RYLIN |
Una noche después, Rylin Myers se encontraba ante la puerta de su apartamento, esforzándose por pasar su anillo de identificación sobre el escáner mientras hacía equilibrios con la bolsa de comestibles que sujetaba con una mano y la bebida energética medio llena que sostenía en la otra. Claro, pensó mientras le pegaba una patada a la puerta sin el menor pudor, esto no supondría ningún problema si tuviera un escáner de retina, o unas lentes computerizadas de esas tan chulas que usaban los encumbrados. Pero nadie podía costearse nada por el estilo allí en la 32, donde vivía Rylin.
Justo cuando se disponía a propinarle otro puntapié a la puerta, esta se abrió.
—Por fin —masculló Rylin, apartando de un empujón a su hermana de catorce años.
—Si llevases a arreglar el anillo de identificación —protestó Chrissa—, como ya estoy harta de repetirte, esto no pasaría. Claro que, ¿qué ibas a decir? «Lo siento, agentes, es que no dejo de usar el anillo para abrir botellas de cerveza y ahora ya no funciona».
Rylin hizo oídos sordos, le pegó un buen trago a la bebida energética, dejó caer de cualquier manera la bolsa de comestibles sobre la encimera y le lanzó a su hermana una caja de arroz con verduras.
—¿Te importaría guardar todo esto? Llego tarde.
El Step, el Sistema de Tránsito Entre Plantas, se había vuelto a parar, así que había tenido que recorrer a pie las veinte manzanas que mediaban entre la parada del ascensor y su apartamento.
Chrissa levantó la cabeza.
—¿Vas a salir esta noche?
Había heredado las suaves facciones coreanas de su madre, la nariz delicada y la frente, alta y arqueada, mientras que Rylin, con su mentón cuadrado, se parecía mucho más a su padre. Pero, de alguna manera, las dos compartían los relucientes ojos verdes de su madre, que resplandecían como el berilo sobre su piel.
—Eeeh, pues sí. Es sábado —respondió Rylin, ignorando a propósito lo que quería decir su hermana.
No le apetecía hablar de lo que había ocurrido tal día como hoy, hacía un año: cuando murió su madre y todo su mundo se había desmoronado. Jamás olvidaría el momento en que, aquella misma noche, los de Servicios de Atención al Menor se habían presentado en su casa, mientras ellas dos seguían llorando abrazadas, para hablarles del programa de acogida familiar.
Rylin los había escuchado un rato, mientras Chrissa sollozaba con la cabeza enterrada en su hombro. Su hermana era lista, inteligente de verdad, y se le daba lo bastante bien el voleibol como para optar con garantías a recibir una beca universitaria. Pero Rylin sabía lo suficiente acerca del programa de acogida como para comprender lo que aquello supondría para ellas. Sobre todo para Chrissa.
Haría lo que fuese preciso para mantener unida a su familia, a cualquier precio.
Al día siguiente se presentó en el juzgado familiar más cercano y se declaró mayor de edad a efectos legales, a fin de poder empezar a trabajar a jornada completa en su espantoso empleo en la parada del monorraíl. ¿Qué otra opción le quedaba? Así las cosas, estaban saliendo adelante solo por los pelos: Rylin acababa de recibir otro aviso de su casero; acumulaban al menos un mes de retraso en el pago del alquiler. Por no hablar de todas las facturas del hospital en el que había estado ingresada su madre. Rylin llevaba un año entero intentando saldar la deuda, pero los intereses eran tan altos que la montaña de impagos, lejos de reducirse, había empezado incluso a crecer. A veces se sentía como si no fuese a poder escapar nunca de aquel atolladero.
Ahora esta era su vida, y no daba la impresión de que fuera a cambiar de un día para otro.
—Rylin. ¿Por favor?
—Ya voy con retraso —dijo Rylin, retirándose a la sección acordonada de su diminuto dormitorio.
Pensaba en lo que iba a ponerse, en el hecho de que disponía de treinta y seis horas enteras para ella sola antes de tener que volver al trabajo… En todo menos en el reproche que anidaba en los ojos verdes de su hermana, tan dolorosamente parecidos a los de su madre.
Rylin y su novio, Hiral, bajaron corriendo por los escalones de la Salida 12 de la Torre.
—Ahí están —murmuró Rylin, levantando una mano para protegerse del resplandor.
Sus amigos se habían reunido en el punto de encuentro de costumbre, un banco metálico calentado por el sol al otro lado de la calle, en la intersección de la 127 con Morningside.
Miró a Hiral de soslayo.
—¿Seguro que no llevas nada encima? —volvió a preguntarle.
No la entusiasmaba la idea de que Hiral hubiese empezado a vender (primero solo a los colegas; después a mayor escala), pero había sido una semana muy larga, y todavía tenía los nervios de punta tras su conversación con Chrissa. Le vendría bien una dosis de lo que fuera, relajantes o alucindedor, cualquier cosa con tal de acallar los pensamientos que revoloteaban sin cesar en el interior de su cabeza.
Hiral negó con la cabeza.
—Lo siento. Esta semana me he ventilado todas las existencias. —La miró de reojo—. ¿Estás bien?
Rylin no respondió, pero dejó que Hiral le cogiera la mano. Tenía las palmas encallecidas a causa del trabajo y las uñas ribeteadas de negras manchas de grasa. Hiral había abandonado los estudios el año pasado para colocarse de ascensorista, y reparar desde dentro los gigantescos elevadores de la Torre. Se pasaba el día suspendido en el aire, a cientos de metros de altura, como una araña humana.
—¡Ry! —exclamó Lux, su mejor amiga, antes de acudir corriendo a su encuentro. Esta semana llevaba el pelo, cortado en mechones irregulares, de color rubio ceniza—. ¡Lo has conseguido! Me temía que no pudieras venir.
—Lo siento —se disculpó Rylin—. Me he entretenido.
Andrés resopló.
—¿Tenías que «embragar» un poco antes del concierto o qué pasa? —dijo, haciendo un gesto obsceno con las manos.
Lux elevó la mirada y abrazó a Rylin.
—¿Cómo lo llevas? —murmuró.
—Bien.
Rylin no sabía qué otra cosa decir. Sintió una confusa punzada de gratitud ante el hecho de que Lux se acordase del día que era, aunque también irritación por el hecho de que se lo recordasen. Se descubrió jugando con el antiguo collar de su madre y se apresuró a soltarlo. ¿No había salido precisamente para evitar pensar en ella?
Sacudiendo la cabeza, Rylin dejó vagar la mirada por el resto de la pandilla. Andrés estaba repantingado en el banco, negándose obstinadamente a quitarse la cazadora de cuero a pesar del calor. Hiral se encontraba ahora en pie junto a él: su piel, intensamente bronceada, resplandecía iluminada por el sol del ocaso. Y en la otra punta del banco esta Indigo, vestida con una camisa que a duras penas había conseguido transformar en vestido y con unas botas tan altas que parecían querer llegar hasta el cielo.
—¿Dónde está V? —preguntó Rylin.
—Buscando la diversión. A menos que tuvieras pensado traerla tú hoy —replicó Indigo, mordaz.
—Solo voy a tomar, gracias —fue la respuesta de Rylin.
Indigo puso los ojos en blanco y luego continuó enviando mensajes con su tableta.
Rylin consumía gran cantidad de drogas ilegales, por supuesto (todos lo hacían), pero se negaba terminantemente a vender o a comprar. A nadie le importaba que un puñado de adolescentes se dedicase a andar fumando por ahí, pero las leyes eran más estrictas con los traficantes. Si ella acababa en la cárcel, Chrissa iría a parar directamente al programa de acogida. Rylin no podía correr ese riesgo.
Andrés apartó la mirada de su tableta.
—V se reunirá con nosotros allí. En marcha.
Un viento abrasador esparció un puñado de desperdicios por toda la acera. Rylin pasó por encima de ellos y respiró hondo, llenándose los pulmones de aire. Quizá aquí el viento fuera abrasador, pero seguía siendo mejor que el aire reciclado, con una altísima concentración de oxígeno, que se respiraba en la Torre.
Hiral se había agazapado ya junto al costado de la Torre, al otro lado de la calle, y estaba deslizando una navaja bajo el canto de un panel de acero, para levantarlo.
—Despejado —murmuró.
Su mano y la de Rylin se rozaron cuando la muchacha se coló en la abertura. Intercambiaron una mirada y Rylin se adentró en el bosque de metal.
Los sonidos del exterior desaparecieron al instante, reemplazados por el murmullo de voces, risas colocadas y el silbido del aire reciclado procedente de la base de la Torre. Se encontraban en el inframundo que se extendía por debajo de la planta baja, una tétrica jungla de tuberías y columnas de acero. Rylin y Lux recorrían las sombras sin hacer ruido, saludando con la cabeza a los otros grupos con los que se cruzaban. Los integrantes de uno de aquellos grupos se arracimaban en torno al tenue resplandor sonrosado de un alucindedor. Los de otro, semidesnudos y despatarrados sobre una montaña de almohadones, se disponían a enfrascarse en una orgía de Oxytosa. Rylin divisó frente a ella el destello delator de la sala de máquinas y apretó el paso.
—Ya podéis empezar a darme las gracias —surgió una voz de las sombras, y Rylin a punto estuvo de dar un respingo.
V.
Aunque no era tan alto como Andrés, V debía de pesar por lo menos veinte kilos más, todos ellos de músculo. Llevaba los anchos hombros y los brazos cubiertos completamente de tintuajes que danzaban sobre su cuerpo en una caótica vorágine de figuras que se agrupaban, se disgregaban y se volvían a recomponer en otra parte. Rylin hizo una mueca de dolor ante la mera idea de inyectarse tanta tinta en la piel.
—A ver, chavales. —V introdujo una mano en su mochila y sacó un puñado de brillantes parches dorados, del tamaño de la uña del pulgar de Rylin—. ¿Quién tiene ganas de comunitarios?
—Hostia puta —exclamó Lux, con una carcajada—. ¿De dónde has sacado eso?
—¡Joder, sí! —dijo Hiral, al tiempo que chocaba los cinco con Andrés.
—¿En serio? —preguntó Rylin, sin unirse a las celebraciones. No le gustaban los comunitarios. El colocón compartido que producían se le antojaba invasivo, como practicar el sexo con un hatajo de desconocidos. Lo peor de todo era que el subidón, incontrolable, la dejaba por completo en manos de otra persona—. Creía que esta noche nos íbamos a dedicar a fumar —protestó.
Incluso se había traído su alucindendor, la diminuta pipa compacta de usos prácticamente ilimitados, pues servía tanto para consumir apagones como crispies y, ni que decir tiene, la hierba alucinógena para la que había sido creada.
—¿Asustada, Myers? —la desafió V, al cabo de un momento.
—No estoy «asustada». —Rylin se irguió cuan alta era y se quedó mirando a V fijamente—. Es solo que me apetecía hacer otra cosa.
La vibración de su tableta le indicó que acababa de recibir un mensaje. Vio que le había escrito Chrissa. «He preparado las galletitas de manzana de mamá —decía—. ¡Por si se te ocurriera venir a casa!».
V no dejaba de observarla, retándola abiertamente con la mirada.
—Paso —refunfuñó Rylin en voz baja—. Qué coño, ¿por qué no? —Extendió la mano para agarrar los parches que sostenía V y se plantó uno en la cara interior del brazo, junto al codo, donde las venas estaban más cerca de la piel.
—Ya me parecía a mí —dijo V, mientras los demás también se abalanzaban ávidamente sobre los parches.
Entraron en la sala de máquinas y la música electrónica se apoderó por completo de los oídos de Rylin, aporreándole el cráneo con una ferocidad que aniquilaba cualquier pensamiento. Lux la agarró del brazo y empezó a saltar como una histérica, profiriendo grititos ininteligibles.
—¡¿Quién tiene ganas de fiesta?! —exclamó el DJ desde su atalaya, en lo alto de un tanque de refrigeración. Su voz, amplificada, se propagó hasta el último rincón de la estancia. La sala, asfixiante y atestada de cuerpos hacinados, prorrumpió en alaridos—. ¡Muy bien! —prosiguió—. El que tenga un dorado, que se lo ponga ahora mismo. Porque soy DJ Lowy y estoy a punto de transportaros a la experiencia más alucinante de vuestras vidas.
La tenue iluminación arrancó destellos a un mar de parches comunitarios. Prácticamente todo el mundo llevaba uno, descubrió Rylin. Esto iba a ser intenso.
—¡Tres! —exclamó Lowy, iniciando la cuenta atrás.
Lux soltó una carcajada, impaciente, y se puso de puntillas, esforzándose por ver sobre las cabezas de la multitud. Rylin lanzó una mirada de soslayo a V, cuyos tintuajes se arremolinaban con una intensidad inusitada en torno al parche que se había puesto, como si hasta su piel supiera lo que estaba a punto de suceder.
—¡Dos!
Casi todo el mundo se había unido a la cuenta atrás. Hiral se situó detrás de Rylin, le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la barbilla en su cabeza. La muchacha se apoyó en él y cerró los ojos, preparándose para la activación de los comunitarios.
—¡Uno!
El grito reverberó por toda la sala. Lowy buscó con la mano la tableta que flotaba ante él y activó el pulso electromagnético sintonizado con la frecuencia de los comunitarios. Al instante, todos los parches de la sala vertieron una oleada de estimulantes en el torrente sanguíneo de sus portadores. Era el colocón sincronizado definitivo.
El volumen de la música se intensificó y Rylin levantó las manos de golpe, sumando su voz al ensordecedor griterío que parecía no tener fin. Podía sentir ya cómo el comunitario se iba adueñando de su sistema. El mundo se había alineado con la música, lo había armonizado todo (el destello de las luces sobre sus cabezas, su respiración, los latidos de su corazón y de todos los corazones que la rodeaban) a la perfección con el profundo e insistente palpitar de los graves.
—¿No te encanta? —dijo Lux.
O, al menos, eso parecía haber dicho, porque Rylin no estaba segura. Comenzaba ya a perder el control de sus pensamientos. Chrissa y sus mensajes de texto no importaban, como tampoco importaban su trabajo ni el gilipollas de su jefe. Nada importaba, salvo este momento. Se sentía invencible, intocable, como si pudiera estar así eternamente: joven, bailando, eléctrica y viva.
Luces. Alguien le pasó una petaca de algo potente. Bebió un trago sin saborearlo siquiera. Algo le rozó la cadera. «Hiral», pensó, mientras le tiraba de la mano para acercársela un poco más, a modo de invitación. Solo que entonces vio a Hiral unas cuantas filas por delante, saltando con el puño en alto, al lado de Andrés. Cuando giró sobre los talones, lo único que vio fue el rostro de V, que había aparecido de repente en la oscuridad. Con una ceja arqueada en un gesto seductor, el muchacho le enseñó otro parche dorado. Rylin sacudió la cabeza. Ni siquiera estaba segura de cómo le iba a pagar el que ya había aceptado.
Pero V ya estaba retirando la tira de la cara adhesiva.
—Es gratis —susurró, como si pudiera leerle el pensamiento. ¿O habría expresado Rylin sus dudas en voz alta? V acercó la mano para apartarle el pelo del cuello—. Te contaré un pequeño secreto: cuanto más cerca del cerebro esté el parche, antes notarás sus efectos.
Rylin cerró los ojos, mareada, mientras la segunda tanda de narcóticos se propagaba como el rayo por su interior. El subidón, tan penetrante como el filo de una navaja, le puso al rojo vivo todas las terminaciones nerviosas. Estaba bailando y, de alguna manera, flotando a la vez cuando notó una vibración en el bolsillo delantero. La ignoró y continuó dando saltos, pero allí estaba otra vez, arrastrándola inexorablemente de regreso a su torpe cuerpo físico. Con torpeza, consiguió sacar la tableta.
—¿Diga? —jadeó Rylin, sin aliento.
Su respiración entrecortada había dejado de fluir al compás de la música.
—¿Rylin Myers?
—Pero ¿qué…? ¿Con quién hablo?
No se oía nada. La multitud continuaba zarandeándola de un lado a otro. Se produjo una pausa al otro lado de la línea, como si a su interlocutor le costase creer que Rylin le hubiera hecho aquella pregunta.
—Cord Anderton —llegó por fin la respuesta, y Rylin parpadeó, sorprendida. Antes de enfermar, su madre había trabajado como criada para los Anderton. Rylin comprendió vagamente que reconocía la voz gracias a las pocas veces que había estado en la casa. Pero ¿por qué narices la llamaba Cord Anderton a ella?—. Bueno, ¿podrías venir a servir en mi fiesta?
—Yo no… ¿De qué me está hablando? —gritó Rylin, intentando imponer su voz al clamor de la música, aunque la voz le salió demasiado ronca.
—Te he enviado un mensaje. Celebro una fiesta esta noche —replicó el hombre a toda velocidad, impaciente—. Necesito a alguien aquí para que todo esté limpio, para ayudar con el catering… todas las cosas que antes hacía tu madre. —Rylin dio un respingo al escuchar todo aquello, pero, evidentemente, Anderton no podía verla—. La persona que suele ayudarme me ha dejado tirado en el último momento, pero me he acordado de ti y he buscado tu número. ¿Te interesa el trabajo o no?
Rylin se enjugó una gota de sudor de la frente. ¿Quién se creía que era el tal Cord Anderton para «convocarla» un sábado por la noche? Abrió la boca, dispuesta a decirle a aquel gilipollas ricachón y engreído que se podía meter su oferta de empleo por el…
—Se me olvidaba —añadió el hombre—. La paga es de doscientos nanos.
Rylin se mordió la lengua. ¿Doscientos nanodólares por aguantar a un puñado de pijos borrachos durante una noche?
—¿Cuándo me necesita?
—Pues… hace media hora.
—Voy para allá —declaró Rylin, mientras la sala seguía dando vueltas a su alrededor—. Pero…
—Estupendo —dijo Cord y cortó la conexión.
Con un esfuerzo titánico, Rylin se despegó primero el parche del brazo, y a continuación, con un gesto de dolor, se arrancó también el del cuello. Lanzó una mirada de reojo a los otros: Hiral todavía estaba bailando, en su mundo; Lux estaba enroscada alrededor de un desconocido al que le estaba metiendo la lengua hasta la garganta; Indigo se había sentado en los hombros de Andrés. Se dio la vuelta, dispuesta a marcharse. V continuaba observándola, pero Rylin ni siquiera se despidió de él. Salió a la noche, asfixiante y viscosa, dejando que los parches dorados y usados revolotearan hasta aterrizar en el suelo, tras ella.