ERIS |
Eris recorría el pasillo del instituto saludando maquinalmente con la cabeza o ignorando a la gente según su aspecto le gustara más o menos, más inescrutable y glacialmente serena que nunca. Pero, por dentro, estaba a punto de perder la cordura.
Seguía sin poder creerse que se hubiera metido en la cama con Mariel el sábado. Había intentado comportarse con normalidad, como si nada hubiera ocurrido, pero Mariel no se daba por enterada.
Había mensajeado a Eris dos veces, primero preguntando si había llegado bien a casa, y después mencionando una canción que supuestamente habían escuchado esa noche. Eris había borrado los mensajes sin responder. Quería borrar ese episodio de su memoria y pasar página, y cuanto antes lo pillase Mariel, mejor.
Entró en la cafetería y se puso a la cola. Una vez ante el mostrador de los batidos, le encargó al robot un granizado de frambuesa con mantequilla de almendra y cogió una barrita energética para más tarde. Últimamente se dedicaba a exprimir al máximo la hora almuerzo, puesto que en casa seguía una dieta estricta de bocadillos y tazones de ramen. Ignoraba qué iban a hacer cuando se les acabara el dinero.
—Eris. —Avery echó a andar junto a ella, camino de su mesa habitual—. Tenemos que hablar.
—Ay, ay, ay —bromeó Eris—, ¿no irás a cortar conmigo?
Sin embargo, el corazón le latía desbocado: la voz de Avery denotaba solemnidad, y tuvo el presentimiento de que, de alguna manera, su amiga lo sabía.
—Acompáñame por aquí, las dos solas —sugirió Avery.
Condujo a Eris hacia el patio cubierto interior del instituto. Era casi como estar en la calle. Tenía un aspecto muy real, con robles auténticos que crecían del suelo e incluso una hamaca colgada entre dos de ellos, aunque nadie la utilizaba nunca. Se acomodaron al sol proyectado, sentándose como sirenitas con las faldas plisadas de sus uniformes acampanadas en torno al talle.
Avery sacó de su bolso un diminuto altavoz rosa y activó el silenciador, que utilizaba una tecnología similar a la del cono de privacidad, bloqueando todas las ondas sonoras en un radio de dos metros. El mundo enmudeció de repente, como si acabaran de sumergir la cabeza en el agua.
—Guay —dijo Avery, abriendo su ensalada de col rizada y mango y apoyándola en su regazo—, ya podemos hablar en privado. Eris, ¿qué ocurre?
—¿A qué te refieres? —preguntó Eris, titubeante.
—Ayer fui al Nuage, a buscarte. —A Eris se le encogió el corazón. Debería haber pensado en una mentira mejor—. Cuando llegué, me dijeron que no te alojabas allí… aunque sí tu padre. Solo.
—Ya. Bueno, el caso es que… esto…
Avery se la quedó mirando fijamente, a la expectativa. Y Eris descubrió que ya no podía seguir así. Rompió a llorar.
Avery le rodeó los hombros con los brazos y dejó que se desahogara.
—Eh, que no pasa nada —murmuró—. Sea lo que sea, se arreglará.
Eris se apartó y sacudió la cabeza, con las mejillas surcadas de lágrimas.
—No, no se arreglará —susurró.
—¿Tus padres van a separarse? —le preguntó Avery.
—Peor que eso. —Eris respiró hondo, entrecortadamente, y se lo contó, expresó con palabras lo que no soportaba decir en voz alta—: Resulta que mi padre no es mi padre. —Listo. Ya se había destapado la verdad.
De forma pausada, mientras daban cuenta del almuerzo y se restauraba la impresión de normalidad, Eris se lo confesó todo a Avery: que había averiguado la verdad gracias a la prueba de ADN a la que había tenido que someterse como parte del papeleo de su fondo fiduciario. Que su padre estaba desolado, que apenas era capaz de mirarla a la cara y que se sentía traicionado. Que su madre y ella se habían trasladado a la 103 y estaban prácticamente en la ruina. Que la antigua vida de Eris se había esfumado para siempre.
Avery la escuchaba en silencio. Una mueca de horror le ensombreció las facciones ante la mención de la planta número 103, aunque se apresuró a enmascararla.
—No sabes cuánto lo siento —dijo cuando Eris hubo acabado.
Eris no respondió. Se le habían agotado las palabras.
Avery retorció una brizna de hierba entre el índice y el pulgar, distraída, mientras le daba vueltas a lo que fuera que estaba pensando.
—¿Qué hay de tu padre biológico?
—¿Qué pasa con él? No me interesa en absoluto —replicó Eris, con aspereza.
—Perdona —se disculpó Avery, dando marcha atrás de inmediato—. No pretendía… Da igual.
Guardaron silencio un momento. Al final, la curiosidad de Eris se impuso a su actitud defensiva.
—¿Crees que debería intentar reunirme con él o algo por el estilo?
—Ay, Eris —suspiró Avery—. Eso depende de ti. Lo único que sé es que, si yo estuviera en tu lugar, querría conocerlo. Además, quizá sienta más interés por verte que tu pa… Que Everett.
—Tampoco es que ese listón esté ahora muy alto —repuso Eris y, por alguna razón, se rio.
Fue una carcajada extraña, entre amarga e irónica, pero Avery se sumó a ella. Eris se sintió un poco mejor, a la postre, aliviada en parte la opresión que sentía en el pecho.
—En fin —dijo Avery, al cabo—. ¿Qué puedo hacer para echarte una mano?
—No le cuentes nada a nadie, eso es todo. No quiero que… ya sabes.
«Que se compadezcan de mí».
—Hecho. Pero, Eris, puedes quedarte a dormir conmigo siempre que quieras, llevarte ropa prestada, lo que necesites. Todavía me cuesta creerlo —musitó, con una nota de incredulidad en la voz. Eris se limitó a asentir—. Espera —añadió Avery—, ¿qué pasa con tu cumpleaños?
—¿Te refieres al motivo de que esté metida en todo este embrollo? Tampoco es que mi madre y yo hayamos hablado mucho del tema. Me parece que este año haremos como si no existiera.
—De ninguna manera. —Sonó el timbre que señalaba el fin del almuerzo. Avery se levantó y le tendió una mano a Eris para ayudarla a ponerse de pie. Llevaba un elegante brazalete de diamantes en la muñeca, junto a una pulsera de Hermès, y una reluciente capa de esmalte en las uñas. En comparación, las de Eris se veían secas y desportilladas. Apretó los puños a los costados—. Por favor, deja que organice una fiesta en tu honor —estaba diciendo su amiga—. ¿En el Bubble Lounge, el sábado por la noche?
—No puedo dejar que hagas eso —protestó débilmente Eris.
Sin embargo, se le había acelerado el pulso ante la mención de la fiesta, y Avery podía verlo en sus ojos.
—Venga ya. Yo me encargo de todo —insistió—. Además, me vendría bien distraerme un poquito en estos momentos.
Eris no supo muy bien cómo interpretar aquel último comentario.
—Vale —claudicó—. Si estás segura, te lo agradezco.
—Tú harías lo mismo por mí.
Salieron del patio y se adentraron en el pasillo.
—¿Salimos de tiendas más tarde? —prosiguió Avery, deteniéndose frente a la puerta de su próxima clase—. Yo invito, por descontado.
—Avery, estás haciendo ya tanto por mí, no puedo… —protestó Eris, pero Avery no la dejó terminar.
—Eris. Para eso están las amigas —declaró con firmeza, y se metió en la clase mientras sonaba el timbre.
Eris caminó despacio por los pasillos, ahora desiertos; llegaba tarde a cálculo, pero no le importaba lo más mínimo. Hacía semanas que no se sentía tan aliviada.
Aquella tarde, cuando llegó a casa, Eris encontró a su madre en la sala de estar. Se hallaba sentada, con las piernas cruzadas, en medio de una montaña de documentos escaneados, vestida con unos pantalones de tecnotextil recortados y una sudadera holgada. Se había sujetado al alborotada melena rubio rojizo con un enorme pasador blanco. Se la veía flaca y cansada, apenas mayor que su hija. Eris reprimió el impulso de correr a abrazarla.
—¿Por qué te has puesto eso? —preguntó, sin poder evitarlo, mientras sorteaba un montón de papeles camino de la cocina.
Las gafas le parecían ridículas y pasadas de moda. ¿No hacía tiempo que su madre se había operado de la vista con láser?
—Las usaba en la universidad. Pensé que podrían ayudarme a encontrar la concentración necesaria para rellenar todas estas solicitudes de empleo —dijo Caroline, encogiéndose de hombros con aire abatido.
Ah, cierto; a Eris siempre se le olvidaba que su madre había estudiado un año en la universidad antes de abandonar la carrera para trasladarse a Nueva York.
—Bueno, ¿qué te apetece para cenar? —continuó Caroline, con todo el ánimo que fue capaz de reunir, como solía hacer antes cuando tenían que decidir entre sushi del caro o pizza de trufas—. Se me había ocurrido que…
—¿Quién es mi padre biológico? —La interrumpió Eris.
Se sorprendió un poco al oírse formular la pregunta en voz alta, pero, en cuanto lo hubo hecho, se alegró de ello; la incógnita se había instalado al fondo de sus pensamientos, cobrando cada vez más peso, desde que Avery había sacado el tema durante el almuerzo.
—Vaya —exclamó Caroline, sorprendida—. ¿No habías dicho que no querías conocerlo?
—A lo mejor. No lo sé.
La madre de Eris observó a su hija, como si no estuviese segura de lo que realmente quería decir.
—En tal caso, me pondré en contacto con él y se lo contaré todo. Haré cuanto esté en mi mano —le prometió.
Eris tardó un instante en asimilar el significado de aquellas palabras.
—¿Insinúas que todavía no sabe nada de mí?
—Es que todo es muy… complicado, ya sabes.
—¡No, no lo sé!
—Eris…
—¡Has engañado a todo el mundo! ¡Por eso necesito conocer a mi padre biológico! ¡Porque necesito al menos una relación familiar estable en mi vida, y está claro que no voy a obtenerla de ti!
Su madre hizo una mueca.
—Lo siento —murmuró, compungida, pero Eris ya encaminaba sus pasos hacia la puerta de su dormitorio.
No entendía del todo por qué la entristecía tanto descubrir que su padre biológico ni siquiera conocía su existencia, pero, sumado a todas las otras cosas —haber perdido a su padre, a Cord, su vida entera—, era más de lo que podía soportar en esos momentos.
Eris se sentía como los montones de desperdicios con los que había visto jugar a la pelota a los críos de aquella planta cuando se aburrían. Abandonada e inútil, sin nadie que la quisiera.