AVERY

Así que allí estaba yo, desamparada bajo la lluvia en una calle empedrada… sin recibir nada de señal porque, ya sabéis, Florencia es un desastre tecnoscuro… ¡cuando de repente va y aparece un grupo de chavales del Cinturón de la Torre!

Avery estaba relatando la historia en piloto automático, hablando sin escuchar del todo lo que decía, capacidad que había heredado de su madre. No lograba sacudirse de encima la extraña sensación que la había asaltado al ver juntos a Leda y a Atlas. «No significa nada», se repetía una y otra vez, pero una parte de ella sabía que no era verdad. Al menos para Leda sí que significaba algo.

Al verlos en la parte del fondo del asador, Avery había sonreído y había saludado con la mano, para después volver a bajarla tímidamente. Estaban demasiado ensimismados en su conversación como para fijarse en ella. Por un instante fugaz se preguntó de qué estarían hablando, hasta que vio la cara de Leda y lo comprendió todo de golpe, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

«A Leda le gusta Atlas».

¿Por qué su amiga no le había contado nada? «Porque él es tu hermano —replicó su parte más racional, pero Avery se sentía demasiado asombrada y dolida como para pensar de forma racional—. Se supone que Leda y yo deberíamos contárnoslo todo», pensó con amargura, olvidando por un momento que ella estaba guardando el mismo secreto.

Por no mencionar la reacción exagerada y a la defensiva de Leda cuando Avery la había pillado mintiendo acerca de su verano. «Déjalo correr, ¿vale?», había exclamado Leda, y Avery lo había intentado, pero la reacción de Leda la preocupaba. Sintió una punzada de rabia. Se sentía tan angustiada por su amiga que incluso había pensado dejarse caer por la casa de Leda cuando saliera de yoga. Y mientras tanto, Leda llevaba todo aquel tiempo hinchándose de nachos y coqueteando con Atlas.

¿Cuándo habían empezado Leda y ella a ocultarse tantas cosas?

—¿Y qué pasó luego? —La animó Atlas.

Avery se giró en la silla para responder. Por motivos estratégicos y egoístas, había elegido el sitio de en medio.

—¡Se ofrecieron a ayudarme a buscar la residencia! Porque llevaba puesta tu antigua sudadera de hockey y, al parecer, habían jugado contra nosotros el año pasado. ¿Te lo puedes creer? ¡Mil seiscientos en Italia! ¿Quién iba a imaginárselo?

—Alucinante —dijo secamente Leda, y Avery se sintió avergonzada por el modo en que había contado la historia. «Mil seiscientos» era el término que los chicos de la Cima de la Torre empleaban para referirse al páramo suburbano de las plantas del cinturón, puesto que se elevaba literalmente a mil seiscientos metros del suelo. Leda también había sido una mil seiscientos, hacía tiempo.

—Me cuesta creer que te llevaras aquella vieja sudadera al extranjero —bromeó Atlas.

—Ya, tenía un aspecto ridículo.

Avery se encogió de hombros y guardó silencio, azorada de repente por haberse colado en el cuarto de Atlas para llevarse la sudadera. Aunque por aquel entonces él ya llevaba meses desaparecido, la prenda todavía conservaba su olor.

En el piso 962, el deslizador salió del pasillo vertical a la altura de Treadwell, la lujosa comunidad de acceso restringido en la que residían los Cole.

—Oye, Avery —empezó Leda, asomándose a la ventanilla cuando el deslizador se detuvo junto a la reja para que el escáner le examinara la retina y confirmara su estatus de residente—. ¿Volverás a hacer yoga antigravitacional mañana? ¿Te apetece que vayamos juntas?

—A lo mejor. —Avery se encogió de hombros, sin comprometerse—. Estoy molida después de la clase de hoy.

El deslizador se internó por el amplio bulevar de Treadwell, flanqueado por árboles. La avenida parecía aún más grande merced al techo elevado que se extendía sobre sus cabezas, a cinco pisos de altura. El diseño de Treadwell se inspiraba en las majestuosas mansiones de piedra rojiza del antiguo Upper East Side. Algunas de las viviendas procedían de aquel vecindario tan elegante, reconstruidas piedra a piedra en el interior de la Torre.

A Avery le gustaba aquel sitio, donde todos los edificios parecían exclusivos, con sus propias fachadas y barandillas de hierro forjado. Cada una de las estructuras reflejaba la luz del atardecer de una forma distinta. Le recordaba a Estambul, a Florencia, a aquellos lugares donde la gente todavía imprimía algo de personalidad a sus hogares. Nada más lejos de la realidad en los barrios de la Cima de la Torre, donde las calles estaban jalonadas de relucientes puertas blancas que parecían las gruesas porciones de una tarta nupcial recubierta de glaseado.

Llegaron a la casa de los Cole. Leda estiró el brazo para pulsar un botón sobre su cabeza, liberando así el magnetrón de seguridad que la retenía en su asiento.

—Bueno, nos vemos. —Miró a Atlas de reojo y en su sonrisa apareció una calidez casi imperceptible—. Gracias por acompañarme, chicos.

El deslizador comenzó a ascender los treinta y ocho niveles que faltaban para llegar al hogar de los Fuller.

—¿Os lo habéis pasado bien Leda y tú? —preguntó Avery, detestándose por ser tan fisgona pero incapaz de evitarlo.

—Nos lo hemos pasado genial —dijo Atlas—. De hecho, Leda me ha preguntado si quiero quedar.

Avery clavó la mirada al otro lado de la ventanilla. Sabía que si se volvía hacia Atlas, perdería el control.

—¿Es raro? —preguntó el muchacho.

Avery comprendió que su conducta estaba siendo de lo más extraña. Tenía que decir algo, y cuanto antes, o se delataría ella sola.

—¡No, qué va! O sea, deberías salir con ella —consiguió articular por fin la muchacha—, sin duda.

—Ya.

Atlas la observó con curiosidad. Tenía gracia que, ahora que Leda no estaba y había más espacio libre en el interior del deslizador, este pareciera más pequeño.

—Me parece una idea estupenda —añadió Avery. «Me parece una idea espantosa, por favor, no lo hagas».

—Vale, de acuerdo.

Avery se pellizcó el antebrazo para no echarse a llorar. Su mejor amiga y el chico del que jamás podría admitir que estaba enamorada. Era como si el universo se hubiese propuesto gastarle una broma cruel.

Se hizo el silencio en el deslizador. Avery intentó decir algo, lo que fuera, pero le faltaban las palabras. A lo largo del último año, cada vez que Atlas le daba un toque, ella se sentía como si tuviese demasiadas cosas que compartir con él, las historias se sucedían atropelladamente, sin orden ni concierto, hasta que Atlas anunciaba que debía marcharse.

Ahora que lo tenía aquí, en persona, Avery no sabía qué contarle.

—Oye. —Atlas se volvió hacia ella, como si se le acabase de ocurrir una idea—. ¿Sigues viéndote con ese tal Zay? ¿Os gustaría venir a los dos?

—Nunca llegamos a salir —respondió Avery de inmediato.

Zay no había vuelto a dirigirle la palabra desde aquella fiesta en el Acuario y, además, anoche lo había visto con Daniela. En fin. No le apetecía en absoluto apuntarse a una doble cita con Atlas y Leda.

Aunque, por otra parte, quizá el plan no estuviese tan mal.

—Aunque podría invitar a alguien más —se apresuró a sugerir.

—¿A quién tienes en mente?

—A Eris, por supuesto. Risha, Ming, Jess… Ty, Maxton, Andrew, incluso Cord.

—No sé si convertirlo en un acontecimiento multitudinario es la mejor idea del mundo —protestó Atlas, pero Avery había asentido con la cabeza a medida que iba desgranando los nombres, redactando ya un parpadeo.

—A Leda no le importará, te lo aseguro. Venga —dijo Avery—. ¡Será divertido! Podríamos ir a cenar todos juntos, o a ver una peli… ¡lo que prefiráis!

—La verdad es que suena bien —admitió Atlas—. Conoces a Leda mejor que nadie, supongo… Si tú dices que le va a parecer bien, será que tienes razón.

Avery ignoró la punzada de culpabilidad que la aguijoneó al escuchar aquel comentario. Le estaba haciendo un favor a su amiga, en realidad; solo iba a ayudarla a darse cuenta, antes de que se hiciera ilusiones y acabaran haciéndole daño, de que Atlas y ella no estaban hechos el uno para el otro. Ojalá pudiera hablar con ella de todo esto, sin más, pero Leda había cambiado las reglas del juego entre ambas con todos sus secretitos sobre lo que había ocurrido ese verano, sobre lo de haberse encaprichado de Atlas. Avery ni siquiera sabía muy bien cómo podría abordar esa conversación.

—Pues claro que tengo razón —dijo, como si le restara importancia—. ¿No la tengo siempre?