WATT

Una diminuta figura sonrosada cruzó el pasillo como una exhalación cuando el muchacho entró al día siguiente.

—¡Watt!

—Hola, Zahra —se rio Watt, levantando en brazos a su hermanita de cinco años.

Algo pegajoso le apelmazaba los rizos oscuros, y en lo alto de su cabeza se tambaleaba en precario equilibrio una diadema de juguete.

Watt vio que las perneras del pijama, que antes solían arrastrarle por el suelo, ahora apenas si alcanzaban a cubrirle la mitad de las pantorrillas. Tomó nota mental de comprarle otro conjunto la próxima vez que cobrara. Con una risita, Zahra se zafó de su abrazo, impaciente, para regresar corriendo a la sala de estar, donde su hermano mellizo, Amir, estaba construyendo algo con bloques de espuma plástica.

—¿Watzahn, eres tú? —preguntó desde la cocina la madre de Watt.

—Sí, mamá.

Que lo llamara por su nombre completo nunca era buena señal.

«Deberías cambiarte primero», le sugirió Nadia, pero Watt ya estaba en la puerta. Encorvada sobre los fogones de la cocina, Shirin estaba vertiendo agua en un recipiente de fideos instantáneos. La memoria de Watt regresó a una época anterior al nacimiento de los mellizos, cuando su madre acostumbraba a preparar elaborados platos persas partiendo de cero: sabrosos estofados de cordero, doradas tortas de pan y arroz sazonado con zumaque. Hasta que, de improviso, se quedó embarazada y dejó de cocinar de un día para otro con la excusa de que el olor de las especias le provocaba náuseas. Sin embargo, los platos persas no regresaron ni siquiera después del nacimiento de los mellizos. Ya no había tiempo.

Shirin programó el fuego al máximo y se volvió hacia Watt.

—¿Te has pasado todo el día en casa de Derrick? —preguntó, echando un vistazo de reojo al arrugado atuendo de Watt, el mismo que llevaba la noche anterior.

El muchacho se ruborizó. Si bien Nadia no dijo nada, prácticamente podía oír sus pensamientos: «Te lo advertí».

—Sí. Anoche me quedé en casa de Derrick —le dijo Watt a su madre, pero esta se limitó a observarlo fijamente, sin parpadear—. Hoy era el último día de verano y queríamos probar a terminar una partida… —Dejó la frase inacabada flotando en el aire.

Era verdad, no obstante. La noche anterior solo se había quedado un momento en casa de la Chica Martini con Tinta de Calamar. Nadia estaba en lo cierto, la muchacha no tenía gran cosa que contar, y Watt había terminado sintiéndose como un cretino por salir con ella del bar. Se escaqueó en cuanto pudo para dirigirse a casa de Derrick, donde se había quedado a dormir, y esa mañana se habían dedicado a zamparse unos sándwiches gigantescos de la tienda de bagels y a ver el fútbol en la diminuta pantalla de la sala de estar de Derrick. No es que Watt estuviera «evitando» volver a casa, exactamente, pero Derrick no tenía dos hermanos pequeños que exigieran constante atención. Mientras sus notas no se resintieran, sus padres básicamente le permitían hacer lo que le diera la gana.

—Hoy me habría venido bien que me hubieras echado una mano —continuó Shirin, que parecía más derrotada que enfadada—. Los mellizos tenían revisión por la tarde. Como no he podido dar contigo, me he visto obligada a pedirle a Tasha que me cubriera en el centro para llevarlos. Tendré que hacer turnos dobles el resto de la semana para recuperar el tiempo que he faltado.

Watt se sintió como una auténtica mierda.

—Me podrías haber dado un toque —dijo, no muy convencido, seguro de haber ignorado una llamada en algún momento a lo largo de la noche anterior.

—Estabas demasiado ocupado con tus holojuegos —replicó con aspereza su madre, antes de exhalar un suspiro—. Da igual. Llama a tus hermanos.

Empezó a colocar tazones y cucharas encima de la mesa mientras la puerta se abría de nuevo, lo que provocó que Zahra volviera a prorrumpir en emocionados grititos. El padre de Watt entró en la cocina momentos después, con un mellizo en cada cadera. El trabajo, por lo general, lo retenía hasta mucho más tarde; que estuviera en casa para cenar constituía poco menos que una ocasión especial.

—La cena ya casi está lista, Rashid —dijo la madre de Watt, mientras saludaba a su esposo con un cansado beso en la mejilla.

Se sentaron todos en torno a la pequeña mesa. Watt se llenó la boca de verduras de lata y fideos instantáneos sin saborearlos siquiera, aunque en realidad tampoco es que supieran a gran cosa. Estaba enfadado con su madre por hacerlo sentir culpable. ¿Qué tenía de malo que acudiera de vez en cuando a uno de los bares del Cinturón de la Torre para relajarse? ¿O que pasara el último día de verano con su amigo?

Zahra bostezó, con sus diminutos puños levantados por encima de la cabeza, y Watt aprovechó para ponerse en pie, como si esa fuera la señal que estaba esperando.

—¡El monorraíl con destino a la cama está a punto de salir! ¡Todos a bordo! —anunció, engolando la voz.

—¡Chuchuuú! —entonaron al unísono Zahra y Amir, intentando imitar el sonido de un tren mientras corrían junto a su hermano.

El auténtico monorraíl era silencioso, por supuesto, pero los mellizos veían un montón de holos animados de trenes y les encantaba hacer ese ruido. El padre de Watt sonrió mientras los observaba. Shirin frunció los labios, pero no dijo nada.

Watt condujo a los mellizos por un sinuoso tendido ferroviario que desembocaba en el final del pasillo. Aunque la habitación de los niños era diminuta, seguía siendo más grande que la de Watt: de hecho, aquel había sido el dormitorio de Watt antes de que ellos nacieran y él se trasladara al rincón del despacho. La tenue luz apenas si alcanzaba a iluminar las literas empotradas en la pared. Watt había intentado desviar más electricidad al cuarto de los mellizos en repetidas ocasiones, pero era como si nunca fuese bastante. Abrigaba la creciente sospecha de que el culpable era él mismo, debido a la cantidad de energía que consumía el hardware que había instalado en su habitación.

Ayudó a sus hermanos a lavarse los dientes con láser y los acostó en sus respectivas camas. Allí abajo, lógicamente, no disponían de ninguna sala de ordenadores, pero Nadia comprobaba sus constantes vitales lo mejor que podía, controlando la respiración y los movimientos oculares de los mellizos. Cuando le hubo confirmado que los pequeños se habían quedado dormidos, Watt cerró la puerta sin hacer ruido y cruzó el pasillo en dirección a su dormitorio improvisado.

Se dejó caer con un suspiro de satisfacción en su silla giratoria ergonómica —la cual había birlado de unas oficinas que estaban a punto de ser desalojadas— y pulsó la pantalla de alta definición de su escritorio, que ocupaba la mayor parte de la habitación. Su cama estaba encajonada en un rincón; su ropa, recogida en las aerovigas del techo. A Nadia no le hacía falta la pantalla, por descontado, puesto que era capaz de proyectar lo que quisiera directamente sobre sus lentes de contacto, pero a Watt todavía le gustaba navegar así por la i-Net siempre que le resultaba posible. En ocasiones, incluso a él se le antojaba extraño sustituir todo su campo visual por una superposición digital.

Echó un vistazo a todos los mensajes de las chicas que había conocido en el Pulse la noche anterior y cerró sin responder a ninguno. Lo que hizo, en cambio, fue identificarse en H@cker Haus, su página favorita de la infrarred en lo que respectaba a los empleos relacionados con los «servicios de información».

La familia de Watt siempre andaba necesitada de dinero. Sus padres se habían mudado de Isfahad a Nueva York un año antes de que él naciera, cuando la Torre aún constituía una novedad y el mundo entero se mostraba entusiasmado con ella: antes de que Dubái, Hong Kong y São Paulo erigieran sus propias megatorres de mil plantas. Watt sabía que sus padres habían emigrado por su bien, con la esperanza de aumentar sus posibilidades de labrarse un porvenir mejor.

Las cosas no habían salido según lo planeado. En Irán, el padre de Watt estudiaba en el mejor colegio de ingeniería mecánica y su madre estaba formándose para convertirse en doctora, pero ahora Rashid trabajaba reparando sistemas de refrigeración industriales y cañerías rotas, mientras que Shirin se había visto obligada, para no perder el apartamento, a aceptar un empleo como cuidadora en una residencia de ancianos. Aunque no se quejaran nunca, Watt sabía que la situación no era fácil para ellos, pues debían dedicar interminables jornadas a reparar maquinaria y lidiar con vejestorios maniáticos antes de bajar a ocuparse de la familia. Además, daba igual cuánto se esforzaran: era como si nunca les alcanzase el dinero. Sobre todo ahora que los mellizos comenzaban a hacerse mayores.

Razón por la cual Watt había empezado a ahorrar para ir a la universidad. O al MIT, mejor dicho. El programa de ingeniería de microsistemas que ofrecía aquella institución no solo no tenía parangón en el mundo, sino que constituía el mejor camino para Watt si quería trabajar algún día en cualquiera de los escasos cuants legales que quedaban, propiedad de la ONU y de la NASA. No pensaba solicitar el ingreso en ninguna escuela de seguridad. A sus padres les preocupaba que su insistencia estuviera motivada por la testarudez y el exceso de confianza, pero a Watt lo traía sin cuidado; sabía que conseguiría entrar. Había pedido ya alguna que otra beca y le habían concedido unas pocas, aunque demasiado modestas; con ellas jamás conseguiría pagarse cuatro años de estudios en una universidad privada tan cara.

De modo que había empezado a buscarse la vida por otro lado: aventurándose en la cara oculta de la i-Net y respondiendo a los anuncios de lo que en términos eufemísticos se denominaba «servicios de información». En otras palabras, piratería informática. Juntos, Nadia y él habían falsificado informes de vida laboral, habían alterado las notas de los alumnos de distintos sistemas educativos e incluso habían entrado en alguna que otra cuenta de parpadeo a petición de quienes sospechaban que sus parejas les estaban poniendo los cuernos. Solo una vez habían intentado hackear el sistema de seguridad de un banco: el intento, sin embargo, había terminado casi antes de empezar, nada más detectar Nadia el virus que les habían lanzado, cosa que la obligó a desactivarse de inmediato.

Después de aquello, Watt había procurado mantenerse al margen de todo lo que fuera «demasiado» ilegal; a excepción, claro está, de la mera existencia de Nadia. Pero continuaba aceptando encargos siempre que podía; depositaba la mayor parte de los ingresos en una cuenta de ahorros y ofrecía el resto a sus padres. Estos sabían que se le daba bien la tecnología, así que cuando Watt les explicó que el dinero procedía de los trabajitos de ayuda técnica online que realizaba esporádicamente, ni se les ocurrió dudar de su palabra.

Distraído, examinó las peticiones de H@cker Haus mientras contenía un bostezo. Como de costumbre, la mayoría eran demasiado absurdas o demasiado ilegales como para que él se arriesgara a aceptarlas, pero marcó unas cuantas para repasarlas más tarde. Le llamó la atención una en particular, en la que se solicitaba información sobre el paradero de una persona desaparecida. Este tipo de encargos solían ser fáciles, siempre y cuando la persona en cuestión no hubiera abandonado el país; Nadia, que había hackeado tiempo atrás la red nacional de cámaras de seguridad, podía utilizar su sistema de reconocimiento facial para encontrar a cualquiera en cuestión de minutos. Watt continuó leyendo, con curiosidad, y enarcó una ceja. Se trataba de una petición poco habitual, sin lugar a dudas.

El autor del post buscaba información sobre alguien que había estado desaparecido ese año, pero que ya había regresado. «Necesito saber dónde ha pasado todo este tiempo y por qué ha vuelto a casa», escribía. Parecía coser y cantar.

Watt redactó una respuesta enseguida, presentándose como Nadia —el nombre con el que firmaba todos sus trabajos como hacker porque, en fin, ¿por qué no?— y afirmando que le encantaría ayudar. Se reclinó y tamborileó con los dedos en los brazos de la silla.

«Podría interesarme —respondió el autor del post—, pero necesito pruebas de que realmente eres capaz de hacer lo que dices».

Vaya, vaya. Un novato. Todos los que posteaban con asiduidad en estos foros conocían a Watt de sobra y sabían que era un profesional. Se preguntó de quién se trataría.

—Nadia, ¿te importaría…?

—En absoluto —contestó Nadia, la cual sabía lo que iba a preguntarle antes incluso de que Watt terminara de hablar.

Nadia penetró en las defensas del remitente para averiguar la dirección del hardware.

—La tengo. Ahí está.

En la pantalla apareció el perfil de los agregadores de la muchacha en cuestión. Tenía los mismos años que Watt y vivía allí mismo, en la Torre, en la planta 962.

«¿Qué tenías en mente?», quiso saber Watt, ligeramente intrigado.

«Se llama Atlas Fuller. Cuéntame algo sobre él que yo desconozca y el trabajo es tuyo».

Nadia encontró a Atlas de inmediato. Estaba en casa… en el piso número mil. Watt se quedó consternado. ¿En serio que el tío ese vivía en la última planta? No es que Watt le hubiera prestado nunca excesiva atención al ático de la Torre, pero si alguien le hubiera preguntado, jamás se le habría ocurrido decir que allí pudiera vivir un adolescente. Menudo imbécil, pensó, mira que esfumarse con la vida que debía de llevar.

—¿Podemos colarnos en el ordenador de su casa? —le preguntó Watt a Nadia, pensando que tal vez podrían obtener una imagen de Atlas en su dormitorio.

A Nadia, sin embargo, no le estaba sonriendo la suerte.

—Se trata de un sistema asombrosamente sofisticado —informó a Watt, el cual sabía lo que eso significaba: que podían tardar semanas en lograrlo.

Más les valía conseguir algo ahora mismo, porque aquel encargo era demasiado bueno como para dejarlo escapar.

«Sus mensajes, entonces». Eso sería más fácil de hackear. Dicho y hecho, Nadia empezó a mostrarle los mensajes más recientes de Atlas. Unos pocos tenían como destinatarios a unos tales Maxton y Ty, y los demás a alguien que se llamaba Avery. Ninguno de ellos parecía revestir mucho interés, pero Watt los reenvió de todas formas.

La respuesta de la muchacha llegó instantes después.

«Enhorabuena, estás contratado. Ahora necesito que averigües todo lo posible sobre lo que Atlas ha estado haciendo a lo largo del último año».

«Tus deseos son órdenes para mí», replicó Watt, sin poder evitarlo.

«Aparte de eso —prosiguió la muchacha, ignorando el retintín sarcástico de su frase—, te ofrezco una paga semanal a cambio de actualizaciones constantes sobre él: qué hace, adónde va, cualquier tipo de información que puedas proporcionarme. Todo esto es por su propia seguridad», concluyó, en un añadido de última hora asombrosamente poco convincente.

«Por su seguridad, ya», se rio Watt para sus adentros. Sabía reconocer a una amante despechada en cuanto la veía. O bien una antigua novia de Atlas intentaba recuperarlo, o bien su novia actual temía que la estuviera engañando. Fuera como fuese, el encargo era una puñetera mina de oro. Watt no había visto nunca a nadie que buscara un hacker a tiempo completo; la mayoría de los posts de H@cker Haus ofrecían trabajos puntuales, dado que se trataba de cuestiones muy concretas. Pero esta chica quería ingresarle dinero semanalmente tan solo por seguir los pasos de su enamorado. Era dinero fácil y Watt no tenía la menor intención de pifiarla.

—Leda Cole —dijo en voz alta mientras pulsaba ENVIAR—, hacer tratos contigo será un verdadero placer.