RYLIN

—Vengo a ver a Hiral Karadjan —anunció Rylin, alto y claro. Se acercó a la ventanilla para los visitantes del Correccional de Greycroft, en Queens, donde Hiral aguardaba su juicio a menos que, por algún milagro, la familia del muchacho consiguiera reunir el dinero necesario para pagar la fianza.

—No veas lo popular que es ese chico —dijo con aspereza el guardia, un hombre de mediana edad, mientras le indicaba por señas que le enseñara el bolso para inspeccionarlo.

—¿Hiral? ¿De verdad? —Rylin levantó la cartera, en la que llevaba tantos regalos como permitía la ley.

—Ya lo creo. Eres la tercera visita que recibe hoy, y eso que acaban de darle permiso para recibirlas.

El guardia frunció los labios mientras examinaba los presentes de Rylin: botes de champú, una caja con galletas de mantequilla hechas por la señora Karadjan e incluso una vieja tableta sin acceso a la i-Net, cargada con decenas de libros y vídeos.

—De acuerdo. Dirígete al puesto de control —dijo el hombre, mostrándole el camino hasta el bioescáner, donde se grabó de inmediato la imagen de las retinas de Rylin mientras le peinaban el cuerpo al milímetro en busca de cualquier tipo de arma. Momentos después, cuando el piloto de la máquina parpadeó con una luz verde, se abrió la puerta que tenía ante ella—. Llegará enseguida —le informó el guardia, que acto seguido volvió a enfrascarse en su tableta con gesto de hastío.

Rylin accedió a una sala desnuda y pintada de blanco, vacía salvo por cuatro mesas y sillas atornilladas al suelo. Había algo en las paredes que le llamó la atención; relucían, casi, y Rylin se preguntó si serían muy sólidas. Quizá estuvieran hechas de ese cristal polarizado que parecía opaco por una cara pero transparente por la otra, para que la policía pudiera vigilar las conversaciones de los reclusos. Se instaló en una de las sillas de la mesa del centro, lo más lejos posible de las paredes, y dejó el bolso encima de la superficie metálica, repleta de muescas.

La muchacha cambió de postura en el asiento, nerviosa, mientras intentaba planear lo que iba a decirle a Hiral cuando entrara. Se le antojaba innecesariamente cruel romper con él cuando estaba atravesando el peor bache de su historia. Pero tampoco se veía capaz de seguir así, saliendo con Cord sin poner punto final a las cosas con Hiral. Se imaginó que debía de ser así como se sentía Hiral durante las labores de mantenimiento en los pozos del ascensor: pendiente de un hilo, sin respiración, sabiendo que el menor paso en falso podría dar al traste con todo en un abrir y cerrar de ojos.

Se abrió un panel deslizante en la pared que tenía enfrente. Al levantar la cabeza, Rylin vio entrar a Hiral trastabillando, con las manos esposadas delante de él, flanqueado por dos bots de seguridad cilíndricos que parecían desplazarse sobre ruedas invisibles. Llevaba puesto un mono naranja, tan chillón que daba ganas de vomitar, y las zapatillas blancas reglamentarias; le habían rapado la cabeza prácticamente al cero. Despojado de los rizos que aniñaban sus facciones, la orografía de su rostro se desvelaba en todo su abrupto esplendor. Parecía más curtido, más sombrío… más culpable, pensó Rylin. Cosa que era.

—Hiral —dijo en voz baja cuando el muchacho se hubo dejado caer en la silla de enfrente. De las patas de la silla surgieron unos grilletes magnéticos retráctiles que le ciñeron las pantorrillas—. ¿Cómo estás?

—¿Tú qué crees? —le espetó él. Rylin abrió los ojos de par en par, sorprendida—. Perdona —se apresuró a disculparse Hiral, convirtiéndose de nuevo en el chico que ella conocía. El chico del que se había enamorado una vez, hacía ya tanto tiempo—. Es que esto ha sido un palo muy gordo, en serio.

—Pues claro, normal —se compadeció Rylin, que recordó las palabras del guardia—. Al menos ya te ha venido a visitar tu familia.

Deseó ser capaz de ir al grano, sin más, pero no podía presentarse así por las buenas y cortar con él, aquí no.

—¿Mi familia? —dijo Hiral, mientras cogía el bolso y empezaba a sacar descuidadamente los regalos.

—El vigilante ha dicho que hoy habías recibido ya dos visitas.

—Pues sí, pero no de mi familia. —Hiral le dio un bocado a una galleta, sin mirar a Rylin.

—Oh. —A Rylin se le encogió el estómago. Se preguntó si habría sido V, o cualquiera de las demás personas implicadas en aquel condenado embrollo. No quería saberlo. Tal vez lo mejor fuera lanzarse de cabeza al fondo de la cuestión—. Escucha, Hiral…

—Ry —la interrumpió el muchacho—. Necesito que hagas algo por mí.

Hubo un tiempo en el que Rylin habría accedido en el acto, pero la experiencia le dictaba que se mostrase prudente.

—¿De qué se trata? —preguntó, recelosa.

—Necesito que me ayudes a conseguir el dinero para la fianza.

La idea le pareció tan absurda a Rylin que se echó a reír, pero enmudeció al ver que Hiral fruncía el ceño. Dios. Hablaba en serio.

El muchacho se acodó en la mesa y apoyó la frente en las manos.

—Mi alijo está en la entrada para ascensoristas de la línea C, en la 17. —Aún tenía los ojos cerrados y los hombros encorvados, en aparente actitud de derrota.

—¡Hiral! —siseó Rylin, aterrada.

¿Y si hubiera micrófonos en la mesa? Pero Hiral siguió hablando deprisa, en voz baja.

—No pasa nada. Ponme una mano en el hombro. No escuchan las conversaciones. Es solo que no quiero que me vean la boca, que utilicen LabioLector o algo.

Así lo hizo Rylin, aunque el corazón le latía a mil por hora. Cualquiera que los viese pensaría que el chico había sucumbido a la presión, de ahí que tuviera la cabeza enterrada en las manos, y que ella se estaba esforzando por consolarlo. Hiral tenía los puños levantados a la altura de la barbilla, para que no pudieran verle la boca.

—La línea C, en la 17 —insistió—. Detrás del panel de mandos que hay a la izquierda. Necesito que te lo lleves. Todo. No dejes nada, y menos las Trabas de Anderton. V no tardará en ponerse en contacto contigo para acordar la hora y el lugar del traspaso. Dáselo todo. Debería bastar para cubrir mi fianza. Principalmente gracias a ti —añadió—, por haber robado esas Trabas.

Rylin se había quedado sin habla. ¿Realmente había amasado Hiral quince mil nanodólares en drogas? ¿Desde cuándo?

—Hiral, sabes que no puedo —dijo despacio—. Piensa en Chrissa. Como me pillen, acabará en un centro de acogida.

La mirada del muchacho se endureció. Levantó la cabeza de golpe.

—¿Qué pasa, que los demás podemos arriesgarnos a ir a parar a la cárcel en cualquier momento, pero tú estás por encima de eso?

—Lo siento —dijo Rylin, tratando de no perder la calma—. ¿Qué hay de V? Podría encargarse él.

—Ya sabes que no le permitirían entrar en el vestuario. Además, solo me fío de ti.

—Hiral, por favor…

—¿Qué quieres, que me pudra aquí dentro? ¿Es eso? —rugió él con las mejillas encendidas.

—Pues claro que no, pero…

—¡Maldita sea, Ry! —Hiral descargó un puñetazo sobre la mesa. Rylin se apartó, asustada, pero él le sujetó la muñeca con un gesto férreo—. Vas a hacerme este favor, ¿vale? Esto es lo que hacen las parejas. Se ayudan y se protegen mutuamente. Vas a ayudarme a salir de aquí porque eres mi novia. —Por el modo en que lo dijo, sonó como una palabrota—. Y porque eres mi novia, yo guardaré tus secretos.

—¿Mis secretos? —susurró Rylin.

—Lo que le robaste a Cord. Te quiero, Rylin. No te delataría jamás, ya pueden interrogarme todas las veces que quieran.

Rylin sintió como si le acabasen de pegar una patada en el pecho. Hiral estaba amenazándola con desvelar que ella había robado las Trabas. Mareada, dejó resbalar la mirada por las paredes. ¿Estarían los polis escuchando todo aquello?

—Ya te he dicho que no soy tan importante como para que anden espiando todas mis conversaciones —declaró Hiral, leyéndole el pensamiento.

Se reclinó en la silla y le soltó la mano. Rylin la recogió sobre su regazo. Se la había apretado con tanta fuerza que se le habían entumecido los dedos.

—De acuerdo. Te ayudaré —dijo, obligándose a pronunciar cada palabra como si se las estuviera arrancando del pecho. No tenía elección.

—Pues claro que sí.

Rylin apoyó las manos encima de la mesa. De repente era como si el oxígeno hubiera desaparecido de la habitación. Las paredes se cernían sobre Rylin como si fuese ella la prisionera.

No podía romper con Hiral. Todavía no, al menos. Debía aguantar con él hasta superar esto y sacarlo de la cárcel.

—Venga, acércate y dame un besito —dijo Hiral, inclinando la cabeza para señalar sus tobillos inmovilizados.

Obediente, Rylin se puso de pie y rodeó la mesa. Quiso rozarle los labios con los suyos, pero Hiral levantó una mano, la agarró por la fuerza y la besó con unos labios duros e implacables, casi lacerantes.

Transcurridos unos instantes, la liberó. Rylin se sentía aterida de la cabeza a los pies.

—Debería volver a casa —dijo, y se giró para pasar de nuevo por delante de la garita del vigilante y cruzar la puerta que daba a la calle.

—¡Hasta pronto! —llamó Hiral a su espalda.

Durante unos minutos, Rylin caminó sin fijarse siquiera hacia dónde iba. No dejaba de darle vueltas en la cabeza a la fea amenaza de Hiral. Momentos después, se detuvo en seco y se abrazó a sí misma, temblando aún descontroladamente.

Había llegado a la boca de la línea A, la que comunicaba directamente con la casa de Cord. «¿Por qué no?», decidió. De todas formas, él no llegaría hasta mucho más tarde. Sería agradable refugiarse, siquiera por unos instantes, en el elevado mundo de Cord, a salvo de chantajes.

Varias horas después, Rylin estaba acurrucada en uno de los sillones de la biblioteca de Cord, con el holo de la chimenea encendido y, sobre el regazo, un antiguo álbum de instantáneas de la madre del muchacho. De repente, oyó ruido en la puerta de entrada.

—Cord, lo siento —dijo, tan solo para toparse con Brice al levantar la cabeza.

Ni siquiera sabía que hubiese vuelto a la ciudad.

—Parece que estás trabajando un montón —replicó él, arrastrando las palabras.

—A Cord no le importa que me tome algún que otro descanso —dijo Rylin, a la defensiva, aunque sabía lo que debía de parecer, comportándose como si estuviera en su casa, y el muchacho también lo sabía.

Brice levantó las manos, desistiendo de seguir con aquella discusión.

—No seré yo el que te critique. A mí también me gustan los trabajos con ventajas añadidas, ¿sabes?

—No entiendo a qué te refieres —dijo Rylin. Brice avanzó un paso, y la muchacha se encogió y retrocedió, sosteniendo el libro ante ella como si de un escudo se tratase—. Escucha, ¿por qué no te…?

—¿Qué ocurre? —dijo Cord, que estaba en la puerta.

A Rylin le dio un vuelco el corazón, esta vez de alivio.

—Estaba teniendo una fascinante conversación con nuestra criada, aquí presente, sobre la ética profesional —dijo Brice, que después guiñó un ojo y se escabulló.

—Lo siento —dijo Rylin, dubitativa, sin saber muy bien por qué estaba disculpándose.

—Bueno, Brice es así. Intenta dar miedo, pero en el fondo es un buenazo.

«¿Seguro?», pensó Rylin. Sabía que las fanfarronadas de Cord eran pura fachada, como también sabía de quién había aprendido a comportarse así, pero no pondría la mano en el fuego por Brice.

—¿Qué miras? —Cord inclinó la cabeza en dirección al álbum mientras se sentaba a su lado.

—Nada, en realidad. —Rylin había estado ojeando ociosamente las fotos, buscando más imágenes de su madre, aunque hasta ahora no había encontrado ninguna—. He perdido la noción del tiempo sin darme cuenta —añadió, pero Cord restó importancia a sus palabras con un ademán.

—A mí también me encanta esta sala —dijo.

Paseó la mirada por las estanterías repletas de libros antiguos, la alfombra impresa con motivos florales que se extendía a sus pies y las llamas simuladas, las cuales crepitaban e irradiaban calor tan convincentemente que parecían reales.

Rylin consultó la hora en el vetusto reloj de pared y miró a Cord. El muchacho llevaba puesta una sencilla camiseta gris y tenía manchas secas de tierra en el dobladillo de los vaqueros.

—¿Has vuelto a saltarte las clases? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.

—Una ocasión especial —le ofreció por toda explicación Cord—. ¡Oye, hacía siglos que no veía esas fotos! ¿Son las de mi cuarto cumpleaños? ¿El de la decoración de Aladino, con genio holográfico y todo?

Rylin le tendió el álbum, sin decir nada, y Cord empezó a pasar las páginas. De vez en cuando se detenía para señalar las versiones infantiles de sus actuales amigos, o una tarta gigantesca con un numero de velas muy superior a cuatro, o un espectáculo holográfico de magia con el que, al parecer, Brice se había asustado tanto que había acabado mojándose los pantalones… Rylin asentía ocasionalmente con la cabeza, sin prestar excesiva atención. Seguía teniendo la mente en aquella sala de visitas de la prisión, viendo a Hiral desde un prisma hasta entonces desconocido para ella.

Cord, que se había quedado callado, la observaba expectante, a todas luces aguardando algún tipo de reacción por su parte.

—¡Oh! —exclamó Rylin, sobresaltada—. Pues sí que es… esto…

Cord apoyó una mano en la suya.

—Rylin. ¿Qué ocurre?

Rylin giró la mano y entrelazó los dedos con los de Cord. Detestaba no poder sincerarse por completo con él. Se sentía atrapada en la red de mentiras que ella misma había tejido, apilando un engaño encima de otro como en aquel viejo juego, tan popular en todas las fiestas hacía unos años, que consistía en amontonar cada vez más y más fichas, hasta que el conjunto se desmoronaba.

—Han detenido a un amigo mío. Hoy he ido a visitarlo a la cárcel —admitió, sin atreverse a desvelar toda la verdad—. Me ha dejado un poquito impactada, la verdad.

—Lo siento —dijo Cord. Rylin se encogió de hombros, abatida—. ¿De qué lo acusan? —añadió el muchacho, transcurridos unos instantes.

—Tráfico de drogas.

—¿Y es culpable?

Rylin creyó detectar algo en aquella pregunta y, de inmediato, se puso a la defensiva.

—Sí, lo es —respondió secamente.

—En fin…

—Tú no lo entiendes, ¿vale? ¡Tú no sabes lo que es vivir en la Base de la Torre! ¡A veces tienes que hacer cosas que preferirías no hacer! ¡Porque no te queda otra elección!

—Siempre hay elección —replicó Cord, sin alterarse.

Rylin se levantó de pronto, cerró el álbum de instantáneas y volvió a colocarlo en la estantería. Una parte racional de su ser sabía que Cord tenía razón, pero, por algún motivo, seguía estando enfadada.

—Oye. Perdona. —Cord se incorporó y la abrazó por detrás, con el pecho pegado a su espalda—. Has tenido un mal día. No pretendía… Perdona —repitió.

—No pasa nada —replicó Rylin, aunque no se movió.

Se quedaron así un momento, en silencio. La calma del muchacho resultaba extrañamente contagiosa. Después de un momento, Cord se apartó.

—No sé tú, pero yo me muero de hambre —dijo, en un evidente intento por romper la tensión—. ¿Qué pedimos?

—¿Siempre encargas la comida a domicilio?

—Bueno, me ofrecería a cocinar para ti, pero mis dotes culinarias se limitan a descongelar fideos precocinados y, por lo visto, a quedar como un cretino.

—Te merecías aquella torta —dijo Rylin.

Muy a su pesar, sonrió al recordar aquella bofetada, aunque le pareció que ya había transcurrido mucho tiempo desde entonces.

Más tarde esa misma noche, después de cenar —Rylin se había empeñado en preparar pollo al horno, envolviéndolo incluso en lonchas de beicon, un lujo que nunca se podían permitir en su hogar—, se acomodó hecha un ovillo en el diván de la sala de estar. Debería volver. Chrissa no tardaría en llegar a casa; llevaba toda la semana entrenando hasta tarde, ahora que el torneo estatal estaba a la vuelta de la esquina. Pero Rylin se sentía exhausta tras la larga lista de emociones que había vivido ese día. Necesitaba descansar, siquiera un momento.

—¿Quieres quedarte? —dijo Cord, sin su habitual confianza.

Rylin sabía qué era lo que le estaba preguntando realmente, pero no podía hacerlo. Todavía no.

—Me tengo que ir —respondió, con un enorme bostezo—. Puedo… cinco minutos… —Reclinó la cabeza sobre uno de los cojines. Cord empezó a alejarse, pero Rylin descubrió que no quería se marchara—. Espera —protestó, adormilada.

El chico se sentó junto a ella, y Rylin se acomodó para apoyar la espalda en su pecho. Su respiración se fue acompasando de forma gradual.

Instantes después, Cord maniobró hasta separarse de ella. Rylin ya se había quedado dormida, por lo que no vio cómo sacaba una manta del armario y la arropaba con delicadeza. No vio cómo la observaba durante unos instantes, admirando el modo en que le temblaban las pestañas mientras dormía. No vio cómo se agachaba para apartarle el cabello y depositar un suave beso en su frente antes de dirigirse a su habitación y cerrar la puerta tras él.

Pero cuando se despertó en plena noche y notó la manta que la envolvía, Rylin se arrebujó en ella plácidamente, reconfortada, y sonrió en la oscuridad.