LEDA |
Frente a las puertas de Haxley Park, en First Avenue, Leda no dejaba de desviar la mirada de uno a otro lado de aquella calle tranquila y flanqueada de árboles. La atenazaba la tensión y temblaba de la cabeza a los pies. Había sido idea de Ross encontrarse allí, en Haxley, donde solían quedar para que la mercancía cambiara de manos antes del coqueteo de Leda con la rehabilitación.
Respiró hondo y se internó en el parque, cuyas anticuadas puertas de hierro giraron suavemente sobre sus goznes al activarse los sensores automáticos. Una oleada de recuerdos la invadió de repente.
Recordó una de las primeras veces que había consumido xemperheidreno: la experiencia la había ayudado a concentrarse tanto que aquella noche había hecho todos los deberes para el resto del año.
O la tarde en que se había tumbado en el césped tras fumar relajantes, contemplando las nubes animadas del techo con la esperanza de discernir qué pautas seguían. O aquella vez en que Cord y ella se habían tomado juntos las Trabas de él, y habían terminado persiguiendo a un mosquito durante horas antes de regresar dando tumbos al apartamento del muchacho, sin parar de reír.
Y ahora había vuelto.
Todo el mundo sabía que Haxley era el mejor parque de las plantas superiores para colocarse. Había montones de ventiladores instalados en el techo, puesto que se encontraba en una esquina de la Torre y, en aquella parte, la circulación de aire de la planta podía resultar más lenta. Carecía de zonas infantiles, por lo que no había críos ni niñeras en los alrededores; estaba oportunamente desierto la mayor parte del tiempo, de hecho, encajonado como se hallaba en la cara oriental de una planta ocupada principalmente por oficinas. La única sección que alguna vez recibía visitas era la de las ventanas, donde un par de restaurantes —una marisquería y un restaurante francés—, ofrecían una vista inmejorable a los jardines.
Como cabía esperar, el sendero central del parque estaba completamente desierto, pese a ser viernes por la noche.
—¿Dónde narices te has metido? —murmuró Leda en voz baja, enviándole un parpadeo a Ross.
Las luces interiores de la Torre comenzaban a atenuarse conforme avanzaba la noche. Una brisa helada le erizó el vello en los brazos. La ventilación centralizada provocaba que siempre hiciera más frío hacia los confines de la Torre, sobre todo en los espacios públicos, donde nadie quería hacerse cargo de las facturas eléctricas. Leda se abrazó a sí misma, arrepintiéndose de no haberse cambiado esa tarde tras salir de clase. Había acudido directamente después de su sesión de preparación para los exámenes de acceso a la universidad, sin pasar siquiera por casa. Así de desesperada estaba por conseguir su dosis.
Frente a ella había un jardín con una fuente, cubierto por un manto de tréboles de cuatro hojas. Leda no vio a nadie en ninguna dirección. Esperaría aquí a Ross, decidió, mientras la grava crujía bajo las suelas planas de sus bailarinas.
En ese momento le pareció ver una cara conocida, y se detuvo en medio del sendero.
Su padre estaba sentado en aquel restaurante francés, el de los recios ventanales de cristal que daban al jardín de rosas. Qué raro, pensó Leda; ¿no le había oído decir a su madre que iba a quedarse trabajando hasta tarde esa noche? Quizá hubiera salido antes de lo previsto… pero, entonces, ¿con quién estaba? Leda se puso de puntillas y estiró el cuello para distinguirlo mejor.
Su acompañante era una mujer, y no la madre de Leda, eso estaba claro. En realidad, decidió, tampoco se trataba de ninguna mujer, ahora que se fijaba bien en aquella figura, pálida y esbelta. Una chica. La leche, pero si no debía de ser mucho mayor que Leda.
Entonces la muchacha se echó el pelo hacia atrás, como una espectacular cascada de color rubio rojizo, y Leda se dio cuenta de que conocía esa melena, aunque no pudiera ver las facciones de su propietaria. Era inconfundible.
¿Qué narices hacía su padre con Eris?
—LabioLector —musitó, concentrándose al máximo en la boca de Eris, desesperada por saber qué estaban diciendo.
Un mensaje destelló ante sus ojos: «lectura obstruida, se requiere reducir la distancia». Pese a todo, Leda se negaba a creer la prueba que tenía delante de sus narices. Debía de haber otra explicación para lo que veía… era imposible que su padre estuviera teniendo una aventura con Eris. Debía de haber otra razón para que estuvieran cenando a solas, un viernes por la noche, en secreto.
Petrificada de asombro, vio cómo Eris estiraba un brazo sobre la mesa para aceptar algo de manos de su padre. La muchacha sonrió. A continuación se puso de pie, se agachó y besó al padre de Leda, pero esta no alcanzó a distinguir los labios de ninguno de los dos, ocultos tras el telón que formaba el cabello de su amiga.
Leda asistía al desarrollo de los acontecimientos como si estos ocurrieran a cámara lenta. Sentía los pies anclados al suelo. Vio que Eris, sin dejar de sonreír, se echaba un pañuelo por los hombros. El mismo que Leda había encontrado en el maletín de su padre, tan inconcebiblemente caro, con flores escarlata.
Leda avanzó a ciegas, tambaleándose, poseída por el deseo de gritar. O de vomitar. Ahora todo encajaba: la conducta de su padre, tan extraña últimamente, los secretos que guardaba.
Tenía una aventura con Eris Dodd-Radson. O Eris Dodd, o como narices se llamase ahora.
—¿Leda?
—¡Ya era hora! —saltó, corriendo al encuentro de Ross—. ¿Por qué has tardado tanto?
—Los nervios están un poquito crispados, por lo que veo.
Ross era joven, con el pelo tupido de color castaño rojizo, y unas facciones tan bonitas y angelicales que parecían fruto del bisturí. Sus grandes ojos marrones lucían unas pestañas pobladas y las pupilas ligeramente dilatadas de quien utiliza lentes de contacto… o se pasa el día colocado. Parpadeó muy despacio, como si mantenerse despierto le supusiera un esfuerzo inimaginable.
—En fin —balbuceó—. Te… esto… tengo malas noticias. Se me ha acabado el xemperheidreno.
—¿Cómo? —Ese era el único motivo por el que Leda había quedado con él: conseguir una caja de xemperheidreno y tomarse una pastilla tras otra, hasta que el mundo dejara de desmoronarse a su alrededor—. ¿Lo dices en serio?
El muchacho hizo una mueca.
—Lo siento, no…
—¿Qué narices te queda?
Ross abrió la mochila y comenzó a sacar sustancias de una en una.
—Tengo BFX, un puñado de tiraciegos y relajantes, los cuales, la verdad, te vendrían de…
—Me lo llevo todo —lo atajó Leda, que agarró la mochila y empezó a revolver su contenido.
—Sabes que ahí hay drogas de sobra como para montar una…
—¡Que me da igual, te he dicho! Lo necesito, ¿te enteras? —chilló, histérica. Ross se abstuvo de añadir nada más—. Todo menos esto —se corrigió Leda, sacando un puñado de inconfundibles sobrecitos negros y empujándolos en su dirección.
Sabía por experiencia lo desaconsejable que era consumir Trabas de mala calidad, y el hecho de que la etiqueta de prescripción estuviese visiblemente manipulada era señal inequívoca de que, quienquiera que fuese su destinatario original, a Leda no le convenía abrirle las puertas de su cabeza.
Ross asintió mientras recogía las Trabas sin dejar de observarla.
—¿Por qué no te quedas con una? —dijo, momentos después—. Gratis. Si tienes un mal viaje, por lo menos no te habrá dolido el bolsillo.
—Eres incorregible, ¿verdad? —replicó Leda, al tiempo que miraba hacia arriba y recordaba los tiempos en que Ross solo la invitaba a relajantes.
«Supongo que ya debo de haber dado el salto a primera división», pensó con sarcasmo. Pero se quedó con el paquete de Trabas. Eran demasiado caras como para desaprovechar la ocasión.
Asintió para pagar a Ross e hizo un gesto con la mano que lo mismo podría ser de agradecimiento como una señal para que la dejase tranquila. Ross se encogió de hombros, aceptando el pago, y hundió las manos en los bolsillos antes de irse.
Cuando Leda abrazó el bolso de cuero rojo contra su pecho, la bolsa de papel llena de drogas que había dentro emitió un crujido tranquilizador. Necesitaba ponerse ciega; colocarse hasta desterrar total y absolutamente de su memoria la imagen de Eris y su padre besándose.