LEDA

Leda avanzó tambaleándose hasta dejarse caer de rodillas detrás de la fuente, procurando que nadie pudiera verla desde el restaurante. Pero no era ella la que debería sentirse avergonzada. Eris y su padre. Contempló brevemente la posibilidad de irse a casa, pero se sentía demasiado desesperada, le temblaban las manos y no podía arriesgarse a que la pillara su madre. Su pobre madre, engañada e ignorante de todo.

Vació la bolsa que le había dado Ross. Las drogas se desparramaron frente a ella, sobre los tréboles, como si fuera su propio manantial de felicidad prefabricada. El sobrecito negro de las Trabas le llamó la atención de inmediato. Quizá no fuese tan mala idea, después de todo, colarse en la cabeza de otro; una cabeza que debía de estar hecha polvo, vale, pero ¿acaso la suya no lo estaba también, al fin y al cabo?

Leda rasgó el sobre, se metió la brillante pastilla amarilla en la boca y se la tragó sin más.

Experimentó un pasajero momento de incomodidad cuando su mente, en un acto reflejo, intentó repeler la invasión. Esto no sucedía cuando las Trabas estaban hechas a medida para uno mismo, claro, pero al ingerir las de otra persona siempre había que aguardar unos instantes para que se consolidara el reajuste mientras las necesidades de la consciencia ajena penetraban en el cerebro. Aguantó la respiración, obligándose a serenarse, y las Trabas fueron deslizándose sobre su consciencia con la suavidad de una manta.

De repente todo parecía más blando, más líquido. El tiempo dio la impresión de estirarse como una goma elástica. Pestañeó. Quienquiera que fuese el destinatario de esas Trabas, se trataba sin lugar a dudas de alguien con problemas de ansiedad, pues la pastilla era prácticamente un relajante. Casi podía sentir a esa otra persona, como una presencia espectral, mientras la droga comenzaba a abrirse camino hasta su cerebro, rastreando recuerdos inexistentes allí, esforzándose por suscitar las respuestas emocionales que necesitaba el sujeto.

Leda estiró las piernas frente a ella y se echó hacia atrás, acodándose de espaldas, con el resto de su alijo desperdigado aún entre los tréboles, como un cargamento de golosinas de vivos colores. Las sombras se alargaban, extendiéndose sobre la fuente y sobre sus piernas. Ya no hacía frío. Eris y su padre, volvió a pensar Leda, con una risita estrangulada desprovista de humor. Cerró los ojos. Vestigios de recuerdos, pensamientos fragmentados, agazapados en el interior de su cabeza. «Te conozco —le dieron ganas de decir—, pero ¿por qué?». Qué extraño, era casi como un déjà-vu, como si todo esto fuese una canción que ya hubiera escuchado antes en alguna parte. En su campo visual danzaban colores y formas.

Reconoció este subidón.

Supo lo que era de inmediato, instintivamente, con una honda certidumbre animal fruto de la droga, del mismo modo que sabía que necesitaba el aire para respirar. Ya había hecho eso antes, no era la primera vez que experimentaba esta mezcla concreta de sustancias químicas y estímulos neuronales. Eran las Trabas de Cord.

Qué raro, se dijo, extrañada, clavando los dedos en el suelo cubierto de tréboles de cuatro hojas. Se rompió una uña. Sintió una punzada de dolor. ¿Qué hacían las Trabas de Cord en manos de Ross? Cord no pasaba apuros económicos. Debían de habérselas robado.

¡Cord necesitaba saberlo! ¡Tenía que avisarlo!

Leda subió a la 969 flotando como un globo aerostático.

—¡Cord! —Estaba aporreando la puerta. De alguna manera había llegado hasta allí, aunque no recordaba haber subido en ningún ascensor ni tampoco haber cogido ningún deslizador. «Gracias a Dios», pensó, porque las manos estaban empezando a separarse de su cuerpo y eso le producía una creciente inquietud. Se cruzó de brazos para ocultarlas en las axilas—. ¡Cord! —repitió, con más fuerza.

La puerta se abrió… pero no fue Cord el que apareció en el umbral, sino Brice.

—¿Leda? ¿Qué ocurre? —dijo el hermano mayor de Cord. Estaba vestido para salir, con unos vaqueros oscuros desteñidos y una camisa con un montón de botones sin abrochar. Qué guay parecía. Ojalá ella pudiera ser más como él.

Leda pestañeó. No estaba segura de qué la había llevado hasta allí. Quizá Brice lo supiera.

—¿Estás bien? —preguntó el muchacho, entornando los párpados con preocupación.

Leda se había quedado petrificada en una postura extraña, con las manos encajadas debajo de los brazos. Las bajó, azorada. Lo importante ahora era caerle bien a Brice. Aunque sus manos se alejaran flotando.

—¿Por qué no pasas? —La invitó, tomándola del codo y conduciéndola con delicadeza al interior del apartamento.

Las paredes parecían cernirse sobre ella, combándose como las olas del océano. Brice la sentó en uno de los divanes de la sala de estar y le puso un vaso de agua fría en la mano. Leda lo apuró de un solo trago. El muchacho se lo volvió a llenar sin decir nada. Leda se lo bebió también, más despacio.

—Te has puesto hasta las cejas —dijo Brice, y Leda se alegró porque lo había dicho en un tono de aprobación. O en un tono divertido, al menos—. ¿Qué te has metido?

Leda aún llevaba el bolso rojo con ella. En silencio, sacó el sobre de Trabas vacío y se lo enseñó a Brice.

—De Cord —se acordó de decir.

Brice entrecerró los ojos.

—¿Insinúas que estas son las de Cord? ¿Te las ha dado él?

No obtuvo respuesta por parte de Leda.

—¡Leda Marie Cole! —exclamó Brice de repente, extendiendo las manos para apoyárselas en los hombros.

Algo en su gesto (quizá el hecho de que hubiera utilizado su nombre completo, aunque Leda ignoraba que lo conociera) la hizo volver en sí de golpe, al menos en parte. Sacudió la cabeza.

—No —graznó Leda y se aclaró la garganta—. Las tenía mi camello. Por eso quería… o sea, me he preocupado, por Cord. Son robadas, ¿verdad? —Deslizó las manos bajo los muslos y se sentó encima de ellas para impedir que le siguieran temblando.

Un destello de comprensión le iluminó los ojos a Brice.

—Rylin —murmuró.

—¿Cómo? —preguntó Leda.

Brice la observó con los párpados entornados, pero debió de llegar a la conclusión de que o bien no tenía importancia, o bien ella estaba demasiado colocada como para recordarlo.

—Nuestra nueva criada. Sospecho que Cord y ella están… muy unidos —le explicó.

—Despídela —dijo automáticamente Leda—. Sabiendo además que, a estas alturas, Cord ya se habrá acostado con ella.

—Me encanta lo despiadada que eres —se echó a reír Brice—. Leda, si necesitas Trabas, puedes pedírnoslas a Cord o a mí siempre que quieras. No vuelvas a recurrir a ese camello. Esta vez has tenido suerte, la verdad.

—Ni siquiera buscaba Trabas, es lo que mi camello llevaba encima… Yo quería xemperheidreno.

—Espera un momento —dijo Brice—. Quédate donde estás.

«Como si fuese a irme a alguna parte», pensó Leda, aturdida.

El muchacho reapareció instantes después.

—Mira lo que he encontrado —dijo, al tiempo que depositaba unas cuantas pastillas en la palma de la mano de Leda.

Pequeñas, blancas y cuadradas, marcadas con una X diminuta.

—Ay, gracias a Dios —casi gimió Leda, antes de engullir dos de golpe.

Sus pensamientos, hasta entonces confusos y lentos, regresaron de inmediato a la vida. Sentía todo el cuerpo inundado por una oleada de energía renovada. Miró a Brice, que seguía allí sentado observándola con cara de estar pasándoselo en grande.

—Gracias —dijo, con voz mucho más clara que antes—. Brice Anderton, el botiquín ambulante. Tienes razón, debería haber acudido a ti desde el principio.

—Esa es la Leda Cole que todos conocemos y amamos —replicó secamente el muchacho mientras Leda recorría el apartamento con una mirada nueva.

Llevaba años sin poner allí los pies, salvo para asistir a alguna fiesta. En esas ocasiones, el apartamento se transformaba en un ensordecedor hervidero de personas. Era más espacioso de lo que recordaba. Todo parecía más nítido, perfilado en detalle, como silueteado con los gruesos rotuladores negros que utilizaba para dibujar cuando era pequeña. El corazón le latía tan deprisa que amenazaba con escapársele del pecho.

—Tengo que irme —añadió Brice momentos después, sin dejar de observarla—. Aunque me encantaría poder quedarme. Eres más entretenida que Cord, últimamente.

Leda hizo ademán de devolverle la cajita de xemperheidreno, a regañadientes, pero Brice sacudió la cabeza.

—Quédatelas, por favor. Es lo mínimo que puedo hacer, después de lo que me has contado.

Leda asintió con la cabeza, agradecida.

—¿Puedo esperar un momento antes de irme a casa? —preguntó. Brice se encogió de hombros antes de salir del apartamento.

Mil escenas distintas se arremolinaban en el revolucionado cerebro de Leda. Eris y su padre, besándose. Atlas. Avery. El tío ese con el que salía ahora Avery, Watt, riéndose de ella en la gala. Los ojos de Atlas cuando le había dicho que había otra persona. «Te mereces conocer la verdad», habían sido sus palabras. La verdad te hará libre, ¿no era eso lo que solía decirse? Tenía que pedirle a Cord que despidiera a su criada. Tenía que averiguar a quién quería Atlas más que a ella. «Tus deseos son órdenes para mí», había respondido Nadia, con la promesa de investigarlo, pero nada había salido según los planes de Leda, ¿verdad?

Todo aquello formaba una vorágine en su mente, un caleidoscopio de colores borrosos, pero, mientras que antes había amenazado con abrumarla, ahora Leda se sentía concentrada, poseída por una aguda sensación de apremio. Dios, le encantaban los estimulantes. Y el xemperheidreno era el mejor de todos. Respiró hondo, dejando que la droga le produjera un placentero cosquilleo en las venas, hasta la yema de los dedos.

Nadia. Debía preguntarle a Nadia por Eris y su padre, averiguar cuánto tiempo llevaban embarcados en esa aventura. «Dios —pensó con asco—, seguro que había empezado justo después de que Eris hubiese descubierto que era pobre. Asquerosa cazafortunas».

Había redactado ya la mitad del mensaje cuando recordó que no podía preguntarle nada a Nadia, porque ya le había presentado su dimisión.

Ahora que se paraba a pensarlo, también Nadia estaba envuelta en un halo turbio y sospechoso.

Y, de repente, Leda dio con la solución. La respuesta era tan sencilla y elegante que la maravilló el hecho de que no se le hubiera ocurrido antes.

Sabía adónde tenía que ir y qué era lo que tenía que hacer. Con movimientos rápidos, los ojos vidriosos y la respiración ligeramente acelerada, se colgó el bolso del hombro y encaminó sus pasos hacia el ascensor exprés.