WATT

Recuérdame otra vez qué hacemos aquí. Watzahn Bakradi (Watt para todo el mundo salvo para sus profesores) había teleenlazado con su mejor amigo, Derrick Rawls. —Ya te lo he dicho —replicó Derrick—, este sitio vuelve locas a las chicas. —Su voz se filtraba por los audiorreceptores de Watt, en los que sonaba un lánguido ritmo de jazz que bloqueaba todos los demás ruidos del club—. Algunos necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir —añadió sin resentimiento.

Watt no se lo discutió. Tan solo en la última hora había recibido siete solicitudes de parpadeo, mientras que Derrick todavía estaba esperando la primera.

—Vale —concedió—. Me voy a la barra.

—Tráeme una cerveza, ya que vas —dijo Derrick, incapaz de despegar los ojos de una morena que se contoneaba junto a ellos con los ojos cerrados, moviendo los brazos sin seguir ningún ritmo en particular.

—Lo haría —se carcajeó Watt—, si fuese a comprar.

Una vez en la barra, apagó su música y se dio la vuelta para recorrer el club con la mirada, escuchando los inquietantes ecos que el arrastrar de pies y el coro de susurros producían en medio del silencio.

Habían acudido al Pulse, la discoteca muda del Cinturón de la Torre, donde la música resonaba directamente en los audiorreceptores de cada uno de los asistentes en vez de provenir de altavoces externos. Lo más extraño del Pulse, sin embargo, era que cada receptor emitía una música distinta: no había dos personas que escucharan la misma canción a la vez. Watt supuso que para la mayoría de la gente debía de ser divertido intentar adivinar lo que estaban escuchando los otros y reírse cuando les estuvieran poniendo una balada mientras su cita escuchaba música disco. Pero para él tan solo significaba que todo el mundo se dedicaba a tropezar torpemente con el de al lado en la pista de baile.

Se reclinó descuidadamente de espaldas, con los codos sobre la barra, y cruzó la mirada con una chica que se encontraba en la otra punta de la barra. Era espectacular, alta y cimbreña, con unos ojos enormes y, definitivamente, fuera de la liga de Watt. Pero este disponía de un arma secreta, y sabía exactamente durante cuánto tiempo debía mantener el contacto visual antes de apartar la mirada. Según las estimaciones de Nadia, la muchacha se acercaría dentro de tres, dos…

En sus audiorreceptores sonó el pitido doble que indicaba la llegada de un toque desconocido. Asintió con la cabeza para aceptarlo, y la voz de la chica sonó en su oído; el enlace inalámbrico les permitía conversar directamente por encima de sus respectivas músicas de fondo, aunque la de Watt, por supuesto, ya estuviera apagada.

—Invítame a un trago —dijo la muchacha, deslizándose junto a él en la barra.

No era una pregunta, sino una orden. Aquella chica sabía que estaba mil veces más buena que él.

—¿Qué tomas? —dijo Watt, dando un golpecito en la superficie de la barra, que se iluminó para mostrar una pantalla de menú táctil.

La muchacha se encogió de hombros y empezó a dibujar círculos con el dedo sobre el menú, pasando las brillantes burbujas de colores que representaban las distintas categorías de bebidas. Llevaba un pequeño tintuaje en la cara interior de la muñeca, un capullo que se desplegaba hasta formar una flor, luego se cerraba y así sucesivamente.

—Adivina.

Watt apoyó la mano sobre la suya para detenerla. La chica lo miró de reojo, arqueando una ceja.

—Si acierto —la desafió—, tú invitas.

—Vale. Pero no lo vas a acertar.

—Me parece que es… —Watt saltó de una categoría a otra durante unos instantes, como si estuviera sopesando las distintas opciones. Pero ya sabía lo que quería la chica, y no estaba en la carta—. Algo especial —concluyó, pulsando OTROS y activando un teclado para escribir «martini con tinta de calamar».

La muchacha echó la cabeza hacia atrás, riéndose.

—No sé cómo, pero has hecho trampa —lo acusó mientras observaba a Watt de arriba abajo con renovado interés. Se inclinó hacia delante para pedirle sus bebidas al bot camarero.

Watt sonrió de oreja a oreja. Se dio cuenta de que empezaban a llamar la atención; evidentemente, todo el mundo se preguntaba qué habría hecho para que una chica como aquella se fijara en él. No podía evitarlo; le encantaba aquella parte, le encantaba sentirse como si hubiera ganado una competición secreta.

—Gracias —dijo cuando la muchacha le pasó una cerveza negra.

—¿Cómo has sabido lo que quería?

—Me imaginé que una chica tan extraordinariamente guapa como tú querría beber algo igual de extraordinario.

«Gracias, Nadia», añadió para sus adentros.

«Yo que tú no perdería el tiempo con esta. Las chicas 2 y 6 eran más interesantes», respondió Nadia —el ordenador cuántico de Watt—, proyectando las brillantes palabras sobre sus lentes de contacto. Cuando estaban a solas, Nadia le hablaba directamente al oído, pero recurría por defecto al texto siempre que Watt estaba con otra persona. A él le desorientaba demasiado intentar mantener dos conversaciones a la vez.

«Bueno, pero esta es más guapa», replicó Watt, sonriendo mientras le enviaba la frase directamente a Nadia. Esta no podía leer todos sus pensamientos, solo los que iban dirigidos a ella.

En su lista de tareas pendientes apareció un «reajustar el criterio de selección de futuras relaciones sentimentales en potencia», junto a la compra de regalos para su hermano y su hermana por su cumpleaños, más sus lecturas para el verano.

«A veces me arrepiento de haberte programado para que seas tan arisca». Watt había diseñado la arquitectura mental de Nadia para que antepusiera el pensamiento oblicuo y asociativo a la lógica estricta del «si-entonces». En otras palabras, para que fuese una interlocutora interesante, en vez de una simple calculadora más potente de lo normal. Pero de un tiempo a esta parte sus pautas de diálogo rayaban en lo que solo se podía calificar de sarcasmo.

Nadia llevaba ya casi cinco años con Watt, desde que este la creara a los trece años, cuando disfrutaba de una beca para el programa de verano del MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Había sabido desde el principio, por supuesto, que técnicamente se trataba de algo ilegal: la creación de cualquier tipo de ordenador cuántico con un coeficiente Robbens de más de 3.0 era una actividad prohibida en todo el mundo desde el incidente de la IA de 2093. Pero se sentía muy solo en aquel campus universitario, rodeado de alumnos mayores que él que no le hacían el menor caso, y le había parecido que tampoco le hacía daño a nadie… Empezó a juguetear con un puñado de componentes sobrantes, y para cuando se quiso dar cuenta, pasito a paso, ya había construido un superordenador cuántico.

Hasta que la profesora encargada del programa lo pilló trabajando en Nadia una noche, de madrugada, en el laboratorio de ingeniería.

—Tienes que destruir esa… esa cosa —le dijo, con una nota de histeria en la voz. Llegó incluso a dar varios pasos atrás, atemorizada. Ambos sabían que, si descubrían a Watt con un cuant, ingresaría en prisión de por vida… y seguramente también la encarcelarían a ella, por el mero hecho de no haber sabido pararlo—. ¡Te juro que, como no lo hagas, te denuncio!

Watt asintió y prometió hacer lo que le pedía, maldiciéndose por ser tan estúpido; debería haber sabido que trabajar en un espacio tan poco seguro era una temeridad. En cuanto la mujer se hubo marchado, se apresuró a transferir a Nadia a una pieza de hardware más discreta, destrozó la carcasa original que la había alojado y, en silencio, entregó los restos a su profesora. No le apetecía acabar entre rejas, y necesitaría su recomendación si quería entrar en el MIT en algún momento de los próximos años.

Para cuando el programa de verano de Watt hubo tocado a su fin, Nadia consistía en un núcleo cúbico-cuántico del tamaño de su puño. La metió en su maleta, en la puntera de un zapato, y la introdujo solapadamente en la Torre.

Así dio comienzo la carrera como hacker de Watt… y de Nadia.

Empezaron de forma discreta, metiéndose principalmente con los amigos y los compañeros de clase de Watt: leyendo sus parpadeos privados o hackeando sus agregadores para publicar comprometedoras bromas internas. Pero, conforme pasaba el tiempo y Watt descubría lo verdaderamente potente que era el ordenador que tenía entre manos, se fue volviendo más atrevido. Nadia podía hacer muchas más cosas aparte de descifrar las contraseñas de unos adolescentes; podía examinar miles de líneas de código en menos de un milisegundo y encontrar la secuencia más débil, la brecha que les permitiría entrar en cualquier sistema de seguridad. Armado con Nadia, Watt podía acceder a todo tipo de información restringida. Y podía ganar dinero con ello, además, siempre que tuviera cuidado. Watt había guardado a Nadia a buen recaudo durante años, en su dormitorio, mejorándola gradualmente con piezas de hardware más pequeñas y fáciles de ocultar.

Hasta que, hacía dos veranos, Watt aceptó lo que parecía ser un encargo normal para un hacker, la solicitud de eliminar un archivo con antecedentes penales. Cuando llegó la hora de cobrar, sin embargo, los mensajes adoptaron un tono extrañamente amenazador… hasta tal punto que Watt empezó a sospechar que su cliente estaba, de alguna manera, al corriente de la existencia de Nadia.

De repente lo invadió un miedo apabullante. Por lo general procuraba no pensar en lo que sucedería si lo pillaban, pero entonces comprendió lo ingenuo que había sido. Se encontraba en posesión de un cuant ilegal, y era imperativo esconder a Nadia donde no pudieran encontrarla jamás.

Se guardó a Nadia en el bolsillo y tomó el primer monorraíl al centro.

Al apearse en South Station, entró en otro mundo: un laberinto atestado de callejones, puertas sin distintivos y puestos de venta ambulante que ofrecían grasientos cucuruchos de chips de trigo recién salidos de la freidora. Sobre su cabeza se cernía la mole de acero de la Torre, cuya sombra cubría prácticamente toda la Expansión, el barrio que se extendía al sur de la calle Houston.

Watt se giró hacia el agua, pestañeando frente a los repentinos embates del viento. En las piscifactorías de Battery Park, sumergido desde hacía ya tiempo, flotaban boyas verdes y amarillas. Allí, en teoría, se cultivaban algas y kril, pero Watt sabía que en muchas de ellas se producían también farmacocéanos, narcóticos sumamente adictivos que se extraían de las medusas. Con la cabeza hundida entre los hombros, furtivo, encontró el portal que buscaba y se metió en él.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el individuo fornido que salió a recibirlo. Llevaba el pelo rapado, una chaqueta de plástico gris y guantes de cirujano.

El doctor Smith, como se hacía llamar, tenía fama de practicar operaciones ilegales entre las que se contaban la eliminación de todo rastro de drogas, la sustitución de huellas dactilares e incluso los trasplantes de retina. Se contaba que para él no había nada imposible. A pesar de todo ello, cuando Watt le explicó lo que quería, el doctor sacudió la cabeza y musitó:

—Imposible.

—¿Seguro? —lo desafió Watt.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó a Nadia para que la inspeccionara. El ardiente hardware le quemaba en la palma.

Smith dio un involuntario paso atrás, boquiabierto de asombro.

—¿Me estás diciendo que eso es un cuant?

—Pues sí —dijo Watt, invadido por una oleada de satisfacción.

Nadia era verdaderamente impresionante.

—De acuerdo —accedió a regañadientes Smith—. Puedo intentarlo. —Se quitó uno de los guantes quirúrgicos y extendió la mano. Tenía seis dedos—. Un potenciador de destreza —alardeó, al fijarse en la mirada de Watt—. Muy práctico a la hora de operar. Me lo implanté yo mismo, con la zurda.

Watt estrechó la mano del doctor, con sus seis dígitos, y le entregó a Nadia, rezando para que aquella disparatada idea diese resultado.

Apoyado en la barra del Pulse, Watt rozó con los dedos el bultito que tenía sobre la oreja derecha, la única secuela que conservaba de aquel día. A veces todavía le costaba creer que la operación hubiera sido un éxito. Ahora Nadia estaba siempre con él: justo encima del lóbulo temporal, donde Smith la había incrustado, extrayendo su energía del pulso piezoeléctrico del torrente sanguíneo de Watt. Las autoridades, finalmente, no les habían seguido la pista, pero Watt se sentía más seguro de esta manera. Si alguna vez se torcían las cosas, a nadie se le ocurriría buscar un ordenador en su cerebro.

—¿Vienes mucho por aquí? —preguntó la Chica Martini con Tinta de Calamar. Probó un sorbito de su copa, cuyo contenido violáceo se arremolinó como una tormenta en ciernes.

Varias líneas de texto centellearon al instante en las lentes de Watt. La muchacha era un año mayor que él y estudiaba Bellas Artes en el colegio universitario de la zona.

—Me gusta venir aquí a observar —respondió Watt—. Me ayuda con mis proyectos artísticos.

—¿Eres artista? ¿Cuál es tu especialidad?

—Bueno —suspiró Watt—, antes me dedicaba sobre todo a las instalaciones escultóricas en tres dimensiones, pero últimamente me preocupa que estén un tanto sobreexplotadas. Estoy pensando en incorporar más audio a mi obra. Por eso estoy aquí, en parte, para fijarme en las distintas reacciones de la gente ante la música. —Se volvió para mirarla a los ojos; la muchacha parpadeó ante la intensidad de su mirada—. ¿Y a ti qué te parece?

—Estoy totalmente de acuerdo —susurró ella, aunque en realidad Watt no hubiera expresado ninguna opinión en absoluto—. Es como si me hubieras leído el pensamiento.

Ese era un efecto secundario de tener a Nadia alojada en su cerebro que Watt no había sabido anticipar: que se convertiría en su arma secreta para seducir a las chicas. Antes de la operación, la media de conquistas de Watt estaba exactamente… así: dentro de la media. No carecía de atractivo, con su bronceada piel olivácea y sus ojos oscuros, pero no era especialmente alto ni hacía gala de una confianza arrolladora. Con Nadia todo había cambiado.

Aquí arriba, por supuesto, en el Cinturón de la Torre (alrededor de mil quinientos metros por encima de donde realmente vivían Derrick y él), cualquiera se podía permitir unas lentes de contacto más que decentes. Se podían realizar consultas en las lentes mientras se hablaba con alguien, si se quería, pero había que formular todas las preguntas en voz alta. Al margen de unas pocas órdenes programadas de antemano como asentir con la cabeza para aceptar una llamada entrante o pestañear repetidamente para sacar una foto, las lentes de contacto seguían operándose con la voz. Aunque fuese normal murmurar cuando se estaba en el Step o en casa, no había nada más cutre que impartir órdenes a las lentes en medio de una conversación.

Nadia era distinta. Puesto que estaba en la cabeza de Watt, podían comunicarse mediante lo que este denominaba «telepatía transcraneal», lo cual significaba que él podía «pensar» sus preguntas y Nadia las respondería del mismo modo. Cuando Watt hablaba con alguna chica, Nadia podía seguir la conversación y proporcionarle la información más pertinente en tiempo real.

En el caso de la Chica Martini con Tinta de Calamar, por ejemplo, Nadia había realizado un análisis completo en menos de diez milisegundos. Había hackeado los parpadeos de la muchacha, había averiguado todos los sitios en los que había estado y quiénes eran sus amigos; incluso había leído las doce mil páginas del historial de sus agregadores y calculado lo que debería hacer Watt para que la conversación no decayera. Ahora Watt se sentía seguro, confiado incluso, porque sabía con exactitud qué decir en todo momento.

La Chica Martini lo observó mientras jugueteaba distraídamente con el pie de su copa. Sabiendo que no le gustaban los chicos demasiado lanzados, que quería sentirse como si fuese ella la que había dado el primer paso, Watt guardó silencio. Y, como cabía esperar:

—¿Te apetece ir a otro sitio?

Era despampanante. Watt, sin embargo, no se sentía ni siquiera un poquito alterado cuando respondió:

—Claro. Salgamos de aquí.

Le rodeó el talle a la muchacha, bien abajo, y la condujo a la puerta mientras se deleitaba con las miradas de envidia que empezaron a lanzarle los demás chicos. En ocasiones así, solía sentirse victorioso, lo cual era fruto de su obstinada vena competitiva, pero en ese momento fue incapaz de concederle excesiva importancia. Había sido demasiado fácil y predecible. Ya se le había olvidado el nombre de la muchacha, y eso que se lo había dicho dos veces.

«La maldición del ganador —susurró Nadia en sus audiorreceptores en un tono que a Watt se le antojó un tanto juguetón, o eso habría jurado—. Según esa maldición, el vencedor obtiene exactamente lo que desea, tan solo para descubrir que no era exactamente lo que esperaba».