LEDA |
A la tarde siguiente, Leda acudió al jardín oriental de piedra que se encontraba en el extremo del campus. Hacía fresco allí, y reinaba el silencio. Casi nadie tomaba nunca ese camino. Los únicos sonidos los producían el bot jardinero, enfrascado en rastrillar las piedras formando un dibujo ondulado, y una fuente que borboteaba alegremente en la esquina.
Estaba esperando a Avery. Ambas tenían laboratorio de química aquel curso; se habían cerciorado de ello al elegir las clases en primavera. Siempre habían planeado juntas sus clases de ciencias, y siempre se reunían allí, en el jardín zen, antes de la primera sesión de laboratorio, para dar un paseo juntas y prometerse mutuamente que formarían equipo. Para ambas era una tradición desde octavo.
Leda caminaba en círculos alrededor del jardín, consultando la hora en la tableta oficial del instituto, prolongando la espera al máximo. Sus lentes no funcionaban dentro de las instalaciones del centro, por lo que no podía ponerse en contacto con Avery. El bot jardinero empezó a deshacer las espirales que había formado, sustituyéndolas por diminutos cuadrados. La luz del sol, natural y real, se filtraba desde el exterior de la Torre mediante un sistema de espejos y penetraba a raudales por la claraboya que Avery tenía sobre su cabeza. Leda se mordió el labio, frustrada. Qué jardín más absurdo. ¿Cómo iba nadie a sentirse zen con aquel chisme idiota arando constantemente las piedras?
Avery no pensaba venir. Leda tenía que irse… pero primero dio un veloz paso al frente y le propinó al bot una patada con todas sus fuerzas. La máquina trazó una parábola por los aires y aterrizó de espaldas con un satisfactorio crujido. Las ruedas continuaron girando, inservibles. De haber estado Avery allí, se habría reído. Pensar aquello solo consiguió que Leda se sintiera aún más molesta. Dejó al bot allí y salió corriendo en dirección al pabellón de ciencias.
Llegó a química justo cuando los tres tonos del timbre señalaban el comienzo de la clase, tan solo para descubrir que Avery ya estaba allí, en la segunda fila, con las largas piernas indolentemente cruzadas.
—Hola —dijo Leda entre dientes, mientras se deslizaba en el asiento desocupado junto a su amiga—. He estado buscándote en el jardín. ¿Se te había olvidado?
—Ay, es verdad. Perdona.
Avery clavó la mirada al frente y apoyó el lápiz digital en su tableta, lista para tomar apuntes.
Leda se mordió la lengua e intentó concentrarse en la presentación del profesor Pitkin. Doctorado en ciencia de materiales, era también el autor del libro de texto de química que se estudiaba en todo el país. Ese era el motivo de que los padres pagaran por Berkeley, porque los profesores eran auténticas eminencias en sus respectivos campos: los que grababan las videoclases que todo el mundo veía en vez de simples preceptores, como los que se dedicaban a la enseñanza pública. Pero cuando Leda miraba al profesor, lo único en lo que podía pensar era que, con su calva y su tez rubicunda, era la viva imagen de una gigantesca ciruela madura. Lo llamarían el Ciruelo. Empezó a escribir el chiste en una nota para Avery, pero soltó el lápiz digital con un suspiro.
Las cosas entre Avery y ella se habían vuelto muy raras. Leda ignoraba si era debido a la fiesta de Cord, si Avery aún seguía molesta con ella por no haberle contado toda la verdad sobre lo de ese verano, o si se trataba de Atlas. Después de todo, se había comportado de forma extraña durante toda la partida de RA. ¿No había llegado incluso a ausentarse del juego en un momento dado?
Leda se preguntó si Avery estaría resentida con ella por no haberle comentado nada antes de pedirle salir a Atlas. Debía de ser «raro» para Avery que su mejor amiga empezara a salir con su hermano. Pero, aun así, su reacción se le antojaba exagerada.
«Exagerada cuando tu amiga sale con tu hermano, vale, pero no cuando se ha acostado con él», se le ocurrió de repente a Leda. Le entraron náuseas. ¿Sabría Avery lo de los Andes? Eso explicaría su comportamiento, sin duda: Avery estaba cabreada porque Leda había perdido la virginidad con Atlas y no se lo había contado a la que no solo era su mejor amiga, sino también la hermana de Atlas.
Pero ¿exactamente cómo se suponía que debería sacar Leda el tema cuando Avery se mostraba siempre tan inquietantemente protectora con Atlas?
Observó el perfil de Avery de reojo, esforzándose desesperadamente por dilucidar lo que pensaba su amiga. ¿Debería disculparse con ella? No era algo que le apeteciera hacer, a menos que Avery estuviese al corriente de veras. Como tampoco sentía el menor deseo de abordar a Atlas y preguntarle si le había contado algo sobre su aventura a su hermana.
La asaltó la antigua necesidad de consumir xemperheidreno, con la que estaba tan familiarizada; una vocecita le susurraba que el xemperheidreno tenía todas las respuestas, que podía apaciguar todas sus inseguridades. «Me basto yo sola», repitió Leda para sus adentros, pero el mantra no le produjo el mismo efecto tranquilizador que solía producirle en Silver Cove.
Quizá Nadia pudiera averiguar qué pasaba con Avery. El hacker llevaba días siguiendo todos los movimientos de Atlas, proporcionándole transcripciones de sus parpadeos y recibos de su criptocuenta bancaria, aunque nada de todo aquello le había parecido especialmente útil. Nadia no tenía la culpa. El problema era Atlas; era demasiado reservado como para que aquella información pudiera servirles de algo.
Avery levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos. Regresó mentalmente al comienzo del séptimo curso, cuando la ponía de los nervios pensar en lo que todos pudieran opinar sobre ella.
Comparados con el Cinturón de la Torre, los suntuosos pisos superiores, dotados de los últimos adelantos tecnológicos, le habían parecido opresivamente caros. Sus compañeros de clase lo hacían todo tan rápido… Las puyas y los comentarios que intercambiaban entre sí parecían cifrados en algún tipo de código. A Leda le habría gustado saber qué decían, a quién hacían referencia sus bromas. Se había fijado en un grupo de chicas en particular, envueltas en una deslumbrante aura de confianza que nacía de la importancia que se concedían a sí mismas, lideradas por una rubia muy alta que respondía al nombre de Avery Fuller, una muchacha de aspecto tan perfecto que ni siquiera parecía real. Con qué desesperación había deseado convertirse en una de ellas.
No tardó en descubrir que algunos de aquellos chavales consumían xemperheidreno —las mismas pastillas contra la ansiedad que tomaba su madre— para ayudarse con los estudios.
Acceder al botiquín de su madre había sido lo más fácil del mundo. Los padres de Leda eran tan confiados que no activaban nunca la bioseguridad de las superficies táctiles de su nuevo apartamento. Aquella noche, Leda se coló en su cuarto de baño mientras ellos estaban entretenidos viendo holos y cogió el xemperheidreno de su madre del armario de los medicamentos. Se echó dos de las pastillas en la palma de la mano y volvió a salir al pasillo en cuestión de segundos. A la mañana siguiente, antes de ir a clase, se tomó una.
De inmediato, el mundo se volvió más brillante, más concentrado. Su cerebro, despierto y atento a todos los detalles que la rodeaban, funcionaba a una velocidad vertiginosa, desenterrando de su memoria a largo plazo información que ella creía olvidada. No se había sentido más segura de sí misma en toda su vida. Cuando se acercó a Avery a la hora del almuerzo y le preguntó si podía sentarse en su mesa, Avery se limitó a sonreír y le dijo que claro que sí. Inspirada por el xemperheidreno, Leda se rio de todos los chistes en el momento indicado y dijo en todo momento lo que debía. En aquel momento supo que había conseguido entrar en el grupo.
En el transcurso de los años siguientes siguió tomando cada vez más pastillas, hasta que empezó a comprárselas a un camello llamado Ross para que no la pillaran robándoselas a su madre. Había intentado espaciarlas, tomarlas únicamente antes de los exámenes o de alguna fiesta multitudinaria; ya no las necesitaba para socializar, ahora que era amiga de Avery. Pero le encantaba la Leda que sacaban a la luz las pastillas. Aquella Leda era más aguda, ingeniosa y perspicaz; era capaz de interpretar los matices de cualquier situación y manipularlos en su propio provecho. Aquella Leda sabía cómo conseguir todo cuanto quería.
A excepción hecha, naturalmente, de Atlas.
Leda salió de su ensimismamiento de golpe, sobresaltada, cuando todo el mundo a su alrededor empezó a levantarse. Las sillas rechinaban contra el suelo mientras los alumnos buscaban pareja para realizar las prácticas de laboratorio. Se volvió hacia Avery, pero esta, de espaldas a ella, estaba hablando con Sid Pinkelstein.
—¿Avery? —dijo Leda, acercando una mano para darle un golpecito en el hombro a su amiga—. Formamos equipo, ¿verdad?
—Acabo de prometérselo a Sid —se disculpó Avery. Allí plantado, Sid parecía no dar crédito a su golpe de suerte—. Primer curso, solicitudes para la universidad y todo eso. Necesito aprobar esto como sea —añadió—. Lo siento.
Guau. ¿Tan desesperada estaba Avery por evitarla que prefería formar equipo con el chaval al que siempre se habían referido por el mote de Sid Frankenstein?
—No pasa nada —replicó Leda—. ¿Risha? —dijo mientras agarraba a Risha del brazo y tiraba de ella, enfurruñada, hacia la mesa de laboratorio.
—Aquí está. —Risha abrió las instrucciones del experimento en su tableta. No dejaba de observar alternativamente a Leda y a Avery, que había empezado a trabajar con Sid a dos mesas de distancia. Pero Leda ya estaba mezclando componentes al azar, añadiendo y triturando todo tipo de polvos y productos químicos en el almirez—. Bueno, según lo que pone en la guía, no necesitamos magnesio… —dijo Risha, dubitativa, mientras se cubría los ojos con el visor.
—Demasiado tarde —replicó Leda.
«Qué narices», pensó, ligeramente desquiciada. Con un poco de suerte, a lo mejor hasta conseguía provocar una explosión y todo.