ERIS

Eris se hallaba frente al Cascade, un restaurante francés apartado de las calles más frecuentadas, en la planta 930. Había intentado darle un último toque a su madre, por si acaso; pero Caroline no respondía, y tampoco estaba antes en casa. Eris sacudió la cabeza, irritada, y entró en el establecimiento. Tendría que cenar a solas con el señor Cole.

Desde el almuerzo de la semana pasada, Eris no había parado de interrogar a su madre. ¿Qué implicaba que el señor Cole fuera su padre? ¿Cuándo iban a verlo otra vez? «No lo sé, Eris —suspiraba su madre—. Le enviaré un mensaje, y a ver qué dice él».

De modo que esta cena la había organizado el señor Cole. Eris llevaba toda la semana esperando el momento, lo había comentado largo y tendido con Mariel, que asentía y la escuchaba, pero no sabía muy bien qué aconsejarle.

Lo más raro de todo era ver a Leda en la escuela y no poder decir nada. El señor Cole le había pedido a Eris que permitiera que fuese él el que se lo contara, cuando él lo estimase oportuno. Por supuesto, el secreto era suyo y a él le correspondía desvelarlo. Sin embargo, Eris llevaba toda la semana espiando a Leda a hurtadillas sin poder evitarlo, maravillada ante el hecho de que fuesen hermanastras, buscando algún rasgo que compartieran sus rostros, tan radicalmente opuestos. Quizá algo en la comisura de los labios, pensó un día durante el almuerzo, observando a Leda desde el otro lado de la mesa. Ambas tenían las curvas del labio superior muy marcadas, mientras que el inferior era igual de sensual y carnoso. Eris siempre había pensado, cruelmente, que semejante boca era un desperdicio en alguien como Leda, visiblemente demasiado estirada como para exprimir al máximo su potencial. Pero nunca se había fijado en lo mucho que se parecía a la suya.

«¿Qué? ¿Tengo comida entre los dientes?», le había espetado Leda al descubrir que la estaba mirando fijamente. Eris alzó la mirada y ladeó la cabeza, como si la pregunta solo le produjera hastío.

En ese momento, se echó el pelo hacia atrás con la misma mezcla de confianza y presuntuosidad de siempre, e inclinó la cabeza en dirección a la camarera para llamar su atención.

—La mesa del señor Cole —murmuró, y siguió a la chica hasta donde estaba sentado su padre biológico, en una mesita redonda junto a las ventanas.

—Eris —dijo animadamente el señor Cole mientras ella se sentaba—. Estás muy guapa.

—Gracias.

Se había puesto un vestido de corte recto que le había prestado Avery, en tono azul marino con estampado de flechas diminutas, que le ceñía la figura y se acampanaba a la altura de las rodillas. Combinado con el collar de perlas de su madre, se sentía casi como si todo hubiera vuelto a la normalidad.

—Lamento que mi madre no haya podido venir —empezó Eris, disponiéndose a explicarle que había removido cielo y tierra en busca de Caroline, pero el señor Cole sacudió la cabeza.

—Ya he hablado con ella. —Tensó la mandíbula un momento, pero enseguida volvió a relajarse y esbozó una sonrisa—. Bueno, Eris —dijo, todo cordialidad—, tengo entendido que me perdí tu cumpleaños el mes pasado.

¿Realmente hacía tan solo un mes desde su fiesta en el Bubble Lounge, desde que se habían desmoronado los cimientos de su antigua vida? Parecía que hubiese pasado mucho más tiempo.

—Da igual —dijo, pero el señor Cole estaba sacando algo de su maletín: una caja naranja con la firma de Calvadour.

Eris contuvo el aliento y desató el grueso lazo de papel, que, propulsado por diminutos microsensores biodegradables, se plegó sobre sí mismo hasta formar una mariposa de origami y salió volando en busca del punto de reciclaje más cercano.

A Eris se le cortó la respiración. Dentro de la caja había un pañuelo de cachemira con bordados a mano, precioso, con estampado de arreos ecuestres y ribetes florales de color escarlata. Lo había visto en el escaparate de Calvadour; era una pieza única y exorbitantemente cara. Justo lo que solía comprarse Eris cuando el dinero no era ningún problema.

—Esto es demasiado. No puedo aceptarlo —murmuró, aunque no tenía la menor intención de devolverlo, naturalmente. Enterró el rostro en el tejido de cachemira y aspiró su fragancia con fuerza.

—En compensación por los diecisiete años en regalos de cumpleaños atrasados que te debía tu padre —dijo bruscamente el señor Cole.

«Padre». ¿No era la primera vez que utilizaba esa palabra refiriéndose a ella? Por impulso, Eris se levantó y se inclinó sobre la mesita para depositarle un suave beso en la mejilla, como hacía antes siempre con el hombre que creía que era su progenitor.

Su padre pareció sorprenderse ante aquel despliegue de afecto, pero lo aceptó. Eris se preguntó si Leda no haría ese tipo de cosas. En fin, el señor Cole tendría que acostumbrarse a su impetuosidad.

—Gracias —dijo, y se anudó el pañuelo al cuello con un lazo abultado, dejando que el característico bordado cayera sobre su espalda. Era el complemento perfecto para su vestido azul marino.

La camarera se acercó y pidieron la cena. Las luces del techo se atenuaron, al tiempo que los candelabros de las paredes cobraban vida con una llamarada. Eris echó un vistazo de reojo a las anticuadas ventanas con parteluz que daban a Haxley Park, un pequeño y recogido espacio público con jardines y fuentes de agua. Pensó que alguien podría verlos juntos aquí, tan cerca de las ventanas. Su padre, como si se le acabase de ocurrir lo mismo, recolocó ligeramente su silla para encararla hacia el centro del restaurante.

—Bueno, Eris. Háblame de vuestro apartamento.

—¿Nuestro apartamento?

—Donde vivís ahora tu madre y tú. No es… lo bastante espacioso para las dos, ¿verdad?

—No es precisamente grande —reconoció la muchacha.

—¿En qué planta está?

—En la 103.

El hombre palideció al escuchar esa cifra.

—Ay, Dios. No me imaginaba que fuese tan grave. —A Eris no terminó de gustarle la repugnancia que destilaba su voz, pero lo dejó correr—. Pobre Caroline —murmuró, casi para sí mismo.

Llegaron los entrantes. El padre de Eris siguió acribillándola a preguntas: sobre su madre, sobre su vida en los niveles inferiores, sobre sus deberes, sobre si había tenido noticias de Everett Radson. Eris respondió a todo, preguntándose a su vez exactamente adónde querría ir a parar. Quizá su idea descabellada no fuese tan descabellada, después de todo. Quizá sí que fuese a proponerles empezar a pasar más tiempo juntos, los tres, en familia. Eris contempló la posibilidad y decidió que no le desagradaba del todo, aunque al principio le resultaría extraño verse pública y abiertamente emparentada con Leda. Si era eso lo que insinuaba su padre, sin embargo, no llegó a expresarlo en términos más explícitos.

La camarera reapareció para llevarse los platos cuando hubieron terminado de cenar.

—Gracias —dijo Eris mientras su padre inclinaba la cabeza para hacerse cargo de la cuenta. Se extendió el pañuelo sobre los hombros al sentir un escalofrío repentino—. Procuraré que la próxima vez también venga mi madre —dijo, aunque le había resultado sorprendentemente agradable tener a su padre para ella sola durante toda la velada.

—Eris —replicó él, en voz baja—. No estoy seguro de que vaya a haber una próxima vez.

—¿Qué?

El hombre clavó la mirada en el mantel, con una expresión repentinamente sombría.

—Me ha gustado pasar más tiempo contigo últimamente, Eris, te lo aseguro. Me enorgullece ver la jovencita tan guapa en la que te has convertido. Te pareces mucho a tu madre cuando tenía tu edad, ¿sabes? —Se le endurecieron las facciones—. Pero no sería del todo sincero si te dijera que esta noticia no me ha pillado desprevenido, y no estoy muy seguro de que sea buena idea seguir quedando así, en público.

De repente, Eris sintió como si el aire se hubiese vuelto demasiado denso, irrespirable.

—¿Por qué? —acertó a preguntar.

—Esta relación es delicada —dijo el señor Cole—. Nos complica las cosas a mí, a tu madre y a ti.

—Y a tu familia —concluyó Eris, comprendiendo su frío razonamiento—. A tu esposa, a Jamie. Y a Leda.

El señor Cole pestañeó al escuchar esas palabras.

—Bueno, sí —admitió—. No quiero que se enteren, por razones obvias. Seguro que lo entiendes.

Eris lo entendía perfectamente. Su madre y ella eran el turbio secreto que preferiría mantener enterrado.

—En fin, por lo que al estado de vuestras finanzas respecta —prosiguió el señor Cole, en un tono ahora completamente profesional—. Ya he hablado de esto con tu madre, aunque ella no me expresó con exactitud la precariedad de vuestra situación. —«Nuestra situación no es precaria. Nos las apañamos, dadas las circunstancias», sintió deseos de replicar Eris, espoleada por su feroz y obstinado orgullo—. Voy a transferir una cuantiosa suma a tu cuenta, así como a la de tu madre, y os pasaré además una asignación mensual. El depósito ya se ha hecho efectivo, por si quieres comprobarlo.

Sorprendida, Eris musitó las órdenes necesarias para consultar su extracto bancario… y se le cortó la respiración ante la cantidad de ceros que descubrió alineados allí.

—¿Bastará con eso? —inquirió el señor Cole, aunque la duda, por supuesto, era absurda.

La cantidad era más que suficiente: para salir de los niveles inferiores, para comprar un apartamento nuevo, para reemplazar todo su fondo de armario y para muchísimo más. Era más que suficiente para recuperar su antigua vida. Eris sabía qué era lo que en realidad le estaba preguntando: si comprendía cuál era la condición implícita. No desvelarle a nadie nunca, jamás, la identidad de su padre biológico. Ni siquiera a Leda, pensó… o, mejor dicho, sobre todo no a Leda.

Quería comprar su silencio.

Eris tardó en contestar. Estaba observando las facciones de su padre, las cuales llevaba analizando toda la semana en busca de sus propios rasgos; en esta ocasión, sin embargo, lo que intentaba era interpretar las emociones reflejadas en ellas. Distinguió resignación allí, y temor, y también algo que podría haber sido afecto. Se vio reflejada en sus ojos mientras el señor Cole le sostenía la mirada sin parpadear.

Su padre biológico pretendía renunciar a toda relación con ella. Aquello entristeció a Eris más de lo que habría creído posible. Se sentía sola, rechazada y furiosa. Pero en mitad de aquel maremágnum de emociones encontradas en el que zozobraba, prevalecía la sensación de alivio que le producía el saber que no tendría que volver a padecer la pobreza.

Eris, poco dada a dilatar la espera tras haber tomado una decisión, se levantó de repente.

—Bastará más que de sobra —anunció—. Gracias, por el pañuelo y por… todo lo demás.

El señor Cole asintió con la cabeza, comprendiendo lo que quería decir.

—Adiós, Eris —dijo en voz baja.

Eris giró sobre los talones y salió del restaurante sin volver a despegar los labios, sin despedirse siquiera de la única figura paterna que le quedaba.

«Abandonada por dos padres», pensó la chica con amargura. Se estaba empezando a convertir en una excelente candidata a recibir terapia.