WATT |
El domingo por la tarde, después del gimnasio, Watt bebió un buen trago de su batido de proteínas con analgésicos mientras se dirigía a casa. Hizo una mueca al comprobar lo doloridos que tenía los hombros. Había tenido una sesión especialmente exigente con el bot de boxeo, a petición suya, con la esperanza de que aporrear al bot lo bastante lo ayudara a olvidar el rencor que le producía aún el rechazo de Avery. Por ahora no había dado resultado.
Watt no había respondido al parpadeo que le había enviado Avery aquella misma noche. Sonaba demasiado a querer quedar bien. Cuando volvió a activar a Nadia, esta le había sugerido que contestara. Pero Watt era humano e irracional, por lo que había guardado silencio a propósito, convirtiendo así su mutismo en una vana declaración de intenciones alimentada por el orgullo.
Salió a la plataforma de observación de la planta 236, repleta de fuentes de agua reciclada, pintorescos puestos de helados y chiquillos escandalosos. Había más visitantes de lo normal. Atisbó el cielo entre los ventanales que se extendían desde el suelo hasta el techo, y vio que empezaban a formarse nubes de tormenta.
«Ignoraba que hoy fuese día de lluvia», observó Watt para Nadia, acercándose un poco más. Le encantaban los días de lluvia desde que era pequeño; los dirigibles de vivos colores que surcaban el aire y liberaban los hidrosulfatos, el modo en que la humedad se condesaba en espirales perfectamente simétricas en torno a las explosiones de productos químicos y, por último, el satisfactorio siseo cuando comenzaba a caer la deseada lluvia. El ser humano era incapaz de controlar el tiempo a escala mundial, por supuesto, pero había descubierto métodos localizados de inducción y prevención de las precipitaciones hacía casi cincuenta años. Watt se preguntó cómo serían las cosas cuando las personas estaban a merced de los caprichos meteorológicos: si también entonces pensaban que la lluvia era hermosa o si, por el contrario, la odiaban por su carácter impredecible. «Avery lo sabría», se dijo, y acto seguido se enfadó consigo mismo por haberlo pensado.
—De nada —resonó la voz de Nadia en sus audiorreceptores.
«Espera… ¿Insinúas que esto es obra tuya?».
—Necesitabas animarte —se limitó a decir el cuant.
«A veces temo estar desperdiciando tu talento». Watt sacudió la cabeza, sonriendo un poquito. Propio de Nadia, hackear la Agencia Metropolitana de Meteorología tan solo porque a un chaval de diecisiete años le había dado calabazas la chica que le gustaba. Pero se lo agradeció.
«¿Crees que a Avery le gusta otro?», le preguntó a Nadia mientras los primeros goterones de lluvia empezaban a repicar contra la claraboya que se extendía sobre su cabeza. Los ángulos de la Torre, allí donde el edificio se ahusaba a medida que ascendían los niveles, estaban revestidos de claraboyas.
—Sé que es así.
«¿A qué te refieres con que lo sabes?», pensó Watt, desconcertado.
—¿Te lo cuento?
Watt titubeó. En parte, lo aliviaba saber que el rechazo de Avery no se debía exclusivamente a él, saber que no había hecho nada para provocar su cambio de parecer. Pero en parte también estaba furioso con ella por haberlo invitado a salir, cuando estaba claro que sentía algo por quienquiera que fuese esa otra persona. Watt, ni que decir tiene, necesitaba saber de quién se trataba.
Si preguntaba, no obstante, sería igual que Leda. Además, saber de quién se trataba no iba a cambiar lo que había ocurrido.
«Gracias —le dijo Watt a Nadia—, pero no quiero saberlo».
Se mantuvo firme durante el resto del paseo hasta casa; cuando entró por la puerta, Zahra y Amir se pusieron a dar saltos de alegría, implorándole que jugara con ellos. Se mantuvo firme también durante toda la cena, tras la cual ayudó a sus padres a recoger la mesa y acostó a los mellizos.
Sin embargo, no dejaba de darle vueltas a la cabeza. Ahora que sabía que Nadia lo sabía, que la información estaba literalmente dentro de su cabeza, era como un picor que necesitara desesperadamente rascarse. Al final, la fuerza de voluntad de Watt flaqueó. Se retiró a su habitación y cerró la puerta con firmeza a su espalda.
—He cambiado de opinión —le dijo a Nadia—. Quiero saberlo.
Le traía sin cuidado que el conocimiento no fuera a servirle de nada, que seguramente solo contribuyera a aumentar su malestar. Pero necesitaba saber a quién había elegido Avery por encima de él.
—Voy a ponerte el audio del ordenador de la habitación de Atlas —le informó Nadia—. Esto es de anoche, después de que salieras de su apartamento.
—De acuerdo.
Watt no entendía por dónde iban los tiros. ¿Quizás Avery le hubiera contado a Atlas quién le gustaba?
Frunció el ceño mientras oía a Atlas murmurar algo y, un momento después, los susurros de una voz más aguda. Vale, así que estaba con una chica. Esto le interesaría a Leda, pensó. Podría pedirle una buena suma por ello. Abrió la boca, dispuesto a pedirle a Nadia que saltase a la parte relacionada con Avery…
Watt se aferró con los dedos a los bordes de su silla. «Ay, Dios». Por fin había reconocido la voz femenina. Al comprender la verdad, su rabia se disolvió en una oleada de náusea enfermiza.