LEDA |
—Buenas tardes, señorita Cole —dijo al día siguiente Jeffrey, el portero del club Altitude, mientras Leda se dirigía al conjunto de ascensores. En el Altitude, por supuesto, también contaban con medidas de bioseguridad: Leda sabía que le habían escaneado las retinas nada más poner los pies en el vestíbulo. Pero Jeffrey dispensaba el trato personalizado y anticuado que justificaba el elevado precio de las cuotas de socio del club. Era un elemento inalterable del lugar, prácticamente ya una institución por derecho propio, siempre en el ascensor con sus guantes blancos, su chaqueta verde y su cálida sonrisa apergaminada.
Jeffrey se hizo a un lado y Leda subió al gigantesco elevador de bronce reservado a los socios. Las puertas se cerraron tras ella con un gratificante chasquido antes de que el aparato abandonara el vestíbulo de la planta 930 como una exhalación, dejando atrás pistas de tenis y salones de relajación hasta llegar al nivel principal del club.
Las paredes del vestíbulo del Altitude estaban revestidas de imponentes paneles de caoba negra y retratos de miembros ya fallecidos. El sol del atardecer entraba a raudales por los ventanales de suelo a techo que dominaban las secciones septentrional y occidental de la sala. Leda trató de aparentar indiferencia y, mientras buscaba a Atlas, contempló de reojo a los distintos grupos de personas reunidas junto a las chimeneas apagadas y los conjuntos de divanes. Si esa tal «Nadia» estaba en lo cierto, su partido de squash debería terminar en cualquier momento.
Aún le costaba creer que se hubiera atrevido a publicar un anuncio en aquella página tan sospechosa. Había puesto a prueba sus nervios… y también había sido emocionante, en cierto modo, hacer algo tan manifiestamente ilegal y arriesgado.
Primero había intentado reforzar sus medidas de seguridad, pero, aun así, Leda no podía evitar preguntarse si Nadia sabía más de lo que él o ella dejaba traslucir: sobre quién era Leda y por qué sentía tanta curiosidad por Atlas. «En fin», pensó, en realidad nada de todo aquello tenía importancia. Seguramente «Nadia» no vivía en la Torre; lo más probable era que ni siquiera fuese una chica. Y Leda no tenía la menor intención de volver a tratar con ella, o con él, una vez hubiera obtenido lo que deseaba.
Vio a Atlas salir del vestuario momentos después. Llevaba puesto un polo azul claro que hacía destacar el tono caramelo de su pelo, mojado aún tras la ducha. «Buen trabajo, Nadia».
—Atlas —dijo, tratando de darle a su voz el punto justo de sorpresa—. ¿Qué haces tú por aquí?
—Acabo de jugar un partido de squash con David York —respondió él, con una sonrisa deslumbrante.
—Entonces parece que todo ha vuelto a la normalidad —replicó Leda, con más sarcasmo del que pretendía.
Se preguntó qué pensarían los Fuller de la reaparición de Atlas, de cómo se había materializado inexplicablemente en la fiesta de Cord para reincorporarse a sus vidas como si no hubiera pasado nada. Por otra parte, les obsesionaba tanto guardar las apariencias que toda aquella ilusión de normalidad probablemente habría sido idea suya.
—Ya que has sacado el tema… —suspiró Atlas—. Ojalá pudiera explicártelo todo, pero es complicado.
«¿No lo es siempre contigo?».
—Me alegra que hayas vuelto sano y salvo, eso es todo.
—Lo mismo digo —musitó Atlas, paseando la mirada por el interior del club como si no hubiera reparado hasta ese momento en el ajetreo de aquel lugar: niños que acudían a sus clases de tenis vespertinas y amigos que quedaban para tomar algo en la terraza cubierta—. Perdona, ¿estabas esperando a alguien?
—Me dirigía a la barra de los zumos —mintió Leda—. ¿Te apetece acompañarme?
—¿Todavía os dedicáis Avery y tú a beber espinacas licuadas? —se rio Atlas, sacudiendo la cabeza—. Paso, gracias. ¿No preferirías ir al Grill?
—Supongo que tengo tiempo —respondió con desgana Leda, aunque aquello era precisamente lo que estaba esperando.
Cruzaron el vestíbulo en dirección al asador del Altitude y se instalaron en una de las mesas del fondo, junto a la ventana. A pesar de que le encantaba la vista, Leda ocupó la silla que quedaba de espaldas al flexiglás a fin de controlar todo el restaurante. Le gustaba estar al corriente de las idas y venidas de la gente.
—Hacía siglos que no venía por aquí —reconoció la muchacha mientras se acomodaban.
De repente se acordó de la escuela de secundaria, antes de que su familia ingresara en el club, cuando pasaba todas las noches en casa de Avery y venía aquí con los Fuller para disfrutar del brunch de los sábados. Avery y ella se llenaban las bandejas de claras de huevo y pastelitos de limón e intentaban beber a hurtadillas de la fuente de mimosa, mientras un exasperado Atlas ponía los ojos en blanco ante sus chiquilladas y se dedicaba a mensajearse con sus amigos.
—Pues sí, yo también —dijo Atlas, y soltó una carcajada—. Evidentemente.
Drew, quien llevaba trabajando de camarero en el Grill desde que Leda tenía uso de razón, se acercó a su mesa.
—Señorita Cole. ¡Y el señor Fuller! Todos nos alegramos de que haya vuelto.
—También yo —sonrió Atlas.
—¿Les apetece algo de beber?
—Me vendría estupendamente una cerveza, la verdad —dijo Atlas, y Drew respondió guiñándole un ojo.
Atlas había cumplido los dieciocho recientemente, por lo que no estaba cometiendo ninguna ilegalidad, pero Drew ya llevaba años sirviéndoles alcohol a hurtadillas.
—Me conformaré con un té helado, gracias —murmuró Leda.
—¿Cómo, ni crema de whisky ni nada? —La pinchó Atlas mientras Drew se alejaba.
—Ya sabes que eso solo lo tomo en los Andes.
Aunque Leda se esforzaba por mostrarse calmada, lo cierto era que el corazón le latía muy deprisa. ¿Qué pretendía Atlas con aquella alusión?
—Gracias por lo de la otra noche, por cierto —continuó el chico. Leda titubeó—. Por lo de Avery —matizó Atlas—. Tenías razón, sí que había bebido un montón. Terminé llevándola a casa después de aquella ronda de ruleta.
—Ah. Vale —replicó Leda, disimulando su confusión.
Solo lo había dicho para no tener que jugar. Se sorprendió al descubrir que había acertado; Avery no solía necesitar que la llevasen a casa. Esperaba que todo estuviera en orden.
—En fin. —Atlas le dedicó una amplia sonrisa y Leda volvió a notar la misma descarga de adrenalina que experimentaba cada vez que el muchacho centraba toda su atención en ella. Era una sensación aterradoramente adictiva—. Estoy tan fuera de onda… Cuéntame todo lo que me haya perdido este año.
Leda se dio cuenta de lo que pretendía: desviar la atención de sí mismo, evitar que le preguntara dónde había estado. Bueno, podía seguirle el juego.
—Seguro que te has enterado ya de lo de Eris y Cord —empezó la muchacha, respirando hondo para tranquilizarse. Intentó recitar mentalmente uno de sus mantras de meditación, pero en aquel momento no logró acordarse de ninguno—. Pero… ¿sabes lo de Anandra?
La conversación fue fluyendo mientras Leda le hablaba del ataque de cleptomanía de Anandra Khemka, de que los padres de Grayson Baxter iban a volver a vivir juntos, de Avery y Zay, de todo cuanto había ocurrido en su ausencia. Por suerte, Atlas no pareció darse cuenta de que las historias relacionadas con el verano anterior no eran tan detalladas como las demás. El muchacho se limitaba a escuchar y asentir con la cabeza. En un momento determinado, propuso que compartieran una ración de nachos.
—Claro que sí —accedió Leda, esforzándose por no leer entre líneas.
Sin embargo, había algo íntimo en el hecho de comer del mismo plato, en el modo en que sus manos se rozaban casualmente cada vez que intentaban coger el mismo trozo de quinoa embadurnado de guacamole. ¿Eran imaginaciones suyas o aquello empezaba a parecerse cada vez más a una cita?
Drew regresó transcurridos unos instantes. El visor de la mesa proyectó la cuenta frente a ellos: los números formaban un holograma azul marino sobre fondo blanco.
—¿Queréis que os lo cobre por separa…? —empezó a preguntar el camarero, pero Atlas ya estaba agitando la mano para cargarlo todo en la cuenta de los Fuller.
—De ninguna manera —dijo el muchacho—. Yo invito.
Quizá solo estuviese siendo cortés… o quizá ella no anduviese tan desencaminada y aquello estuviera convirtiéndose en una cita.
—¿Qué planes tienes para esta semana? —se atrevió a preguntar—. ¿Te apetece hacer algo?
El tiempo pareció detenerse, como ocurría antes de un examen cuando se había colocado de xemperheidreno. Atlas dejó la mano inmóvil encima de la mesa, entre ambos. Leda no podía pensar en nada más que el modo en que aquellos dedos se habían enredado en su pelo aquella noche, en la forma en que habían inclinado su cabeza hacia atrás, hacía diez meses. Se preguntó si Atlas pensaría en aquella noche tanto como ella. Si se preguntaba qué podría haber ocurrido entre los dos, si él no se hubiera marchado.
Levantó la cabeza y lo miró a los ojos. El corazón le latía con tanta fuerza que resultaba ensordecedor. Atlas se disponía a decir algo. Leda se inclinó hacia delante…
—¡Leda! —Avery acercó una silla a la de Leda y extendió hacia delante un brazo perfectamente bronceado y tonificado—. Dios, la clase de yoga antigravitacional de hoy ha sido flipante. ¿Qué hacéis?
—Hola, Avery —sonrió Leda, ocultando su contrariedad ante el don de la oportunidad de su mejor amiga.
Le parecía increíble que no se hubiera percatado de su llegada; estaba tan absorta en Atlas que se le había olvidado vigilar la entrada del Grill, como tenía por costumbre.
—Te he echado de menos en clase, Leda —dijo.
No era un reproche, sino una pregunta. Avery desvió la mirada de Leda a Atlas, de la jarra de cerveza vacía a los restos de nachos que seguían entre ellos, sobre la mesa.
Leda se retorció incómoda en la silla. Se había emocionado tanto con la información que le había proporcionado Nadia acerca de Atlas que se le había olvidado responder al parpadeo de Avery de la noche anterior, en el que le preguntaba si quería quedar al día siguiente.
—Ya, bueno —dijo, con expresión de culpabilidad—. Solo he venido por el zumo. Llevo todo el día con una vagancia espantosa.
—Y después la convencí para pedir unos nachos. Perdona que no te hayamos dejado ninguno —dijo Atlas, mientras indicaba el plato vacío con ironía.
—No pasa nada. —Avery volvió a posar la mirada en Leda—. ¿Vais a casa, chicos? ¿Os apetece compartir un deslizador?
—Por mí, vale. ¿Lista? —dijo Atlas, girándose hacia Leda.
—Claro que sí —replicó esta, prometiéndose para sus adentros que pronto volvería a pasar más tiempo con él.
A Nadia no le costaría nada repetir lo que ya había conseguido una vez.
Mientras se dirigían a la entrada del club, Avery extendió una mano para detener a Leda.
—¿Podemos hablar de lo de anoche?
—Claro. Siento haberme marchado sin avisar —dijo Leda, malinterpretando la pregunta a propósito—. Es solo que me entró el cansancio de repente y no te encontré para despedirme. Ya sabes cómo son estas cosas.
—No, me refiero a lo de antes. No pretendía agobiarte con…
—Ya te dije que no pasa nada —replicó Leda, más arisca de lo que pretendía.
Pero, en serio, ¿es que Avery no sabía captar una indirecta?
—Bueno. Si te apetece hablar de ello, aquí estoy.
—Gracias —dijo Leda. Le lanzó una miradita de soslayo a Avery y decidió darle la vuelta a la tortilla—. ¿Y tú qué tal? Atlas me ha contado que terminaste la noche dando tumbos y que te tuvo que acompañar a casa.
—Era mi primera fiesta desde que regresé de las vacaciones, así que supongo que me dejé llevar por el entusiasmo.
Había algo extraño en el tono de Avery, aunque Leda no habría sabido precisar exactamente de qué se trataba.
—Te entiendo. Fue una fiesta increíble —convino, sin saber muy bien por qué se esforzaba tanto por justificar a su amiga.
—Desde luego —dijo Avery, que ni siquiera la estaba mirando—. Fue genial.
No volvieron a abrir la boca hasta que se hubieron reunido con Atlas junto a la entrada. Leda no recordaba cuándo había sido la última vez que Avery y ella se habían quedado sin saber qué decirse.
«Por otra parte, nunca antes le había ocultado ningún secreto», pensó Leda mientras Atlas se volvía para sonreírles a ambas, momento en el que la muchacha comprendió que aquello, naturalmente, no era cierto. El mayor de sus secretos estaba plantado allí mismo, frente a sus ojos.
Solo esperaba que no fuese también el mayor de sus errores.