ERIS

Eris yacía en la cama de Mariel, recostada lánguidamente, hecha un ovillo y con los ojos entrecerrados. Estaba observando a Mariel, que, sentada a su escritorio, redactaba un trabajo tecleando febrilmente. Las paredes, pintadas de un verde suave, estaban cubiertas de instantáneas en las que aparecía Mariel con sus amigas, además de diversos pósteres fotográficos: una puesta de sol sobre una escarpada cordillera montañosa, un eclipse lunar… En los altavoces sonaba un tema de música country. Eris nunca había conocido a nadie que estuviera obsesionado con el country, aparte de Avery, y hacía tiempo que había añadido esa particularidad a la larga lista de manías incomprensibles de su amiga. Tenía gracia que la mejor amiga de Eris y la chica con la que salía compartieran una afición tan exótica.

—¿Te queda mucho? —le preguntó Eris a Mariel, aunque en realidad no le importaba.

Nunca habría sospechado, la verdad, que pudiera gustarle tanto dejar que transcurriera el tiempo en compañía de Mariel, en armonioso silencio, mientras ella hacía los deberes. No recordaba haber estado nunca tumbada en la cama de otra persona, holgazaneando sin más, sin ninguna otra expectativa.

—Ya casi estoy —contestó Mariel, tan concentrada que había fruncido el ceño.

«¿Dónde estás?», parpadeó Caroline.

—En casa de Mariel —dijo Eris en voz alta, redactando una respuesta. Caroline conocía ya a Mariel y sabía que, últimamente, Eris y ella pasaban cada vez más tiempo juntas—. Mi madre —añadió a modo de explicación, puesto que Mariel había escuchado el mensaje.

Mariel asintió.

—Parece que las cosas empiezan a ir mejor entre vosotras —señaló.

Era cierto. Tras su almuerzo con el padre de Leda, después de que Eris descubriera que también era su padre, su madre y ella habían firmado una especie de tregua. Habían empezado a pasar más tiempo juntas de nuevo, como solían hacer antes: paseando por sus lugares favoritos en los niveles superiores e incluso cenando juntas casi todas las noches. Era agradable haber dejado de estar tan resentida con Caroline.

—¿Has vuelto a saber algo de tu padre biológico? —preguntó Mariel—. ¿Cuándo lo volverás a ver?

—No lo sé —respondió Eris.

No habían trazado ningún plan para verse de nuevo, ni habían acordado qué clase de apoyo iba a proporcionarles el señor Cole, si es que tenía pensado proporcionarles apoyo. Se lo había mencionado ya a su madre, pero Caroline le había pedido que no se preocupara, que eso estaba en vías de solucionarse. ¿Qué habría querido decir? Eris se planteó la disparatada posibilidad de que su madre y ella se trasladaran arriba y formasen una sola —y numerosa— familia con los Cole.

—Bueno, seguro que retoma el contacto —replicó Mariel, con más confianza de la que sentía Eris—. Para él esta situación debe de ser tan inusitada y extraña como para vosotras.

—Gracias —dijo Eris, alegrándose de haber tomado la decisión de contarle a Mariel toda la historia.

Se lo había contado todo la misma tarde de los hechos. En parte porque necesitaba compartir la noticia con alguien y no podía hablar con nadie de los niveles superiores, puesto que allí todos conocían a Leda. Pero, sobre todo, se lo había contado a Mariel por la sencilla razón de que quería que esta lo supiera; le interesaba escuchar su opinión. Eris no conocía a nadie que abordara la vida como hacía Mariel, que pensara de la misma manera que ella.

—Dejemos de hablar de mí —dijo Eris, que deseaba cambiar de tema—. Preferiría que me hablases de ti.

—Pero es que a mí resulta que me encanta hablar de ti a todas horas —bromeó Mariel. Eris se sentó erguida en la cama y fulminó con la mirada a Mariel, que se echó a reír—. Lo siento —dijo la muchacha, aunque no parecía sentirlo en absoluto—. ¿De qué querías hablar?

—Ya sé que soy una fuente de fascinación inagotable —replicó Eris con aspereza—. Pero, en serio. Nos conocimos hace… ¿qué, un mes? Y todavía hay un montón de cosas que ignoro de ti.

—¿Seguro que ha pasado ya un mes?

Eris le lanzó una almohada a Mariel, que la esquivó.

—Vale, vale, ¿qué quieres saber?

—Tu color favorito —dijo automáticamente Eris.

—La típica pregunta de Eris —se burló Mariel, pero, antes de que Eris pudiera arrojarle otra almohada, respondió—: ¡El verde! Verde menta, de hecho.

—Asignatura preferida.

—Esa es fácil. Debate.

—¿En serio? —se extrañó Eris, sin poder evitarlo.

Todos los chicos de debate que conocía eran un espanto, con sus ridículos chalecos de uniforme y su actitud de sabelotodo. Mariel le daba la impresión de ser demasiado guay como para codearse con ellos.

—Si tanto te sorprende —bromeó Mariel—, está claro que no hemos discutido lo suficiente.

—Estás invitada a intentarlo —dijo Eris, esbozando una sonrisa—. ¿Qué te gustaría hacer, algún día?

—Salir en los holos.

—¡A mí también!

Mariel volvió a echarse a reír. Había girado la silla para mirar a Eris y levantó los pies para cruzar los tobillos. Uno de sus calcetines era rosa, con pequeños lunares blancos, mientras que el otro estaba salpicado de diminutas calabazas anaranjadas.

—Sospecho que nuestras respectivas trayectorias en los holos serían distintas —dijo, con un centelleo en los ojos—. A mí me gustaría ser comentarista de asuntos políticos.

—¿De esos que leen las noticias? —preguntó Eris.

—De esos que moderan los debates presidenciales, reflexionan sobre los temas de actualidad y escriben artículos para agregadores informativos. —Mariel agachó la cabeza, jugueteando con las mangas de su jersey—. Me gustaría ayudar a la gente a entender lo que ocurre, eso es todo. A formarse su propia opinión.

—¿Y por qué no te presentas como candidata? Así no solo estarías ayudando a la gente a pensar, sino que estarías haciendo algo práctico —sugirió Eris.

Se deslizó hacia el borde de la cama, lo bastante cerca como para tocarle el brazo a Mariel.

—Es posible —dijo Mariel, aunque no parecía muy convencida—. Una pregunta más —añadió, sosteniéndole la mirada a Eris.

Esta ladeó la cabeza, sopesando sus pensamientos. No sabía nada acerca del historial romántico de Mariel; ni siquiera sabía si también salía con chicos además de con chicas.

—¿Alguna vez has estado enamorada? —se decidió.

—No —respondió enseguida Mariel.

Demasiado rápido, pensó Eris. Se preguntó de quién se habría enamorado su amiga, y le sorprendió sentir una punzada de desilusión, o tal vez de celos.

—¿Y tú? —contraatacó Mariel.

—No. O sea, tampoco.

La canción dio paso a un tema de country más animado: una arrulladora voz femenina declaraba sus intenciones de vengarse de alguien que la había engañado. En silencio, Mariel volvió a concentrarse en sus ejercicios, y Eris sacó su tableta para echar un vistazo a los agregadores, sin comprender por qué le martilleaba de aquella manera el corazón en el pecho.

El baile de otoño del Club Universitario estaba teniendo lugar en esos precisos instantes, a miles de metros sobre sus cabezas. Avery se había ofrecido a llevarla en calidad de invitada, pero Eris había declinado. No estaba segura de querer enfrentarse a todas aquellas miradas, ni a la posibilidad de ver a su padre… es decir, al hombre que siempre había pensado que era su padre. «A cualquiera de los dos», se corrigió mentalmente, porque el señor Cole también estaría presente, claro.

Así y todo, mientras iban pasando los minutos y Eris ojeaba una foto tras otra de sus amigos, todos ellos engalanados y pasándoselo en grande, comenzó a arrepentirse de haberle dicho que no a Avery. Sus pensamientos divagaron hacia lo que llevaría puesto ahora, si estuviese allí. Quizá su vestido carmín, el del dobladillo festoneado, o algo plateado. ¿No era ese el tema de la fiesta este año? Abrió la invitación en sus lentes de contacto. «El Club Universitario le invita a pasar una noche bajo las estrellas», rezaban los estilizados caracteres en cursiva, con estrellas animadas que caían a intervalos en la periferia de su visión. Hoy se esperaba el paso de un cometa, recordó de repente.

—Se acabó —anunció Mariel, entregando el trabajo con un último clic—. ¿Qué te apetece hacer esta noche?

—Coge el abrigo —respondió Eris, con una sonrisa de oreja a oreja—. Nos vamos de aventura.

—Me desconciertas —dijo Mariel mientras paseaban por la autopista de Jersey, en la calle 35. Las farolas solares proyectaban anillos de luz dorada que se entrelazaban sobre la acera. Frente a ellas, a lo lejos, Eris divisó la colosal silueta del Intrépido, un antiguo buque anclado en el lecho del Hudson y convertido ahora en museo naval. Habían ido allí de excursión en tercero. Aún recordaba a Cord intentado desafiarlas a Avery y a ella para que saltasen por la borda, a ver si en el agua les salían agallas como a las sirenas. Cord… Llevaba semanas sin pensar realmente en él, ¿verdad?

—Todas tus dudas están a punto de despejarse, te lo prometo —dijo Eris.

Se acercó a una verja cuyo cartel rezaba: MUELLE 30: SOLO PARA EMPLEADOS. Introdujo el código por el que había pagado online, y la puerta se abrió.

Salieron a un embarcadero de madera, flanqueado por hileras de puertas de chapa ondulada. El agua chapaleaba mansamente bajo sus pies. Eris no podía parar de sonreír. Le encantaba esta sensación: la deliciosa emoción de embarcarse en una aventura disparatada en busca de algo que podía encontrar o no, sabiendo en todo momento que, pasara lo que pasase, la noche en sí sería sin duda maravillosa.

Introdujo el mismo código en una de las puertas, la cual se replegó en el techo sobre su cabeza, revelando un pequeño espacio ocupado casi por entero por un hidrodeslizador con capacidad para cuatro personas. Su forma le recordó a Eris la cabeza de un champiñón, con el estilizado casco de color blanco repleto de espitas de propulsión. Toda la decoración consistía en una desgastada serigrafía de la bandera americana.

—Ponte esto —dijo, lanzándole a Mariel un cinturón hinchable de color plateado.

—¿De quién es este bote? —preguntó Mariel mientras subía a la diminuta cubierta cerrada y se ceñía el cinturón.

Eris pulsó un botón, y el hidrodeslizador comenzó a descender hacia el agua.

—Nos lo llevamos prestado —fue su escueta respuesta. El alquiler fuera de horas por el que había pagado era, casi con toda seguridad, ilegal. Los focos que rodeaban el bote tiñeron de un verde azulado el agua del embarcadero.

Eris se quitó los zapatos de dos puntapiés antes de cogerle la mano a Mariel y conducirla al interior, a los asientos de vinilo blanco instalados en el interior de la embarcación.

—¿Sabes manejar este trasto? —preguntó Mariel, sin dejar de observarla. Parecía estar debatiéndose entre el entusiasmo y el escepticismo.

—El piloto automático está activado. O eso me han dicho, por lo menos.

Eris sonrió de oreja a oreja, pulsó el botón de encendido, y el hidrodeslizador zarpó con rumbo a la noche.

Sobrevolaban la superficie del agua, tan oscura e impenetrable como si de un espejo negro se tratara. El cabello de Eris, indómito, revoloteaba en todas direcciones. La espuma saltaba a su alrededor y le salpicaba la cara. El impacto de las gotas resultaba sorprendentemente agradable. En la orilla de enfrente, en Nueva Jersey, las luces dispersas rutilaban con un cálido destello.

Mariel tenía la mirada puesta en el agua, controlando su avance. Con el estilizado puente de su nariz y su frente, tan alta, el oscuro contorno de su perfil poseía una cualidad casi regia. En ese momento se volvió hacia Eris, le guiñó un ojo y la ilusión se esfumó.

—¿Adónde nos dirigimos, intrépida capitana? —preguntó Mariel, levantando la voz para hacerse oír por encima del estruendo combinado del viento y el motor.

—Adonde podamos ver lo que hay detrás de eso —dijo Eris, mientras apuntaba con el dedo en dirección a la Torre, que se elevaba en la oscuridad hasta una altura imposible.

Dejaron atrás la figura de la Estatua de la Libertad, envuelta en su túnica, soslayando los embarcaderos con rumbo hacia el sur. Eris oyó, a lo lejos, sonido de música y carcajadas estentóreas. Por fin, cuando se hubieron alejado lo suficiente como para que la Torre ya no ocupara todo el cielo, Eris apagó el motor. Se asomó por la borda para deslizar los dedos por el agua, pero no tardó en retirarlos, de golpe. Estaba helada.

—Me encanta —dijo Mariel, rompiendo el silencio que las envolvía—. Es una sorpresa asombrosa.

—Esta no era la sorpresa —replicó Eris—. No toda, al menos.

El bullicio procedente de South Street era cada vez más intenso. Eris podía oír la música que estaba sonando y ver, en la orilla de enfrente, las danzarinas luces rosadas de los alucindedores.

—¿Se celebra una rave o algo esta noche? —preguntó Mariel.

Eris se rio.

—Todos han venido por la misma razón que nosotras —dijo, y rodeó a Mariel con un brazo—. Mira.

Señaló hacia arriba, y las dos volvieron el rostro hacia las estrellas.

Un cometa surcaba el firmamento oscuro como el terciopelo y la cola ondeaba tras él como un abanico.

—Es precioso —jadeó Mariel.

Eris se quedó absorta contemplando el espectáculo, procurando no pensar en el Club Universitario, ni en Avery y Leda, que en aquel preciso momento debían de tener la cara pegada a alguna ventana, con sus caros vestidos y sus aflautadas copas de champán mientras el cometa dejaba una estela llameante a su paso. «Olvídalo», se dijo. Aquello era mucho mejor.

—Se llama casi igual que yo, ¿sabes? —comentó, recordando lo que había leído antes—. Eros en vez de Eris. Se supone que no volverá a cruzarse con la Tierra hasta dentro de otros mil años.

—El dios del amor —se rio Mariel—. Eris, en cambio, es la diosa…

—Del caos. —Eris terminó la frase por ella, con un mohín.

Siempre le había tomado el pelo a su madre con eso. Caroline le aseguraba que no lo sabía, que había escogido ese nombre porque le parecía bonito.

—A veces el caos y el amor se confunden —dijo Mariel con voz dulce.

Eris se giró y la besó por toda respuesta, tapando el cometa.

La reacción de Mariel fue apasionada. Deslizó los brazos alrededor de los hombros de Eris. Había algo nuevo en aquel beso, una ternura con la que Eris no estaba familiarizada.

Transcurridos unos instantes, Mariel se apartó.

—Eris —murmuró—. Estoy asustada.

—¿Qué? ¿Por qué?

El cometa ya había desaparecido del cielo. Procedentes del centro de la ciudad, les llegaron a los oídos los gritos que celebraban el paso de Eros, el cometa del amor.

—Es solo que… —Mariel parecía estar a punto de decir algo. Eris podía notar el nerviosismo que crepitaba bajo su piel, como una descarga eléctrica—. No quiero que me hagan daño.

Por algún motivo, Eris sospechaba que no era eso lo que su amiga pretendía decir en un principio. Pero se limitó a inclinarse sobre ella y a apoyar la cabeza con suavidad en el hombro de Mariel.

—Nunca te haré daño. Te lo prometo —susurró.

La Eris más cínica y con más experiencia que habitaba en su interior se echó a reír al escuchar sus propias palabras, ante aquella promesa que estaba predestinada a romper. En fin, pensó con firmeza, esta vez la tendría que cumplir como fuese.

Sintió que Mariel se relajaba un poquito entre sus brazos. El bote se mecía suavemente al compás del delicado oleaje.

—Te lo prometo —repitió Eris.

Sus palabras, como volutas de humo, se elevaron hasta desaparecer en la oscuridad.