos invitados de la fiesta de Cord hubieron subido, tambaleándose, al deslizador que los esperaba, Rylin exhaló un suspiro de alivio. La noche se le había hecho interminable, entre limpiar el estropicio provocado por todos aquellos críos borrachos y fingir que no estaba dándose cuenta de las miradas que le lanzaban algunos de los chicos. Se sentía agotada y todavía le latían las sienes tras haberse salido con tanta brusquedad de los comunitarios, pero, gracias a Dios, por fin había acabado.

Se desperezó, estirando los brazos por encima de la cabeza. Luego se acercó a los ventanales de la sala de estar de Cord y dejó que su mirada vagara ávidamente por la línea del horizonte, a lo lejos. Las cristaleras de su apartamento eran tan viejas que ya ni siquiera parecían ventanas, sino más bien las estrafalarias caricaturas de un escenario de mentirijillas en el que el sol brillaba más de la cuenta y los árboles se veían demasiado verdes. Había una ventana junto a la parada del monorraíl que cogía para ir al trabajo —el puesto de comida de Rylin se encontraba en la parada de Crayne Boulevard, entre Manhattan y Jersey—, pero incluso esa estaba demasiado cerca como para distinguir nada que no fuese la Torre, agazapada como un gigantesco sapo de acero que ocultaba el firmamento. Sucumbió al impulso de pegar la cara al cristal, cuyo frescor le pareció un bálsamo en contacto con su frente dolorida.

Transcurridos unos instantes, Rylin se obligó a apartarse de la ventana y se encaminó hacia la escalera, dispuesta a subir para despedirse de Cord y largarse de allí pitando. Conforme avanzaba, las luces que iba dejando a su espalda se apagaban y las que tenía aún frente a ella se encendían, iluminando un pasillo de cuyas paredes colgaban cuadros antiguos. Pasó por delante de un cuarto de baño inmenso, repleto de suntuosas toallas, con pantallas táctiles en todas las superficies. Jolín, pero si hasta el suelo debía de ser una pantalla táctil: a Rylin no le extrañaría ni un pelo que fuese capaz de calcular su peso, o que se pudiera activar con la voz para caldearse. Aquí todo era de lo mejor, lo más nuevo, lo más caro… Dondequiera que miraba, solo veía dinero. Apretó el paso.

Cuando llegó a la hologalería, Rylin titubeó. En lugar de la proyección de inmersión activa o la comedia tontorrona que cabría esperar, en la pared se proyectaba en ese momento una sucesión de antiguas escenas familiares.

—¡Oye, no! ¡Ni se te ocurra! —exclamó la madre de Cord, en una imagen vívidamente tridimensional.

En el patio donde se desarrollaba la acción, un Cord de cuatro años empuñaba una manguera mientras sonreía de oreja a oreja. «¿Dónde estarían? —se preguntó Rylin—. ¿De vacaciones en alguna parte?».

—¡Uy! —proclamó el niño, sin el menor atisbo de arrepentimiento, al tiempo que apuntaba a su madre con la manguera.

Esta se echó a reír y levantó los brazos, muy bronceados, mientras la oscura melena le chorreaba agua como si de una sirena se tratase. A Rylin se le había olvidado lo guapa que era.

Cord se inclinó hacia delante, entusiasmado, sentado casi en el borde del sillón de cuero. Una sonrisa se insinuaba en sus labios mientras contemplaba a su padre perseguir a su antiguo yo por todo el jardín.

Rylin dio un paso atrás, dispuesta a marcharse sin…

El suelo crujió bajo sus pies, y Cord levantó de golpe la cabeza, como impulsada por un resorte. El vídeo se apagó de inmediato.

—Pe… perdona —tartamudeó la muchacha—. Solo quería decirte que ya he terminado, así que me voy.

Cord dejó resbalar lánguidamente la mirada por su atuendo, desde los vaqueros ceñidos a la camiseta escotada, pasando por los numerosos brazaletes de neón que tintineaban en sus muñecas.

—No he tenido tiempo de pasar por casa para cambiarme —añadió Rylin, sin saber muy bien por qué estaba dándole tantas explicaciones—. Me has avisado con muy poco margen.

Cord se limitó a quedarse mirándola fijamente, sin decir nada. Rylin se dio cuenta, sobresaltada, de que no la había reconocido. Por otra parte, ¿qué tenía de extraño? Hacía años que no se veían, desde aquella Navidad en la que los padres del muchacho los habían invitado a ella y a su familia para ofrecerles galletas y darles unos regalos. Rylin recordaba lo mágico que les había parecido a Chrissa y a ella jugar con la nieve en el invernadero cerrado, como si se tratara de una versión a escala natural de la bola de cristal de juguete que su madre sacaba siempre durante las fiestas. Cord se había pasado todo el rato enfrascado en sus holojuegos, ajeno a todo.

—Rylin Myers —dijo al fin Cord, como si la muchacha se hubiera colado en su fiesta por casualidad en vez de haber sido contratada para trabajar—. Joder, ¿cómo te va?

Señaló con un gesto el sillón que había a su lado, y Rylin se sorprendió dejándose caer en él y levantando las rodillas para sentarse con las piernas cruzadas.

—Aparte del magreo al que me han sometido tus amiguitos, de maravilla —respondió la muchacha, sin pensar—. Perdona —se apresuró a añadir—, ha sido una noche muy larga. —Se preguntó dónde estarían Hiral y el resto de la pandilla, si se habrían percatado por fin de su desaparición.

—Bueno, la mayoría de ellos no son amigos míos —replicó Cord, sin concederle mayor importancia.

Cambió de postura y Rylin no pudo evitar fijarse en el movimiento de sus hombros bajo la camisa de vestir. Se le ocurrió entonces que la desgana de Cord era engañosa; que, bajo aquella fachada de indiferencia, la observaba con suma atención.

Los dos se quedaron un momento contemplando la pantalla apagada. Tenía gracia, pensó Rylin; si alguien le hubiera dicho que terminaría la noche así, conversando con Cord Anderton, se habría carcajeado en su cara.

—¿Qué pasa? —preguntó Cord.

Rylin se dio cuenta en ese momento de que había empezado a juguetear con su collar otra vez. Dejó caer las manos sobre el regazo.

—Era de mi madre —fue su escueta respuesta.

Esperaba que con eso bastase para zanjar la cuestión. El collar había sido un regalo de cumpleaños para su madre, y esta no se lo quitaba nunca. Rylin recordó la angustia que había sentido cuando se lo habían enviado desde el hospital, envuelto en plástico transparente e identificado con una alegre etiqueta naranja. Hasta ese momento, la muerte de su madre no le había parecido real.

—¿Por qué la Torre Eiffel? —insistió Cord, con un dejo de curiosidad en la voz.

«¿Y a ti qué narices te importa?», estuvo a punto de responder Rylin, pero se contuvo.

—Era una broma que nos traíamos entre las dos —dijo—. Siempre estábamos diciendo que, si alguna vez teníamos dinero, cogeríamos el tren que va a Francia y merendaríamos en un elegante «Café París».

Se abstuvo de explicarle que Chrissa y ella solían transformar su cocina en una coqueta cafetería francesa. Se hacían gorritos de papel, se pintaban bigotitos con el lápiz de labios de su madre y adoptaban un acento absurdo mientras le servían a su madre la «especialidad del chef», es decir, el alimento precocinado que hubieran encontrado de oferta aquella semana. Siempre conseguían arrancarle una sonrisa al final de otra interminable jornada laboral.

—¿Fuisteis alguna vez?

La pregunta era tan ridícula que a Rylin a punto estuvo de escapársele la risa.

—Casi ni he salido de la Torre.

La sala se llenó de gritos y salpicaduras de agua cuando el holovídeo se reanudó de improviso, iluminando la pantalla. Cord lo apagó de inmediato. Sus padres habían fallecido hacía años, recordó Rylin, en un accidente de avión.

—Está bien que guardes esos vídeos —dijo la muchacha, para romper el silencio. Comprendía que Cord se mostrara tan posesivo, puesto que si Chrissa y ella hubieran conservado algún vídeo, habrían hecho lo mismo—. Ojalá nosotras tuviéramos más vídeos de mi madre.

—Lo siento —musitó Cord.

—Está bien así.

Rylin se encogió de hombros, aunque por supuesto que no estaba bien. Ni volvería a estarlo jamás.

Interrumpió la tensión el repentino rugido que se dejó oír por toda la habitación. Rylin tardó un instante en darse cuenta de que procedía de su estómago. Cord la observó con curiosidad.

—¿Tienes hambre? —preguntó, aunque la respuesta era evidente—. Podríamos repartirnos las sobras, si te apetece.

—¡Sí! —dijo Rylin, quizá con demasiado entusiasmo. Llevaba desde la hora del almuerzo sin probar bocado.

—La próxima vez come algo del catering —dijo Cord mientras salían de la hologalería y bajaban por la impresionante escalera de cristal—. Supongo que debería haberte avisado antes.

Rylin se preguntó qué le hacía pensar que iba a haber una próxima vez.

Cuando llegaron a la cocina, el frigorífico informó alegremente a Cord de que había consumido cuatro mil calorías hasta el momento, el 40% de las cuales procedían del alcohol; según su «Régimen Muscular 2118», ya no podía ingerir nada más. En la ranura de abastecimiento de la nevera se materializó un vaso de agua.

—Régimen muscular… Debería seguir uno de esos —sentenció Rylin, inexpresiva.

—Procuro llevar una vida sana. —Cord se volvió hacia la máquina—. Orden de anulación por invitados, por favor —murmuró antes de mirar a Rylin, que nunca le había visto ponerse tan colorado—. Esto, ¿te importaría apoyar la mano en el frigo para demostrar que estás aquí?

Rylin colocó la palma sobre el refrigerador, cuya puerta se abrió obedientemente. Cord empezó a sacar recipientes al azar: barritas de leche de pipas de calabaza, lasaña de cien capas y acerolas frescas. Rylin eligió una caja de cucuruchos de pizza, cogió uno y le dio un bocado. Estaba frito, sabía a queso y era perfecto; quizá frío incluso mejor que caliente. Se dio cuenta de que le chorreaba salsa por la barbilla cuando Cord le ofreció una servilleta, pero, de alguna manera, no le importó.

Cuando el muchacho se recostó contra la encimera, Rylin vio algo por encima de su hombro y dejó escapar un gritito.

—¡Madre mía! ¿Eso de ahí son Hombrecitos de Goma? ¿Es cierto que se mueven cuando les arrancas la cabeza de un mordisco, como en los anuncios?

—¿No has probado nunca un Hombrecito de Goma?

—Pues no.

Una bolsa de Hombrecitos de Goma costaba más de lo que Chrissa y ella se gastaban en alimentos en toda una semana. Se trataba del primer comestible electrónico; cada una de aquellas golosinas contenía un identificador microscópico de radiofrecuencia.

—Toma —dijo Cord, lanzándole la bolsa—. Prueba uno.

Rylin extrajo una gominola de color verde chillón y se la metió entera en la boca. Tras masticar un rato, expectante, le lanzó una miradita furiosa al ver que no pasaba nada.

—Es que no lo estás haciendo bien —dijo Cord, que parecía estar haciendo esfuerzos por aguantarse la risa—. Tienes que morderle la cabeza, o las piernas. No puedes comértelo entero de golpe.

Rylin cogió otra gominola y le arrancó la mitad inferior con los dientes. El identificador de radiofrecuencia, alojado en el torso de la golosina, emitió de súbito un agudo alarido.

—¡Joder! —exclamó Rylin.

La cabeza de la golosina se le cayó al suelo, donde siguió convulsionándose junto a sus pies. La muchacha dio un paso atrás.

Cord se echó a reír, recogió los restos de gominola y los tiró a la basura, donde fueron succionados en dirección al centro de clasificación de residuos.

—Toma, prueba otra vez —dijo, ofreciéndole la bolsa—. Si le arrancas la cabeza no chillan, se limitan a patalear.

—No me apetece, gracias.

Rylin se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja y observó a Cord de soslayo. Había algo en el modo en que él la miraba que la obligó a guardar silencio.

De improviso, el muchacho cubrió la distancia que los separaba y acercó los labios a los de Rylin.

La muchacha se sorprendió tanto que tardó en reaccionar. Cord la besó despacio, casi lánguidamente, empujándola contra la encimera. El borde se le clavó con fuerza en la cadera, devolviéndola de golpe a la realidad. Apoyó las manos en el pecho de Cord y empujó con todas sus fuerzas.

Se cruzó de brazos mientras Cord retrocedía trastabillando, con la respiración entrecortada y una mirada risueña en los ojos. En las comisuras de sus labios aleteaba una sonrisa.

Había algo en su expresión que hizo que Rylin se estremeciera de rabia. Se sentía furiosa con Cord por reírse de la situación, consigo misma por haberla propiciado… y, en el fondo, por haber disfrutado con ello, aunque hubiera sido tan solo durante un confuso momento.

Sin pararse a pensar, levantó el brazo y lo abofeteó. El impacto restalló en el aire como un latigazo.

—Perdona —dijo Cord poco después, rompiendo el doloroso silencio—. Es evidente que he malinterpretado las señales.

Rylin vio cómo la marca encarnada de sus dedos se iba extendiendo por la mejilla del chico. Se había extralimitado. Ahora Cord no le pagaría la noche y todos sus esfuerzos por realizar un buen trabajo habrían sido en vano.

—Me… Esto…, debería irme.

Ya casi había llegado a la puerta cuando oyó pasos en el pasillo.

—Eh, Myers —la llamó Cord a su espalda—. Cógela.

Rylin se giró a tiempo de capturar al vuelo la bolsa de Hombrecitos de Goma.

—Gracias —dijo, desconcertada, pero la puerta ya estaba cerrándose ante él.

Rylin apoyó la espalda en la puerta del apartamento de Cord y cerró los ojos, intentando poner un poco de orden en el desmadejado ovillo de sus pensamientos. Notaba los labios magullados, casi abrasados. Aún le parecía sentir en la cintura las manos de Cord.

Suspiró, enfadada, y se apresuró a bajar los tres escalones de ladrillo que conducían a la puerta del apartamento de Cord, para después internarse en las calles asfaltadas con carbono.

Durante los cuatro kilómetros que la separaban de su hogar, Rylin se dedicó a decapitar a los Hombrecitos de Goma a mordiscos, uno por uno, dejando que sus diminutos alaridos resonaran en los desiertos confines del ascensor.