RYLIN |
Algo más tarde, esa misma semana, Rylin se encontraba ante la puerta del cuarto de Cord, armándose de valor para lo que se disponía a hacer. Tampoco era la primera vez, se recordó. Pero entonces había sido distinto, cuando Cord solo era el capullo que le había tirado los tejos después de su fiesta, no el chico que la había llevado a París y la había hecho reír… la había hecho feliz… a pesar de todos los sinsabores que le amargaban la vida. El muchacho del que, contra todo pronóstico, estaba empezando a enamorarse.
Pensó en V, y en la ominosa amenaza de Hiral en la cárcel, y un presentimiento funesto la hizo estremecerse. Tenía que hacerlo ya: Cord acababa de irse a clase —Rylin había oído cómo cerraba la puerta al salir— y ella quería llevarse las pastillas y desembarazarse de ellas antes de que regresara. Con movimientos rápidos y decididos, se coló en la habitación, sacó cinco Trabas del escondrijo de Cord y se las guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros. Salió del cuarto, recorrió furtivamente la mitad del pasillo del piso de arriba…
Y se topó de bruces con Cord.
—Hola —dijo el muchacho, sujetándola por los hombros para evitar que se cayera—, ¿adónde vas tan deprisa?
—Pensaba que habías salido —replicó ella, e hizo una mueca.
No se le podría haber ocurrido una respuesta más inoportuna. No podía dejar de pensar en la última vez que había ocurrido algo así, cuando había besado a Cord para evitar que la pillara con las manos en la masa. Pero ahora el muchacho se mostraba tan confiado que Rylin ni siquiera necesitaba desviar su atención.
—Enseguida salgo otra vez —dijo Cord, y Rylin vio que llevaba puestos unos vaqueros y una sencilla camisa blanca en vez del uniforme de la escuela.
—Te vas a saltar las clases de nuevo —dedujo, pensando en voz alta.
Cord la observó con más atención. Durante un sobrecogedor momento, Rylin se temió que, de alguna manera, hubiera deducido lo de las Trabas, pero después el muchacho asintió como si acabase de tomar algún tipo de decisión.
—¿Quieres venir? —le ofreció.
Rylin se lo pensó. Las Trabas le quemaban en el bolsillo.
—No sé —empezó a decir, pero se interrumpió al ver la sutil mueca de dolor que había ensombrecido las facciones de Cord—. De acuerdo —se corrigió.
Salir con Cord cargada con todos aquellos paquetes era una idea espantosa, pero era evidente que aquel lugar significaba mucho para el muchacho.
—Confía en mí, no te arrepentirás —dijo él, enigmático, con una sonrisa de oreja a oreja.
Bajaron del helicóptero privado y salieron al césped de una casa de aspecto abandonado en West Hampton.
—¿Qué es esto? —preguntó Rylin, bajando la voz, mientras Cord giraba la llave en la cerradura de la puerta principal.
Las aspas del helicóptero empezaron a rotar, agitando la hierba en lentos círculos concéntricos antes de remontar el vuelo de nuevo. Rylin aspiró profundamente por la nariz, recreándose en todas las fragancias del mundo alejado de la Torre: olía a tierra, a humo y a océano. De vez en cuando era agradable salir.
—Este sitio era propiedad de mi padre —le explicó Cord—. No me enteré hasta después de su muerte. Me lo dejó en el testamento.
Aunque lo había dicho con voz sosegada, Rylin no pudo por menos de compadecerse de él.
—¿A ti solo? ¿Sin Brice? —preguntó, sin poder evitarlo.
—Así es. Ignoro por qué. Quizá pensara que yo sabría apreciarlo mejor. O que lo necesitaría, por el motivo que fuese. —Hizo una pausa, con la puerta abierta, y sondeó a Rylin con la mirada—. Eres la primera persona que traigo aquí.
—Gracias por compartirlo conmigo —musitó la muchacha.
Cord la guio al recibidor de la casa, donde unas luces automáticas se encendieron con un parpadeo para revelar una sala de estar, pequeña y acogedora, y unas escaleras que conducían a la segunda planta. Por un momento Rylin se preguntó si habrían venido hasta aquí en una especie de escapada romántica, pero Cord ya había cruzado la cocina y estaba abriendo otra puerta.
—Aquí está —dijo, en el tono más reverencial que Rylin le hubiera oído emplear nunca.
Unos potentes focos brillaban sobre sus cabezas, iluminando un garaje inmenso, ocupado por al menos una decena de autocoches.
Rylin siguió a Cord, desconcertada. Los autocoches no podían circular por el interior de la Torre, solo los deslizadores, propiedad de la Oficina Técnica y accionados mediante un algoritmo central. Casi nadie en la Torre poseía autocoche, excepto unas cuantas familias de los niveles superiores, las cuales los conservaban en suspensión en garajes hidráulicos. Rylin sabía que ni siquiera en los suburbios se veían ya autocoches particulares; resultaba mucho más práctico aportar dinero a un fondo común y disfrutar de una titularidad compartida, o sencillamente pagar la suscripción a cualquiera de los servicios de transporte.
Rylin podía entender que alguien tuviera un autocoche allí en los Hamptons, pero… ¿por qué tenía Cord tantos?
Al reparar en su perplejidad, la sonrisa de Cord se ensanchó.
—Échales un vistazo más de cerca —la apremió.
Rylin acarició la carrocería del que tenía más cerca, un vehículo rojo y estilizado. Un remolino de motas de polvo se elevó por los aires. Vio que el autocoche tenía un volante, y un pedal de freno… ¿y era eso un acelerador?
—Espera un momento —musitó, cayendo en la cuenta de pronto. No eran autocoches—. ¿No serán…?
—Sí —dijo Cord, orgulloso—. Son muy muy antiguos. Modelos de conducción manual, anteriores a los autocoches. Mi padre me los dejó todos. —Contempló con afecto el descapotable que en esos momentos rodeaba Rylin—. Ese tiene casi ochenta años.
—Pero ¿de dónde han salido?
¿No estaban prohibidos?, se preguntó Rylin.
—Mi padre se pasó años coleccionándolos. Son difíciles de encontrar, principalmente porque conducirlos es ilegal, aparte de que cuesta horrores conseguir que vuelvan a funcionar —se explayó Cord—. Además, los motores necesitan combustibles fósiles, no electricidad, y el carburante es muy caro.
—Pero ¿por qué? —insistió Rylin, fascinada.
Cord parecía cada vez más animado.
—Habrás montado en autocoche alguna vez, ¿no?
—Sí, cuando era pequeña y fuimos a visitar a mis abuelos a Nueva Jersey.
Rylin recordó que su madre había usado su tableta para llamar al autocoche y que este se había presentado instantes después con otra familia apretujada en su interior, puesto que solo podían permitirse la opción de «viaje compartido». Tras introducir la dirección en la pantalla del vehículo, el ordenador central automatizado del sistema se había encargado de llevarlos a su destino.
—Bueno, pues esto no se parece en nada a esos autocoches, con sus límites de velocidad integrados. Ven, te lo demostraré.
Rylin se quedó donde estaba.
—¿Insinúas que sabes cómo funciona ese trasto? —preguntó, recelosa.
No estaba segura de querer montarse en semejante armatoste, tan peligroso y desproporcionado, con Cord a los mandos.
—Cuenta con cinturones de seguridad. Y sí, sé cómo funciona.
Los cinturones de seguridad, sin embargo, no habían salvado a los millones de personas que todos los años perdían la vida en accidentes de tráfico antes de que se ilegalizaran los vehículos de conducción manual. No recordaba gran cosa de las clases de salud, pero eso sí.
—¿Cómo aprendiste a conducir? —preguntó, intentando ganar tiempo.
—Me ayudaron. Y practiqué. Venga, vamos —la azuzó el muchacho—, ¿dónde está tu sentido de la aventura? —dijo Cord, mientras le abría galantemente la puerta del copiloto.
Rylin exhaló un suspiro, exasperada, y se instaló en el asiento indicado. Las Trabas se le clavaron con fuerza en el trasero, recordándole lo que había hecho antes. Trató de ignorar la nueva punzada de culpa que la invadió al pensarlo.
Cord agarró el tirador de la puerta del garaje y la levantó manualmente, dejando que la luz del frío atardecer entrase a raudales. Rylin se protegió los ojos haciendo visera con las manos frente al resplandor y esperó mientras Cord examinaba el vehículo, comprobando el estado de los neumáticos, levantando el capó y estudiando la plateada maraña del motor que había debajo. Sus movimientos eran limpios y precisos, y estaba tan concentrado que tenía el ceño fruncido. Momentos después, se instaló en el asiento del conductor y giró la llave en el contacto. El motor cobró vida con un ronroneo.
Tomaron la carretera residencial cubierta de hojas —ribeteada de casas que los observaban con ojos vacíos, abandonadas en temporada baja— en dirección al desvío de la autopista de Long Island. Rylin se maravilló ante el modo en que Cord movía las manos sobre el volante.
—¿Quieres que te enseñe a conducir luego? —le ofreció con un guiño el muchacho, que se había fijado en la dirección de su mirada. Rylin negó con la cabeza, en silencio.
La autopista se extendía desierta en ambas direcciones: a la izquierda, hacia Amagansett y el ferri de Montauk; a la derecha, de regreso a la ciudad. Rylin vio la Torre a lo lejos, nada más que una neblinosa mancha oscura en la distancia. Si no supiera que estaba allí, podría haberla tomado por un nubarrón de tormenta.
—Vamos allá —dijo Cord, y pisó a fondo el acelerador.
El coche salió disparado como si estuviera vivo. La aguja del cuentakilómetros subió hasta los ochenta por hora, primero, después ciento veinte, y por último ciento cuarenta. El mundo entero pareció reducirse a un silencioso punto. Rylin perdió toda la noción del espacio y el tiempo. No existía nada salvo aquello: el vehículo debajo de ellos, la curva de la carretera ante sus ojos y el rugido de la sangre que bombeaba en sus venas, veloz y abrasadora. El paisaje discurría borroso a los lados, una mancha de cielo y bosque oscuro interrumpida tan solo por la línea amarilla que relucía sobre la carretera.
La autopista describía una curva ante ellos. Rylin vio que Cord movía sutilmente el volante, dejando que el coche la trazara con suavidad. Todo su cuerpo vibraba con la energía que emanaba del vehículo que los envolvía. Entendió el entusiasmo de Cord.
El viento le alborotaba el cabello alrededor de los hombros. Notó que Cord estaba observándola y quiso pedirle que mantuviera los ojos fijos en la carretera, pero algo le dijo que no era preciso. El muchacho dejó caer la mano derecha sobre la consola central, conduciendo solo con la izquierda, y Rylin le cogió los dedos. Ninguno de los dos rompió el silencio.
Al cabo, Cord se adentró por una pequeña vía secundaria. Rylin temblaba aún a causa de la sorpresa y la emoción experimentadas en la autopista. Vio un cartel que rezaba PROHIBIDO APARCAR y quiso hacer un chiste al respecto —algo acerca de cómo, a pesar de que solo había ido en coche una vez, sabía lo que significaba «aparcar»—, hasta que vio la línea blanca de la playa, y todo lo demás desapareció de sus pensamientos.
—¡Oh! —exclamó, quitándose los zapatos de dos puntapiés para correr descalza hasta el agua. El viento había esculpido en la arena pequeñas dunas que descendían formando una suave ladera hasta el embravecido oleaje gris, reflejo de un firmamento cada vez más encapotado sobre sus cabezas—. Me encanta —dijo, animada, mientras Cord le daba alcance y se situaba a su espalda.
Lux y ella solamente habían estado en la playa una vez, en Coney Island, y les había parecido un lugar desolador y atestado de gente. Aquí solo podía ver el cielo, la arena y a Cord. Ni siquiera veía las casas, aunque sabía de sobra que estaban justo ahí detrás, parapetadas por las dunas. Podrían haber estado en cualquier parte del mundo.
Retumbó un trueno, y de repente comenzó a caer la lluvia sobre ellos.
Cord musitó algo en voz baja, para sus lentes. Casi al instante surgió del maletero del vehículo un aerotoldo que, tras desplegarse, atravesó la lluvia flotando hasta ellos.
—¿Quieres que volvamos? —preguntó Cord, levantando la voz para imponerla al creciente clamor de la tormenta que azotaba la playa mientras se apretujaban para resguardarse bajo el aerotoldo. Este, del tamaño de una manta de generosas dimensiones, tenía estampadas alegres franjas rojas y blancas, como las sombrillas antiguas que Rylin había visto alguna vez en fotos. A diferencia de sus predecesoras, que necesitaban estar sujetas físicamente, los aerotoldos se sostenían merced a las diminutas turbinas que llevaban integradas en los extremos.
Quizá fuese la tormenta, o el alocado paseo en coche, o el hecho de que se encontraran tan lejos de cualquier vestigio de su vida normal, pero Rylin ya estaba harta de esperar. Ninguna de las complicaciones que la mantenían alejada de Cord le parecía ahora importante, ni siquiera las Trabas robadas que llevaba en el bolsillo de atrás. Todo se desvaneció en una difusa mancha distante, ahogado por la tormenta y el martilleo de su corazón.
Lo besó por toda respuesta, empujándolo deliberadamente contra la arena. El tamborileo de la lluvia arreció sobre su diminuta parcela de playa cubierta por el aerotoldo, pero, bajo sus cuerpos, la arena seguía emanando calidez.
Cord, que parecía compartir su determinación, se limitó a corresponder en silencio a sus besos, sin apresurarse, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo.