PRÓLOGO |
Noviembre de 2118
Las risas y la música comenzaban a apagarse en el piso número mil. La fiesta tocaba a su fin, disolviéndose de forma gradual, cuando incluso los invitados más alborotadores subían haciendo eses a los ascensores que habrían de transportarlos a sus hogares. Aunque las ventanas panorámicas enmarcaban una oscuridad aterciopelada, el sol, a lo lejos, empezaba ya a elevarse en silencio. Sobre el horizonte, el perfil de la ciudad se dibujaba en tonos ocre y rosa pastel, con un sutil y luminoso matiz dorado.
Y entonces, un alarido cortó de repente el silencio al tiempo que una muchacha se precipitaba al vacío. Su cuerpo caía a gran velocidad, surcando el aire helado que presagiaba el amanecer.
En solo tres minutos, la chica se estrellaría contra el implacable cemento de East Avenue. Pero en esos momentos previos —con su cabello ondeando como un estandarte, su vestido de seda chasqueando en torno a las curvas de su figura y sus brillantes labios rojos mostrando su conmoción con una O perfecta de consternación— en ese instante, estaba más hermosa que nunca.
Dicen que, antes de morir, vemos desfilar nuestra vida como un relámpago ante nuestros ojos. Pero mientras el suelo acudía a su encuentro, cada vez más deprisa, la muchacha solo podía pensar en las últimas horas, en el camino que había escogido y la había conducido hasta ahí. Ojalá no hubiera hablado con él. Ojalá no hubiera pecado de ingenua. Ojalá no hubiera subido allí nunca.
Cuando el vigilante de la plataforma descubrió lo que quedaba de su cuerpo y, estremecido, dio parte del incidente, lo único que sabía era que aquella chica era la primera persona que había caído de la Torre en sus veinticinco años de historia. Ignoraba su identidad y cómo había conseguido acceder al exterior.
Tampoco sabía si se habría caído, si la habrían empujado o si —abrumada tal vez por el peso de algún secreto inconfesable— había decidido saltar.