LEDA

Leda se detuvo en la puerta de la fiesta de Avery y Atlas, paseando la mirada por la sala con una sonrisa extraña en los labios. Dios, era maravilloso haber vuelto. Se sentía plenamente despierta por primera vez en meses. Hasta la última célula de su cuerpo estaba alerta al máximo, vibrante de rabia y xemperheidreno.

«Las últimas veinticuatro horas han sido una verdadera montaña rusa», pensó, rememorando todo cuanto había ocurrido y todos los secretos que había acumulado, los cuales su mente revolucionada no dejaba de sopesar, evaluar y clasificar meticulosamente. Eris y su padre. Leda se estremeció, aún irritada. Descubrir que las Trabas de Cord eran robadas y contárselo a Brice. Enfrentarse a Watt y averiguar la verdad acerca de Avery y Atlas. Lo que le había contado era espantoso e incomprensible, y Leda se había quedado muda de asombro, pero después se había dado cuenta de que, por absolutamente grotesco que fuese, a su retorcida manera tenía sentido. Aquello explicaba muchísimas cosas sobre los dos Fuller, desde el momento en que Leda se había enrollado con Atlas en Catyan. Qué narices, desde el momento en que Avery y ella habían trabado amistad.

«No me extraña que necesite las drogas», pensó Leda, ligeramente fuera de sus cabales. Llevaba desde el principio representando el papel de carabina en la perversa historia de amor de los hermanos Fuller, sin sospecharlo siquiera.

En fin, esta noche todo eso iba a cambiar.

Leda apenas si había pegado ojo desde que se había enterado de lo de Avery y Atlas. Se había pasado todo el día hecha un ovillo en casa, consumiendo una pastilla tras otra de su bolsita, dejando que su mente recorriera un túnel tras otro en pos de sus planes de venganza, cada vez más intrincados. Iría a la fiesta esa noche para desquitarse. Quería destruir a Avery y a Atlas, dolorosamente y a la vista de todos.

Se abrió paso entre la multitud en dirección a las ventanas de la sala de estar, donde sabía que encontraría a Avery. Cogió un chupito atómico de la primera bandeja con la que se cruzó y se lo bebió de un solo trago. El alcohol, veloz y abrasador, se propagó por su organismo ya saturado de estímulos.

Una solicitud de parpadeo iluminó sus lentes de contacto, procedente ni más ni menos que de «Nadia». Era de Watt, que necesitaba volver a añadirla, después de haberse desconectado permanentemente antes. Llevada por un impulso retorcido y funesto, aceptó la petición.

—Hola —dijo Leda, después de que él inmediatamente le diera un toque—. ¿Cómo te encuentras?

—¿Qué vas a hacerle a Avery?

Leda exhaló un suspirito teatral.

—Deja de hacerte el caballero de brillante armadura, Watt. Ya has perdido.

—Leda, por favor…

—Harías bien en preocuparte más de ti mismo en estos momentos, ¿sabes? —le advirtió la muchacha, y colgó.

El secreto de Watt había sido el más sorprendente de todos. Tras drogarlo y sonsacarle su confesión sobre Avery y Atlas, Leda no había podido resistirse a fisgonear por el apartamento de la familia del muchacho. La puerta del dormitorio de Watt estaba abierta. Colarse dentro y echar un vistazo rápido fue la cosa más sencilla del mundo. No sabía muy bien qué era lo que estaba buscando, en realidad. Solo quería entender cómo era posible que fuese tan buen hacker, cómo era posible que un chaval de diecisiete años que vivía en la Base de la Torre se hubiese infiltrado en la seguridad doméstica de los Fuller y en el Departamento de Estado.

En uno de los cajones del escritorio de Watt había encontrado una cajita de procesadores ópticos de silicio. Los buscó online, y lo que descubrió la había dejado asombrada. Solo se empleaban en la fabricación de ordenadores cuánticos.

Watt Bakradi era el orgulloso propietario de un cuant, cuya posesión estaba terminantemente prohibida.

«Lo hackeó Nadia». Tenía gracia, pensó, Nadia debía de ser el nombre que le había puesto a su juguetito ilegal.

Husmeó por la habitación un rato más, buscando el ordenador para robarlo, pero se dio por vencida al cabo de media hora. En realidad, echarle el guante al ordenador era lo de menos. Tenía guardada en la manga la carta definitiva para chantajear a Watt, y podía ponerla en juego cuando quisiera porque, si lo delataba, daría con sus huesos en la cárcel de por vida.

Sería divertido, la verdad, tener a Watt a su merced. Y con el cuant del chico a su servicio para piratear todo cuanto quisiera, nadie volvería a pillarla desprevenida jamás.

Eran todos unos embusteros, pensó Leda: Atlas y Avery, Eris, sus padres… Todos se habían dedicado a ocultarle información. Era doloroso y, sin embargo, ahora que lo sabía la embargaba también una extraña sensación de seguridad, como si en su fuero interno lo hubiera sospechado desde el principio y ahora experimentase la satisfacción de ver confirmadas sus sospechas.

No había nadie en el mundo en quien pudiera confiar aparte de sí misma, aunque, por otra parte, en realidad Leda nunca se había fiado de nadie.