WATT

Watt comenzaba a impacientarse mientras esperaba a Avery frente a la entrada de Norton Harcrow, la tienda de ropa para hombre, en la planta 951. «Muchos científicos sociales aseguran que el nerviosismo se puede reducir mediante rituales como el cómputo numérico, especialmente ligados a la representación visual de animales inofensivos. Como, por ejemplo, las ovejas», proyectó Nadia sobre sus ojos.

«No estoy nervioso», pensó Watt para ella, irritado.

«Pero manifiestas numerosos indicios fisiológicos consustanciales al nerviosismo: elevado ritmo cardíaco, sudoración en las palmas de las manos…». Una oveja de dibujos animados se superpuso al campo visual de Watt, que sacudió la cabeza para que desapareciera.

«¿Te importaría no decir nada a menos que yo te haga alguna pregunta?». Se secó las manos en el interior de los bolsillos, cohibido, justo cuando un deslizador se detenía a su lado. Avery bajó del vehículo.

—¡Watt! —exclamó la muchacha, dejando que una cascada de cabellos dorados le cayera sobre un hombro. Llevaba puesto un sencillo vestido blanco que realzaba su figura esbelta y bronceada. Un hipnótico collar de cuentas oscuras relucía sobre sus clavículas—. Me alegra mucho poder ayudarte con esto —añadió mientras lo conducía al interior del establecimiento.

—Gracias por acompañarme —replicó él—. Y por invitarme a la gala, ni que decir tiene.

—¿Seguro que hablamos de la misma fiesta? —bromeó la muchacha—. O sea, me siento un poquito culpable por arrastrarte a ese sitio. Ya sabes cómo son esos acontecimientos.

«Pues no, ni idea. Pero me da igual. Tú vas a estar allí». Watt se salvó de tener que responder al atravesar directamente las recias puertas de madera de la tienda, las cuales, como acababa de descubrir, en realidad no eran ni recias ni de madera. El holograma, equipado con un detector de movimiento, tembló a su paso y volvió a recomponerse en cuanto lo hubieron dejado atrás. El muchacho se volvió para mirar por encima del hombro y vio que el aspecto de la entrada había cambiado para dar paso a unas columnas griegas de mármol.

—Cómo desentona el jónico aquí —sentenció secamente, justo al mismo tiempo que Avery exhalaba un suspiro y decía:

—Me encantan esas puertas.

Watt sintió una punzada de culpa —nunca había criticado nada que le gustase a una chica, puesto que Nadia se encargaba de evitar que se metiera en esa clase de aprietos—, pero, para su tranquilidad, Avery había empezado a reírse con su observación.

—Para mí que son dóricas, pero buen intento —dijo la muchacha, fingiéndose seria de repente—. Eris y yo nos hemos matriculado en historia del arte este año, ¿sabes?

—Debe de ser un suplicio para vosotras, ver tantas cosas bonitas que no os dejarían comprar —replicó Watt, incisivo, y al instante temió haberse excedido.

No estaba acostumbrado a llevar este tipo de conversación sin ayuda, pero Avery había vuelto a echarse a reír.

—¿Sabes? Nadie me lo había expresado nunca en esos términos, pero quizá no andes tan desencaminado.

—¿Qué tal Eris, por cierto? —preguntó Watt, pensando en la fiesta.

—No estoy segura, la verdad —dijo Avery—. Hoy mismo se ha marchado de la escuela en mitad de una clase, lo cual no puede ser buena señal, ¿no?

Watt deseó poder echarle una mano, descubrir adónde había ido Eris para apaciguar los temores de Avery; pero eso, naturalmente, era imposible.

Mientras recorrían la tienda, camino de la sección de etiqueta, los dependientes parapetados tras distintos mostradores no dejaban de saludar a Avery, ya fuera con un gesto de asentimiento o murmurando su nombre.

—Aquí te conoce todo el mundo, por lo que veo —dijo Watt, un poquito intimidado.

Avery se encogió de hombros.

—Vengo mucho de compras.

—Es una tienda para hombres —no pudo por menos de señalar Watt.

Avery esbozó una sonrisa.

—Lo sé.

La siguió mientras pasaban por delante de los estantes repletos de corbatas de llamativos colores, cinturones, bóxers y elegantes maletines, hasta llegar a una espaciosa sección señalada con un cartel en el que se podía leer: TRAJES. Las paredes y el suelo eran de un deslumbrante blanco industrial, y había sillas de cuero y pequeños divanes repartidos por toda la zona. Watt miró a su alrededor, pero no vio ningún traje.

—Esto es para quedarse ciego, ¿no? —señaló.

El resplandor era tan intenso que a punto estuvo de activar el bloqueo de luz de sus lentes de contacto.

Avery le lanzó una miradita, extrañada.

—Es para que puedan montar los escenarios. ¿No lo hicieron la última vez que encargaste un esmoquin?

—Avery, querida. —Una dependienta pálida y muy flaca, con pronunciadas ojeras, surgió en ese momento de la trastienda. Las mangas de su suéter de color antracita le colgaban por debajo de las escuálidas muñecas. A Watt le sonaba de algo, pero no conseguía ubicarla. «¿Nadia?»—. ¿A quién me has traído hoy? ¿No vienes con Atlas?

—Rebecca, este es Watt, un amigo. Necesita un esmoquin nuevo.

Rebecca frunció los labios y entornó los ojos al ver a Watt y reconocerlo. Parecía unos años mayor que Avery y él, aunque no muchos. ¿No había…?

«Once de diciembre del año pasado, en el Anchor. Te dijo que se llamaba Bex y que estaba cursando su primer año en Amherst. Volvisteis a veros la noche siguiente, pero le diste de lado y preferiste concentrarte en su amiga», le informó Nadia.

Bueno, eso explicaba por qué le sonaba.

—Empecemos —dijo secamente Rebecca—. Watt, ¿te importaría…? Oh. —Hizo una pausa, arrugando la nariz con desagrado al ver que el muchacho había empezado a desabrocharse el cuello de la camisa—. Aquí no es preciso desvestirse. Que no estamos en Bloomingdale’s —dijo, con un estremecimiento.

—¿No me vas a tomar las medidas? —preguntó Watt.

Rebecca soltó una carcajada estridente.

—Norton Harcrow ha escaneado tu cuerpo en 4D cuando has entrado por la puerta —intervino Avery con gentileza—. Las medidas serán exactas, al milímetro, y el esmoquin se confeccionará de acuerdo con ellas. Ya conoces su lema: «Sin alteraciones innecesarias».

—¿Cómo que en 4D? —dijo Watt, sin pensar, intentando disimular su bochorno.

—Te registran cada vez que vienes, actualizan tus medidas y te avisan de los cambios que experimenta tu cuerpo con el paso del tiempo —le explicó Avery—. Sé de chicos que entran aquí únicamente para comprobar sus progresos en el gimnasio.

Rebecca empezó a teclear en una tableta, y un escáner holográfico del cuerpo de Watt, en forma de gran silueta azul, se proyectó en el centro de la sala.

—¿Qué detalles deseas? ¿Tamaño de los botones, ribetes, solapas…? —preguntó con una nota de crispación en la voz, expectante, sin dejar de observar a Watt.

«¿Nadia? ¿Dónde estás?».

—¿Por qué no montas el escenario? —le sugirió Avery a Rebecca, percatándose del silencio de Watt—. Es para la gala del Club Universitario, así que yo diría que suelos de cereza, iluminación tenue y paredes oscuras, cubiertas por esas lamentables cortinas blancas… ya sabes a cuáles me refiero.

«Me pediste que no te proporcionase ningún tipo de información a menos que tú me la solicitaras directamente», respondió Nadia.

«Bueno, pues lo retiro», le espetó Watt.

Rebecca introdujo la información en su tableta, y de inmediato la tienda se transformó en la pista de baile desierta de un distinguido salón de suelos de madera y estrechos ventanales que daban a la noche. Tras teclear algo más, aparecieron varios corrillos de parejas, engalanados ellos con esmóquines y ellas con vestidos largos.

La silueta de Watt flotaba allí todavía, como un espectral maniquí decapitado. Rebecca asintió, y un esmoquin negro se materializó sobre la figura, del tamaño y el corte exactos que tendría cuando se hubiera confeccionado según las especificaciones de Watt.

—¿Negro azulado, azul marino o negro?

—¿Negro? —aventuró Watt.

La dependienta se acercó y empezó a deslizar las manos por el aire, juntando los dedos para minimizar la imagen o separándolos para concentrarse en algunos detalles. Personalizó primero las solapas, escogiendo entre distintos anchos y texturas de seda, observando de hito en hito a Watt y su proyección.

—El atuendo de gala debería ser minimalista, a fin de desviar la atención del físico de su portador —estaba diciendo Rebecca, casi entre dientes—, pero tú tienes tanto torso que me decantaría por una amplia solapa de muesca, para suavizar el efecto.

—De acuerdo —convino el muchacho, impotente. ¿Habría sido eso un insulto?

—¿Cómo es tu pajarita, de mariposa o de diamante?

Nadia había proyectado sobre sus ojos una guía sobre las distintas formas del lazo de las pajaritas, pero Watt seguía sintiéndose desorientado. Avery y Rebecca lo observaban sin parpadear, expectantes.

—No tengo pajarita —confesó el muchacho, tras una pausa—. Quiero decir, es que se me estropeó también, con el último esmoquin. Lo necesito todo.

Un destello de comprensión centelleó en los ojos de Avery, que dio un paso al frente.

—A mí me gustan los lazos de mariposa —se apresuró a intervenir—. Prefiero los estilos clásicos. ¿Qué te parecería llevar los bolsillos sin solapa, fajín y tirantes opcionales?

—Perfecto —respondió Watt, agradecido, mientras Rebecca lo fulminaba con la mirada y aplicaba los ajustes necesarios a la proyección.

Watt tragó saliva con dificultad al ver la factura, pero podía permitírselo gracias a todos los ingresos que había recibido de Leda últimamente, sobre todo a la bonificación que le había dado por las fotos de Atlas en el Amazonas. En realidad, pensó con cierto sarcasmo, esta cita se la debía a Leda. De no ser por ella, ni siquiera se habría enterado de la existencia de Avery.

Mientras salían atravesando las puertas del establecimiento —que ahora habían adoptado la forma de unas antiguas rejas de hierro forjado, cubiertas de enredaderas holográficas—, Avery se volvió hacia él.

—Este es tu primer esmoquin, ¿verdad? —preguntó la muchacha en voz baja.

Nadia le propuso un abanico de excusas, pero Watt ya se había aburrido de ocultar la verdad.

—Sí —confesó.

Avery no se mostró sorprendida.

—No hacía falta que me mintieras, ¿sabes?

—No te he mentido. Al menos, no sobre nada importante. Es solo que no te lo he contado todo —se apresuró a matizar Watt. Le había dicho la verdad a Avery siempre que esta manifestaba su curiosidad; sobre cuántos hermanos tenía, por ejemplo, o cuáles eran sus aficiones. Cuando le planteaba alguna pregunta a la que él no quería contestar, la soslayaba y dejaba que la muchacha rellenara los espacios en blanco con sus propias conjeturas. Hasta ahora se había sentido orgulloso de su estrategia, pero de repente pensó que entre eso y mentir, apenas si había alguna diferencia—. En realidad, vivo en la planta 240 —confesó, y apartó la mirada, temeroso de ver su reacción.

—Watt. —Algo en la voz de Avery le hizo levantar la cabeza—. Eso me trae sin cuidado. Pero, por favor, no vuelvas a engañarme. Son ya demasiadas las personas que se han empeñado en contarme mentiras. Creía… —Frunció los labios, frustrada—. Si me gustabas era, entre otras cosas, porque creía que realmente estabas siendo sincero conmigo.

—Y lo soy —le aseguró Watt, pensando con cierta culpabilidad en Nadia y en toda la información que esta le había proporcionado acerca de Avery para aumentar sus posibilidades de caerle bien.

Un momento… ¿Acaba de decir Avery que él le gustaba?

—Ay, no. ¡Watt! —exclamó la muchacha, sonrojándose—. ¡Tenemos que cancelar el pedido del esmoquin!

—¿Por qué?

Un rubor adorable tiñó las mejillas de la muchacha.

—¡Porque sí! ¿No prefieres ir a otro sitio que no sea tan caro? ¡O podrías alquilar uno! Perdona, cuando sugerí ir a Norton Harcrow no sabía que tú…

—Voy a comprar ese esmoquin —la atajó Watt, con vehemencia, y Avery se quedó callada—. Puedo comprarlo, quiero comprarlo y, por encima de todo, me hace ilusión ponérmelo para salir contigo. Además —prosiguió, recuperada la confianza—, espero que esta gala no sea la última a la que te acompañe.

Aquello le arrancó una sonrisa a Avery.

—¿Quién sabe? Quizás tengas razón —fue su enigmática respuesta.

—Por ahora me conformaré con ese «quizás». —Watt se detuvo en la acera, resistiéndose a dar por terminado el encuentro—. Mientras tanto, ¿me dejas que te invite a un café para agradecerte que me hayas ayudado con mi primer esmoquin?

—Hay un sitio en esta misma calle, un poco más abajo, en el que sirven un té chai con leche de cáñamo que está para chuparse los dedos. Y café caliente —añadió, al fijarse en la cara que había puesto el muchacho—, por si no te gusta la leche de cáñamo.

—¿A quién podría no gustarle la leche de cáñamo? —repuso, con fingida seriedad, Watt.

Mientras seguía a Avery, camino de la cafetería, no dejaba de darle vueltas a la cabeza, pensando en todo lo que ella había dicho… y en todo lo que él se había callado.

Avery tenía razón. No se merecía que la tratasen como había hecho él, aparentando ser alguien que no era, intentando hacerse pasar por la persona ideal para ella. No buscaba acostarse con ella —bueno, se corrigió, acostarse con ella no era lo único que buscaba—, así que, ¿por qué actuaba así? Lo que realmente quería era conquistar a Avery. Sin trampa ni cartón.

De modo que Watt tomó una decisión insólita en él. Dejaría de usar a Nadia cuando Avery y él estuvieran juntos.

«Hasta luego, Nadia —pensó, antes de activar el comando que habría de desconectarla por completo—. Cuant desactivado».

Sintió el repentino vacío como un sonido, o más bien como una ausencia de sonido, como el silencio que retumba al amainar una tormenta de verano. No la había apagado desde el día en que se la había instalado en la cabeza.

—Ya hemos llegado —anunció Avery, empujando la puerta para abrirla y mirando atrás, hacia Watt, por encima del hombro. Tenía unos ojos tan deslumbrantemente azules que le arrebataron el aliento—. Espero que estés preparado para disfrutar del café más delicioso que hayas tomado en tu vida.

—Estoy preparado, sí —dijo Watt—. Ya lo creo.

Y la siguió al interior del establecimiento.